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Estaba tan asustada que su propio susto la atemorizaba aún más, lo cual no hacía sino incrementarlo, en una especie de juego de apuestas donde mínimas cantidades se transformaran en enormes debido a la contribución de infinitos jugadores. Tenía la boca abierta y seca: solo la llovizna la humedecía por dentro.

No le ha pasado nada. Fue una de tus crisis. A ella no le ha pasado nada…

Se detuvo en un par de ocasiones a leer las placas en forma de lápidas con el nombre de las calles. Se había confundido. Le preguntó, casi gritando, a un viejo de cara amarillenta que la contemplaba con curiosidad desde un portal. El viejo ignoraba a qué calle se refería. Lo discutió con una señora que salía en ese instante.

Entonces oyó la sirena.

Dejó al viejo y a la señora discutiendo y echó a correr.

No sabía por qué corría. No sabía adónde iba ni por qué tenía que llegar tan deprisa. Corrió esquivando sombras enfundadas en abrigos y escudos de paraguas negros. Corrió tan deprisa que el aliento que soltaba, convertido en vaho, iba más lento que ella y le golpeaba el rostro al quedar atrás.

El vehículo era un todoterreno y llevaba luces giratorias. Armaba un escándalo infernal mientras se introducía por las calles. Debido a la aglomeración de coches, sin embargo, ella no lo perdía de vista.

De repente todo el mundo empezó a correr y todos los coches parecían llevar luces en el techo y todas las sirenas y alarmas se habían puesto a sonar al mismo tiempo. Encontró la calle que buscaba, pero estaba bloqueada por furgonetas oscuras. Frente al portal de Nadja había más furgonetas, ambulancias del SAMUR y coches de policía. Figuras con casco que semejaban unidades antidisturbios pedían a la gente que retrocediera.

Un embrión de frío crecía y pataleaba en la boca de su estómago. Avanzó hasta la primera fila, la traspasó y un guante se enroscó en su brazo. El hombre que le habló no parecía un hombre: llevaba casco y máscara; solo sus ojos aparentaban vida allí al fondo, ocultos bajo capas y capas de ley y orden.

– Señora, no puede pasar.

– Allí… hay una… amiga… -gimió ella, jadeando.

– Retroceda, por favor.

– Pero ¿qué es lo que ocurre? -preguntó una mujer junto a ella.

– Terroristas -dijo el policía. Elisa intentaba recobrar el aliento.

– Una amiga… Quiero verla…

– ¿Elisa Robledo? -oyó de repente-. ¿Es usted?

Era otro hombre, aunque mucho más real. Bien vestido, con traje y corbata, pelo negro engominado y peinado hacia atrás. Un desconocido, pero Elisa se agarró a su sonrisa y sus ademanes amables como a una rama colgando de un abismo.

– La he reconocido -dijo el hombre acercándose sin dejar de sonreír-. La señorita puede pasar -agregó hacia el enmascarado-. Acompáñeme, profesora, por favor.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella sin tiempo apenas para recuperar el resuello, siguiendo los pasos apresurados de su guía a través de un caos ensordecedor de luces y radios chillonas.

– En realidad, nada. -El hombre cruzó frente al portal del edificio pero no entró. Siguió caminando por la acera con rapidez-. Estamos aquí solo…

– ¿Cómo ha dicho? -Ella no había entendido la última palabra.

– Como protección -repitió el hombre alzando la voz-. Hemos venido como protección.

– ¿Entonces, Nadja…?

– Se encuentra perfectamente, aunque muy asustada. Y después de lo ocurrido con el profesor Craig, hemos decidido que lo mejor sería trasladarla a un lugar seguro.

Se sintió aliviada al oírle. Habían llegado al otro extremo de la calle, el hombre siempre delante. Una furgoneta se hallaba aparcada en la acera con las dos hojas de la puerta trasera entornadas. El hombre las abrió, y por un instante Elisa lo vio desaparecer entre ellas. Oyó su voz:

– Señorita Petrova, ha venido su amiga.

El hombre volvió a salir y se apartó para dejar paso a Elisa. Ella se asomó con una sonrisa de ansiedad.

