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Nota del autor

Varias personas me invitaron a conocer la compleja y desquiciante mansión de la física moderna. La profesora Beatriz Gato Rivera, del Instituto de Matemáticas y Física Fundamental del CSIC, contestó con amabilidad y paciencia a todas mis preguntas, desde las referidas a los estudios universitarios hasta las más enrevesadas relacionadas con la física teórica, y le estoy enormemente agradecido. También al profesor Jaime Julve, del mismo instituto, por esa tarde calurosa en que charlamos de lo divino y lo humano, y al profesor Miguel Ángel Rodríguez, del departamento de Física Teórica de la Universidad Complutense, que buscó un momento en la siempre apretada jornada de final de curso para atenderme. Otros profesores de otras universidades españolas han preferido quedar en el anonimato, pero me recibieron con idéntico entusiasmo y paciencia, e incluso revisaron el manuscrito e hicieron importantes correcciones, y a todos ellos quiero enviar también mi agradecimiento. Resulta obvio añadir que los distintos errores y fantasías, así como ciertas desagradables opiniones sobre la física y los físicos de ciertos personajes de esta novela, no pueden achacarse en modo alguno a mis excelentes informadores, aunque en mi descargo también diré que nunca pretendí realizar un libro erudito sobre teoría de cuerdas ni exponer mis propias opiniones, sino solo escribir una obra de ficción.

Para los lectores interesados en profundizar en la misteriosa realidad que la física contemporánea nos ha revelado, quizá no resulte del todo inútil mencionar mis libros de cabecera, casi todos (salvo las excepciones que así se hacen constar) publicados en castellano por la editorial Crítica en su colección Drakontos: El universo elegante, de Brian Greene (magnífica introducción a la teoría de cuerdas); los extraordinarios textos de divulgación Historia del tiempo y El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking; Sobre el tiempo, de Paul Davies y Partículas elementales, de Gerard't Hooft. A ellos agregaré Teledetección ambiental, de Chuvieco Salinero (ed. Ariel), que me ayudó a hacerme idea de las transmisiones de imágenes vía satélite; los dos tomos de Física para la ciencia y la tecnología de Tipler (ed. Reverté), que me refrescaron algunos conocimientos que había olvidado desde mi época de estudiante de primeros cursos de medicina (donde también se nos hablaba algo de física) y Cuestiones cuánticas, editado por Ken Wilber (ed. Kairós), una interesante selección de textos no exactamente sobre física (¡algunos hasta «místicos»!) realizados por físicos de prestigio. He querido dejar para el final un libro delicioso: La partícula divina, de Leon Lederman, en colaboración con Dick Teresi (ed. Crítica). Con él no solo aprendí un poco del trabajo del físico experimental y de esos enigmáticos monstruos llamados aceleradores, sino que me divertí de lo lindo (hay párrafos donde te ríes a carcajadas, como si de una buena novela de humor se tratase) y comprendí que cualquier cosa, por árida que sea, puede contarse, o escribirse, si se hace con el debido tono. Enhorabuena, y gracias, profesor Lederman.

Gracias también (sin ellos este libro nunca hubiese aparecido) a esas extraordinarias profesionales de la agencia Carmen Balcells, a los editores de Random House Mondadori en España y a los lectores fieles que siempre, siempre estáis ahí, al otro lado de la página. Por último, nada podría hacer sin la ilusión y el entusiasmo que día a día me transmiten mi esposa y mis hijos, mis amigos y ese lector compulsivo de buenas novelas que es mi padre.

J. C. S.

Madrid, agosto de 2005

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