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Pero ni la una se iba ni a la otra la echaba, de modo que seguían las dos viviendo bajo el mismo techo, peor que cuando don Quijote vivía, con el cuervo de la miseria sobrevolando la hacienda y con aquel encono entre ellas royéndolas las en-

Dejaron Antonia y Quiteria pasar los días. Se habría dicho que habían decidido olvidarse de sí mismas. Eran dos naturalezas diferentes y opuestas, y si una decía: «Habrá que tejer un poco de lino», la otra respondía: «Más necesario nos es amasar»; si una ordenaba «vete al corral y mata una gallina», la otra pensaba «¿no sería mejor mirar por esta hacienda, que tan descabalada está, y no este trasiego en el corral?»; si una decía, «habrá que llevar trigo al molino», la otra corregía, «más valdría hacer mañana la colada».

La muerte de don Quijote fue, pues, no por menos esperada o temida, menos cruel, y lo mismo que un rayo partiendo un olmo centenario, recorrió, partiéndola por la mitad, la casa centenaria de los Quijano, levantada hacía más de ciento cincuenta años por el tatarabuelo de don Quijote.

La muerte de don Quijote, y el invierno, que se metió con más celeridad de la deseada, enfriaron pronto sus muros y estrecharon sus días, más cortos e inhóspitos. En cuanto se ponía el sol, el ama y la sobrina se quedaban a solas como acaso no lo habían estado nunca. Echaban de menos a don Quijote y sus paseos, arriba, abajo, por los corredores. Los tueros de la chimenea se quemaban de uno en uno, y aquellas llamas no eran suficientes para disipar la humedad, el frío y la sensación de miseria que se respiraba allí. Después de los primeros días, y como suele ocurrir tras la muerte, empezaron a espaciarse las visitas del cura, del barbero, del bachiller y de otros vecinos, hasta que ya nadie acudía a visitar a las dos mujeres, salvo el señor De Mal, que se daba una vuelta de vez en cuando por allí, más para comprobar el estado de lo que daba por suyo, que por compasión. No le había hablado todavía de matrimonio a Antonia, pero pensaba: «El asalto a su tiempo. Y a la muchacha parece que no le caigo del todo mal. Le conviene un hombre como yo, con experiencia, que sepa y quiera regalarla como se merece».

La vida continuaba para todos.

– ¿Qué habrá sido de Sancho? -preguntó una tarde Quiteria, por tener algo de que hablar entre las dos.

Antonia ni contestó. No le importaba lo que sería de ése o del otro. Cada cual debía mirar por lo suyo. Al menos si Quiteria le hubiese preguntado por el bachiller, tal vez hubieran podido hablar de él. ¿Lo habría hecho Antonia? ¿Con Quiteria? ¿Y Quiteria? Otra tarde, y más que por hablar, Quiteria le dijo a Antonia:

– ¿No podemos ser amigas y contarnos nuestras cosas?

Antonia le respondió:

– Ya lo somos, y ya nos las contamos. ¿Qué querrías contarme tú? ¿Qué quieres que te cuente yo?

Quiteria guardó silencio unos instantes, y dijo:

– No, lo decía por hablar.

Pero sabía que se mentía, lo mismo que Antonia supo que se mentía cuando le respondió…

– Lo mismo me pasa a mí, que no tengo nada que contar.

Y se mentían y ni siquiera podía la una sospechar los secretos de la otra, pasándose el día juntas.

Cosa que no ocurrió con el secreto de Cebadón, el mozo. Hubiera podido llamarse a aquella casa la casa de los secretos.

Y el secreto de Cebadón era que…

No había ido muy descaminada Quiteria cuando, hacía días, le había hecho notar a Antonia el extraño comportamiento del mozo, que se movía por allí caracoleando y suficiente, como un potro.

Cebadón era joven, ambicioso, reflexivo y se había hecho una composición de lugar que le convenía. Cierto que cantando a todas horas podía uno llamarse a engaño, pero esa de cantar era en él una manera de pensar. Silbar, tararear, cantar le ayudaba a pensar en otras cosas. Sus pensamientos necesitaban ese acompañamiento.

Sí. Cebadón también tenía su secreto: estaba enamorado de Antonia Quijano. Secreto a medias, porque lejos de quererlo mantener para su coleto, parecía estar exhibiéndolo, convencido de su valía y del buen término al que llevaría las cosas.

