– Y usted propone hacerle ayunar -dijo Carter.
– No sé si servirá de mucho, en cualquier caso. Su uso de la energía es variable. Por ejemplo, en el avión de Silberg le bastó con fundir las luces de la cabina. Pero es mejor no darle facilidades.
– Puede hacerse. Desconectaremos la luz general y conectaremos solo los ordenadores y el microondas para calentar alimentos. Tenemos linternas de sobra.
– Pues no perdamos el tiempo. -Blanes se volvió hacia los demás-. Me gustaría que trabajáramos juntos. Podemos usar esta sala: hay varias mesas y es bastante amplia. Nos dividiremos las tareas. Elisa, Víctor: existe un ritmo en los ataques que debemos descubrir. ¿Por qué Zigzag actúa varios días seguidos y luego «descansa» durante años? ¿Tiene algo que ver con la energía consumida? ¿Sigue algún patrón concreto? Carter os dará los informes detallados de los asesinatos. Yo trabajaré con las conclusiones de Reinhard y los archivos de Marini. Jacqueline: tú podrías ayudarme a clasificar los archivos…
Mientras todos asentían sucedió algo.
Estaban tan cansados, o quizá ocurrió tan rápido, que al pronto nadie reaccionó. Un segundo antes Carter se hallaba a la derecha de Blanes frotándose las manos y un segundo después había saltado hacia la silla del ordenador central y asestado una patada bajo la mesa. Entonces hinchó el pecho y los miró a todos como un viejo fogonero de tren interrumpiendo una conversación entre pasajeros de primera clase.
– Se ha olvidado de los malos estudiantes, profesor, los que hacemos novillos. Aún podemos resultar útiles para limpiar las aulas. -Con un ademán teatral, se agachó y recogió la pequeña serpiente aplastada-. Imagino que su familia andará cerca. Aunque no lo parezca, estamos en la selva, y los bichos tienen por costumbre penetrar en las casas vacías en busca de comida.
– No es venenosa -dijo Jacqueline sin inmutarse, cogiendo la serpiente-. Parece una culebra verde de los manglares.
– Ya, pero asquea lo suyo, ¿eh? -Carter le arrebató el reptil, se acercó a una papelera de metal y dejó caer la pequeña guirnalda verde de tripas reventadas-. Por lo visto, no solo vamos a trabajar con la cabeza: será preciso hacer algo con los pies. Y eso me recuerda que yo también necesito ayuda. Alguien que colabore abriendo y ordenando provisiones, cocinando, realizando turnos de guardia y vigilancia, limpiando un poco… Ya saben, todas esas vulgaridades de la vida…
– Lo haré yo -dijo Víctor de inmediato, y miró a Elisa- Puedes ocuparte sola de esos cálculos. -Ella observó que Carter sonreía, como si el ofrecimiento de Víctor le pareciese divertido.
– Bien -zanjó Blanes-. Vamos a empezar. ¿De cuánto tiempo cree que disponemos, Carter?
– ¿Se refiere antes de que Eagle nos envíe a la caballería? Un par de días, tres a lo sumo, si se han tragado los anzuelos que dejé en Yemen.
– Es poco.
– Pues serán aún menos, profesor -dijo Carter-. Porque Harrison es un zorro astuto y sé que no se los tragará.
Lo bueno de las personas que se sienten ligeramente tristes en su vida cotidiana es que, cuando llegan los momentos tristes de verdad, siempre recuperan un poco de ánimo. Es como si pensaran: «No sé de qué me quejo. Mira lo que está pasando ahora». Era justo lo que le sucedía a Víctor. No podía afirmarse que fuera feliz por completo, pero experimentaba una exaltación, una fuerza vital insospechada. Atrás quedaban sus días de plantas hidropónicas y lecturas filosóficas: ahora vivía en un mundo salvaje que le exigía nuevas cualidades casi cada minuto. Además, le gustaba sentirse útil. Siempre había creído que nada de lo que uno sabe hacer sirve de mucho si no sirve para los demás, y era el momento de poner en práctica esa máxima. A lo largo de la tarde había abierto cajas, barrido y limpiado bajo las órdenes de Carter. Estaba extenuado, pero había descubierto que la fatiga tenía algo que enganchaba como una droga.
