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– Ya me estás viendo. -Nadja cruzó las piernas revelando la abertura de la minifalda y la liga negra de la media. Estaba muy sexy. Elisa advirtió que hablaba un castellano perfecto, incluso sin acento. Iba a decírselo cuando Nadja añadió-: Sinceramente, pensé que te estaba obligando a venir.

– ¿Cómo pudiste pensar eso?

– Bueno, llevas seis años sin intentar ponerte en contacto conmigo. Habrías podido hacerlo, sabías que vivía en París… Pero quizá yo no te importaba.

– Tú tampoco me llamaste -se defendió ella.

– Es verdad, no me hagas caso. Lo que me pasa es que he vivido muy sola todo este tiempo. -De repente su voz se endureció-. Muy sola. Preocupada por gustarle. Cuidándome para él. Porque ya sabes cuánto nos desea…

– Sí, ya lo sé.

Aquella última frase la había hundido, impidiéndole enfadarse por los no tan velados reproches de su amiga. Tiene razón: me marché de casa sin esperarle como debía. Se levantó inquieta, y dio un breve paseo por la habitación mientras hablaba.

– Lo siento de veras, Nadja. Me hubiese gustado mantener el contacto entre ambas, te lo juro, pero tenía miedo… Sé perfectamente que él quiere que tenga miedo. Eso le gusta, y, teniéndolo, le complazco. No creo haber hecho nada malo: sigo con mi trabajo, doy clases, intento olvidar, y me preparo para recibirle… Te aseguro que trato de hacerlo lo mejor que puedo. Lo que ocurre es que tengo la sensación de estar detenida en algún sitio, esperando… ¿Qué? No lo sé. Es la sensación de esperar la que no soporto… No sé si me entiendes. -Se volvió hacia Nadja-. ¿No te ocurre lo…?

Nadja ya no estaba en el sofá. Ni en ninguna otra parte del salón.

En ese instante todas las luces se apagaron, incluyendo las del abeto. No se preocupó demasiado: sin duda se trataba de un cortocircuito en la planta que abastecía la ciudad. En cualquier caso, sus ojos empezaron a acostumbrarse a las tinieblas. Cruzó la habitación a tientas y distinguió el comienzo de un pasillo.

Llamó a Nadja, pero se sintió mal al oír el eco de su propia voz. Avanzó algunos pasos. De repente su zapato hizo crujir algo. Cristales. ¿Una bola del futuro hecha trizas? ¿La bola de su futuro? Miró hacia arriba y creyó distinguir que la lámpara del techo formaba un garabato negro. Ahí estaba la explicación del corte de luz.

Más tranquila, siguió caminando por el oscuro pasillo hasta alcanzar una suerte de encrucijada: una puerta abierta a la izquierda, otra cerrada a la derecha, esta última de vidrio esmerilado. Quizá fuera la entrada a la cocina. Se volvió hacia la de la izquierda y quedó rígida.

No estaba abierta sino arrancada. Las bisagras, cubiertas de polvo o serrín, sobresalían del marco como clavos torcidos. Más allá, la oscuridad era total. Se adentró en ella.

– ¿Nadja?

No oía nada, salvo sus pasos. En un momento dado un borde romo le golpeó el vientre. Un lavabo. Estaba en un cuarto de baño. Siguió caminando. Era un baño inmenso.

De repente comprendió que no se trataba de un baño, ni de una casa. El suelo lo formaba una capa espesa de algo que podía ser barro. Alargó una mano y tocó una pared que se hallaba como recubierta de moho. Tropezó con un objeto, oyó un chapoteo, se agachó. Era un trozo de cosa blanca, quizá un sofá roto. Y ahora distinguía, esparcidos a su alrededor, otros fragmentos de muebles destrozados. La temperatura era gélida y apenas había olores; solo uno, sutil pero persistente: mezcla de caverna y cuerpos, carne y cueva juntas.

Aquél era el lugar. Allí era. Ya había llegado.

Siguió caminado por aquella soledad arrasada y volvió a tropezar con otro de los muebles despedazados.

Entonces se dio cuenta.

No eran muebles.

Sin poderlo evitar, un hilo cálido se precipitó por sus muslos y formó un charco a sus pies. También quería vomitar, pero un nudo en la garganta le impedía la emisión de cosas o palabras. Sintió un mareo. Al tender la mano para apoyarse en la pared comprendió que lo que había tomado al principio por moho era la misma sustancia espesa y húmeda del suelo. Llenaba cada resquicio, cada lugar, incluso creyó distinguir que partes de aquella cosa colgaban del techo como telarañas.