Estaba enamorado. Lo decían su semblante risueño, aquel andar erguido, sacando pecho, sus cánticos. O se enamoró perdidamente de ella, o se lo creyó, y lo creyó con hinchada desmesura a raíz de la muerte de don Quijote. Se dijo, «esta moza es para mí o no será de otro; o mía o muertas. Como los amadores de teatro. Aquella resolución tremebunda contrastaba sin duda con la jovialidad de sus perpetuas melopeas, y para él no ofrecía la menor duda. Estaba determinado a conquistarla, porque creía que su buena estrella tenía que ver con la determinación de su carácter. «Es -se decía- la historia de mi vida. Nací en un chozo como los bandoleros, y mi destino era ser uno de ellos; por mi voluntad y maña, he llegado a servir en una casa buena como ésta. Muchos envidiarían ya mi suene, y la vida ha querido adornarme con virtudes que otros codician en secreto; tengo planta, canto como los ángeles, soy discreto y sé cómo enamorar a las mujeres. De aquí arriba, todo lo que se quiera, pero quedarse en esta medianía toda la vida, como gañán, es pensar lo excusado. El porvenir me sonríe; Antoñita, ahora que has heredado, eres rica, y brava, pero a mí me gustan así, porque cuanto más fiera, más se valorará mi doma; necesitas más que nadie de un mastín que defienda tu hacienda de todos esos lobos que dicen te la quieren comer. Si quieres echarlos a patadas, aquí me tienes. Al que pase esa puerta lo rajo. De modo que, Antoñita, o mía, o muerta».

De una manera oscura imaginaba Cebadón que aquel bien había de arrebatarlo por la fuerza, porque de grado no lo obtendría nunca. Incluso se hacía la ilusión de esos arrebatos teatrales. Y eso le enardecía y ponía alas a su imaginación, que ya le pintaba dueño de todo aquello. Probaría a la sobrina la necesidad de arrimarse a un hombre que mirase por lo suyo. Ella era una niña.

Quizá la ambición de casarse con Antonia fuese en Cebadon anterior a la muerte de don Quijote, pero ésta le dio alas, y se dijo: ancha es Castilla. Porque una cosa, según pensaba Cebadón, eran las comedias y entremeses y otra bien diferente, como él decía, «la cruda realidad»; una cosa, celebrar el triunfo del amor en las novelas o en los cánticos y madrigales, y otra, descender a los casos concretos de la familia propia, y Cebadón, atribuyendo a don Quijote su propia previsión, estaba convencido de que el hidalgo habría estorbado la unión de un gañán con su sobrina, incluso en el caso de que ella le hubiese favorecido con sus amores, y por eso jamás se le hubiera ocurrido en vida del hidalgo acercarse a la muchacha. Pero una vez muerto, nada le impedía soñar con ocupar un lugar preponderante en el corazón de Antonia, en su lecho y, desde luego, en aquella casa, los majuelos, las tierras y el ganado.

Y tales cosas le participó Cebadan a un amigo suyo, con el que había guardado los rebaños muchos días, un cabrero al que se le conocía en el pueblo por el nombre de Juan y el sobrenombre de Montes, porque era un hombre que como los gatos monteses era de difícil presa, y siempre lograba escabullirse y hallarle una gatera a todas las cuestiones y parlas que se hablaran, por donde fugarse. Pero precisamente por ello, todo el mundo le consultaba los casos graves y peliagudos, para los que tenía, a pesar de su extrema juventud, una razonable salida.

A Juan Montes le habló Cebadón:

– ¿Qué justicia hallas tú en el mundo Juan, que nos hace a unos desde la cuna pobres y a otros ricos, a unos con castillo y a otros sin más techo que las estrellas, sin haber puesto de nuestra parte nada?

A Juan Montes mientras le hablaban le bailaban los ojos en la cara, a uno y otro lado, como si vigilara por dónde le habría de atacar la paradoja, y aunque vio que Cebadón tenía propósito de seguir adelante con su prólogo, le atajó allí mismo.

– Así es, pero ¿hallas tú alguna justicia en que el Rey nuestro señor no duerma tranquilo porque sus ejércitos han de defender a sus vasallos? Y cuando tú duermes a pierna suelta, ¿hallas justo echarte sobre una hormiga, a la que tu peso quitó la vida? Sabes que soy de los que pienso que estamos mal, pero que podríamos estar mucho peor.

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