En un momento dado, Carter le preguntó si sabía cocinar con el microondas.
– Puedo hacer estofado -contestó.
Carter se quedó mirándolo.
– Pues hágalo.
Le parecía evidente que el ex militar abusaba, pero él obedecía sin rechistar. A fin de cuentas, ¿qué satisfacción encontraba cuando trabajaba para él solo en su casa? Ahora tenía la oportunidad de ayudar a otros con aquellas simplezas.
Abrió latas de conserva, botes de aceite y vinagre, preparó platos y aprovechó la escasa luz que todavía adornaba la ventana para elaborar una comida que fuese algo más que un rancho. Se había quitado el jersey y la camisa y trabajaba con el torso desnudo. A veces creía ahogarse en aquella atmósfera de sudor y aire denso, pero todo eso contribuía a otorgarle a su tarea un grado más de realismo. Era un minero preparando la cena para sus agotados compañeros, un grumete barriendo la cubierta.
Las escenas insólitas se repetían a su alrededor. En un momento dado, Elisa entró en la cocina con el pantalón vaquero en las manos. Vestía solo la camiseta de tirantes y unas pequeñas bragas, pero aun así estaba sudando y se había sujetado el bellísimo y cuantioso pelo negro con una goma.
– Víctor, ¿habría alguna herramienta con la que pudiese cortar esto? Unas tijeras grandes quizá… Estoy muerta de calor.
– Creo que tengo lo que buscas.
Carter había traído una caja enorme de herramientas, que estaba abierta en la habitación contigua. Víctor eligió una cortadora de acero portátil. Fue un momento inesperado y maravilloso. ¿Cómo hubiese podido imaginar jamás una situación así, y precisamente con Elisa? Incluso ella llegó a sonreír, y bromearon juntos.
– Más alto, más, corta a esta altura -le indicaba ella.
– Se te va a quedar un mini pantalón. Incluso como shorts te quedarán pequeños…
– Corta sin piedad. Jacqueline no tiene ninguno que prestarme.
Pensó en su vida anterior, cuando se consideraba un hombre afortunado cada vez que podía tomar un café con ella en el aséptico ambiente de Alighieri. Y ahora se hallaban casi desnudos (él de cintura para arriba y ella en bragas) decidiendo a qué altura tenían que cortar unos pantalones. Seguía sintiendo miedo (y ella igual, era evidente), pero había algo en aquel miedo que le hacía pensar que podía ocurrir cualquier cosa, agradable o desagradable. El miedo lo liberaba.
Cuando la cena estuvo lista ya había caído la noche y el calor se había mitigado. Por el ventanuco del comedor penetraba brisa, casi viento, y Víctor podía distinguir masas de sombras agitándose más allá de las alambradas. Puso un mantel de papel, repartió platos y colocó una de las lámparas portátiles en el centro, a modo de candelabro. Intentó, incluso, servir con cierto arte, pero de poco le sirvió. La cena fue apresurada y silenciosa, nadie habló con nadie y Elisa, Jacqueline y Blanes regresaron enseguida a la sala de control y reanudaron el trabajo.
Víctor se quedó recogiendo la mesa y encendió el transmisor en el bolsillo de sus vaqueros. Creía poder identificar la respiración de Elisa entre los diversos sonidos que escuchaba. Imaginó que la respiración era una especie de huella dactilar, y allí estaría la de ella, el jadeo inconfundible de su voz de contralto y los rasguños que produciría su lápiz al deslizarse por el papel.
Lo de los transmisores había sido idea de Blanes, y Carter había hecho una mueca con su rostro pétreo, como pensando: «Profesor, déjeme a mí las ideas prácticas», pero había terminado sirviéndose de las radios portátiles para proporcionárselos, no sin objetar:
– No servirá de mucho, señor sabio. A Silberg lo pulverizó en las narices de los escoltas, dentro del avión, ¿recuerda? Y a Stevenson en una barcaza más pequeña que este cuarto, delante de cinco compañeros que no vieron ni pudieron hacer nada…
– Ya lo sé -admitió Blanes-, pero creo que debemos estar en todo momento comunicados entre nosotros. Es más tranquilizador.