Otra pared se había alzado en su camino, y se asombró al comprobar que podía trepar por ella. Pero se trataba del suelo, aunque no recordaba haberse caído. Se incorporó, quedó de rodillas. Se frotó los brazos y notó la piel desnuda. En algún momento del trayecto debía de haberse quitado toda la ropa, aunque ignoraba por qué lo había hecho. Quizá le había dado asco ensuciársela un rato antes.

De repente alzó la cabeza y la vio.

No le costó reconocerla, pese a la oscuridad: distinguía los bucles de su pelo blanco (aunque creía recordar que antes lo llevaba negro) y el contorno de su silueta. Pero notó enseguida que a Nadja le ocurría algo extraño.

Sin abandonar su postura arrodillada -no quería levantarse, sabía que él la estaba observando- tendió las manos: no percibió ni un atisbo de movimiento en aquellas piernas de mármol, pero tampoco daba la sensación de que estuviera paralizada. Su piel seguía tibia. Era como si bajo la carne de Nadja no hubiese nada que pudiera ejercer el oficio de moverse.

Súbitamente, una especie de puñado de arena le cayó en los ojos. Bajó la cabeza y se los frotó. Algo rozó su pelo. Volvió a levantar la cara y un grumo se estrelló contra su boca, haciéndola toser.

Fue consciente de la horrenda verdad: el cuerpo de Nadja se desmenuzaba como si estuviese hecho de azúcar en polvo y ella, al tocarlo, hubiese provocado un alud. Las mejillas, ojos, cabello, pechos…, todo se desprendía con un ruido como de viento barriendo nieve.

Quiso apartarse de aquel granizo que era la carne de Nadja, pero descubrió que no podía. La avalancha se lo impedía, era enorme, iba a quedar enterrada, se asfixiaría…

Y entonces, alzándose detrás de la figura que se desplomaba, surgió él.

– ¡Oiga, señora!

– Parece drogada…

– ¿Por qué nadie avisa a la policía?

– ¡Señora! ¿Se siente bien?

– ¿Puede apartar el coche, por favor? ¡Está estorbando el tráfico!

Otros rostros se sumaban a los más cercanos y decían otras cosas, pero Elisa observaba, sobre todo, al hombre que ocupa ha más de dos tercios de la ventanilla y a la mujer joven que se repartía el resto del cristal. Lo demás era el parabrisas, donde empezaban a aterrizar pequeñas gotas de lluvia nocturna.

Enseguida comprendió su situación: se hallaba detenida ante un semáforo en rojo, aunque solo Dios sabía cuántos verdes y amarillos habían desfilado antes de que despertara. Por que intuía que se había quedado dormida dentro del coche y había soñado que visitaba a Nadja y todo lo demás, incluyendo (por suerte, era un sueño) el horrible hallazgo de su cuerpo. Pero no, no se había dormido: lo supo al percibir la humedad en la pernera de su pantalón y el hedor a orines. Había sufrido una «desconexión», un «sueño de vigilia». Ya le había sucedido en otras ocasiones, aunque era la primera vez que le ocurría fuera de casa y que se orinaba encima.

– Lo siento… -dijo, aturdida-. ¡Lo siento, perdonen!

Movió la mano en un gesto de disculpa y el hombre y la mujer se dieron por satisfechos y se apartaron. El retrovisor mostraba toda una fila de airadas máquinas que se esforzaban por salvar el obstáculo que ella representaba. Se apresuró a maniobrar y aceleró. Justo a tiempo, se dijo al advertir en uno de los espejos laterales un chaleco fosforescente bajo una pelliza oscura: lo último que deseaba era que un policía la entretuviese.

Se encontraba ya en Moncloa, pero la densidad del tráfico en aquella noche de caos navideño y su propio deseo de llegar parecían haberse aliado para demorarla. En un momento dado se detuvo en medio de una calle de doble dirección entre un griterío de frenéticas bocinas y sirenas remotas. Estaba lloviznando, y eso empeoraba la situación. Giró el volante de su Peugeot hacia la acera. No quedaba ni un sitio libre, pero estacionó en doble fila, abandonó el vehículo y echó a correr por la acera con el bolso sujeto de las correas como un perro pequeño.

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