En el interior de la furgoneta había otro hombre de traje blanco sentado junto a una camilla. La camilla estaba vacía. Una mano cubrió su nariz y sus labios, que aún sonreían.

24

¿Y entonces?

Aparqué el coche donde pude y eché a correr…

– Perdón. ¿No sucedió algo antes? ¿No es cierto que mientras iba en el coche tuvo una «desconexión»?

– Sí, creo que sí.

– ¿Qué es lo que vio…? Vamos, cálmese… Hoy habíamos empezado bien… ¿Por qué, al llegar a este punto…?

Era un día precioso para pasear. Por desgracia, se trataba de un patio muy pequeño, pero resultaba preferible a la habitación. A través de los rombos de las alambradas veía más alambradas, y a lo lejos la playa y el mar infinito. Una brisa oceánica removió el borde inferior de su bata. Llevaba una bata de papel (por Dios, una bata de papel, qué tacañería), pero al menos podía cubrirse, y el viento no era tan frío como había creído en un principio. Te acostumbrabas.

Le habían dicho que había olivos e higueras en la ladera oeste, que era invisible desde allí. De todas formas, con aquel paisaje ya tenía bastante: las retinas le dolieron ante el banquete de imágenes, pero fue una molestia momentánea. Logró dar varios pasos sin sentirse mareada, aunque al fin tuvo que apoyarse en los hilos de metal. Tras la segunda alambrada se movía un muñeco. Era un soldado, pero desde la distancia y con aquella forma de andar podría haber pasado por una aceptable versión de androide de película de efectos especiales. Cargaba un arma considerable al hombro y se desplazaba como si quisiera dejar claro que podía sobrellevar aquel peso sin problemas.

De pronto todo se ensombreció. Fue tal el cambio que pensó que el paisaje que contemplaba había mudado también. Pero solo era una nube cubriendo el sol.

– Volvamos a cuando tuvo esa visión del cuerpo de Nadja desmoronándose… ¿Recuerda?

– Sí…

– ¿Vio a alguien más? ¿Al sujeto a quien usted llama «él»? ¿El mismo de sus fantasías eróticas?

– ¿Por qué llora?

– Elisa, aquí no puede sucederle nada malo… Cálmese…

Pensó que había emergido de un inframundo, una caverna. Recordaba los últimos días como una sucesión de sombras inconexas. Le dolían las articulaciones y sus antebrazos mostraban huellas de punzadas: estaba llena de ellas, como rastros de diminutos piercings. Pero ya le habían explicado el motivo de aquellas inyecciones. La prioridad, en el estado en que se encontraba cuando la trajeron a la base, había sido sedarla. Le habían administrado grande dosis de tranquilizantes.

Era 7 de enero de 2012; le había preguntado la fecha al joven que vino a buscarla a la habitación. Llevaba traje a rayas y era muy simpático. Le informó que había pasado allí más de dos semanas. Luego la acompañó hacia la sala.

– No sé si sabe que «Dodecaneso» significa, en teoría, que tendría que haber solo doce islas -decía el joven con voz de cicerone mientras atravesaban pasillos que, inevitablemente, se bloqueaban en algún punto exigiendo tarjetas de identificación-. Pero en realidad hay más de medio centenar. Ésta se llama Imnia, creo que ya estuvo usted una vez… Es un centro muy completo: contamos con un laboratorio y un helipuerto. La estructura es semejante a las bases que posee en el Pacífico la DARPA, la Defense Advanced Research Projects Agency norteamericana. De hecho, colaboramos con el Departamento de Defensa Conjunta de la Unión Europea… -Se detenía a cada rato para mirarla, siempre atento-. ¿Se siente bien? ¿Se marea? ¿Tiene apetito? Le serviremos algo enseguida, podrá cenar con los demás… Cuidado, aquí hay un peldaño… Sus compañeros se encuentran perfectamente, no debe preocuparse. ¿Tiene frío?

Elisa sonrió. No podía sentir frío con aquella rebeca de lana sobre la blusa de tirantes de color negro. También llevaba vaqueros negros.

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