– No te pediré otra cosa, salvo que me escuches -continuó ella-. Son casi las once de la noche. Disponemos de una hora. Te agradecería que luego me dejaras en un taxi, si es que… eliges no acompañarme. -Él la miró-. Debo asistir a una reunión muy importante a las doce y media de esta noche. No puedo faltar. Tú puedes hacer lo que quieras.
– Te acompañaré.
– No… No lo decidas antes de oírme… -Se detuvo y respiró hondo-. Después puedes darme una patada y echarme del coche, Víctor. Y olvidar lo sucedido. Te juro que me parecerá bien silo haces…
– Yo… -susurró Víctor y tosió-. No voy a hacer eso. Adelante. Cuéntamelo todo.
– Empezó hace diez años -dijo ella.
Y de improviso, de forma muy fugaz pero inapelable, Víctor tuvo una intuición. Va a contarme la verdad. No está loca: lo que va a contarme es la verdad.
– Fue en aquella fiesta, a comienzos del verano de 2005, cuando tú y yo nos conocimos, ¿recuerdas?
– ¿La fiesta de inauguración de los cursos de verano de Alighieri? -Cuando me conoció a mí y a Ric, pensó-. Me acuerdo bien, pero… no sucedió nada en aquella fiesta…
Elisa lo miraba con los ojos muy abiertos. Su voz tembló:
– Esa fiesta fue el comienzo, Víctor.
II EL COMIENZO
Todos somos muy ignorantes, pero no todos
ignoramos las mismas cosas.
ALBERT EINSTEIN
4
Madrid,
21 de junio de 2005,
18.35 h
Había sido una tarde accidentada. Elisa casi no había llegado a tiempo para tomar el último autocar hacia Soto del Real debido a una discusión absurda (otra más) con su madre, que le reprochaba el perenne estado de desorden de su cuarto. Llegó a la estación cuando el autocar se ponía en marcha, y al correr hacia el vehículo una de sus zapatillas deportivas gastadas se quedó por el camino, por lo que tuvo que pedir que la esperasen. Los pasajeros y el conductor le dedicaron miradas de reproche al entrar. Pensó que aquellas miradas no se debían tanto a los escasos segundos que habían perdido por su culpa como a su aspecto, ya que llevaba una camiseta de tirantes de bordes ennegrecidos y unos pantalones vaqueros rotos y deshilachados a diversas alturas. Además, su pelo mostraba un desaseo notable, incrementado por su longitud, que, con los extremos rozándole la cintura, resultaba muy llamativa. Pero su descuidada imagen no era del todo culpa suya: durante los últimos meses había sufrido una presión inconcebible, de esa clase que solo conoce y comprende el estudiante universitario de cursos superiores en época de exámenes finales, y apenas había podido pensar en alimentarse y dormir, no digamos mantenerse presentable. Sin embargo, nunca le había preocupado su aspecto ni el de nadie. Le parecía completamente estúpido otorgarle importancia a una simple apariencia.
El autocar se detuvo a cuarenta kilómetros de Madrid, junto a un bello paraje próximo a la sierra de la Pedriza, y Elisa subió por el camino asfaltado y flanqueado de setos y almendros de la escuela de verano de Alighieri, el centro que, sin ella sospecharlo aún, la contrataría como profesora dos años después. El letrero de la entrada mostraba un borroso perfil del poeta Dante y, debajo, uno de sus versos: L'acquea ch’io prendo giá mai non si corse. En el folleto de los cursos Elisa había leído la traducción (hablaba inglés perfectamente, pero su provisión de idiomas de repuesto se agotaba en el inglés): «Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado». Era el lema de la universidad, aunque suponía que podía aplicarse a su caso, ya que el curso que estaba a punto de comenzar era único en el mundo.
Atravesó el aparcamiento y llegó a la explanada central, entre los edificios de docencia. Había allí mucha gente congregada escuchando a alguien que hablaba desde una tarima. Se abrió paso como pudo hasta las primeras filas, pero no vio a la persona que buscaba.
– … dar la bienvenida a todos los matriculados, y también… -decía en aquel momento, frente al micrófono, un hombre calvo de traje de lino y camisa azul (sin duda el director de los cursos), poseído por ese aire de importancia que adquieren todos los que saben que han de ser escuchados.
De repente alguien susurró junto a su oído:
– Perdona… ¿Eres, por casualidad, Elisa Robledo?
Se volvió y vio a John Lennon. Es decir, uno de los millares de Lennons que pululan por las universidades de todo el mundo. Aquel clon en particular llevaba las gafas de rigor, redondas y metálicas, y una abundante mata de pelo completamente rizado. Miraba a Elisa con intensa concentración y tan ruborizado como si su cabeza fuese producto de una inflamación de su cuello. Cuando ella asintió, el chico pareció adquirir seguridad y realizó un tímido intento de sonrisa con sus carnosos labios.
– Te han nombrado la primera de todas en la lista de los admitidos al curso de Blanes… Enhorabuena. -Elisa se lo agradeció, pese a que, como era natural, ya lo sabía-. Yo soy el quinto admitido. Me llamo Víctor Lopera, vengo de la Complutense… Tú eres de la Autónoma, ¿verdad?
– Sí. -No le sorprendía que los desconocidos supieran cosas sobre ella: su nombre y su foto habían aparecido con cierta frecuencia en las revistas universitarias. Le traía sin cuidado su pequeña fama de empollona, incluso le desagradaba, sobre todo porque parecía ser lo único que a su madre le gustaba de ella-. ¿Ha venido Blanes? -preguntó a su vez.
– No ha podido, según parece.
Elisa hizo una mueca de contrariedad. Había acudido a aquel estúpido evento con el solo propósito de ver por primera vez en persona al físico teórico vivo a quien más admiraba junto a Stephen Hawking. Tendría que esperar al inicio del curso que el propio Blanes impartiría al día siguiente. Estaba pensando si debía irse o quedarse cuando oyó de nuevo la voz de Lennon-Lopera.
– Me alegra que vayamos a ser compañeros. -Volvió a sumirse en el silencio. Parecía pensar mucho las cosas antes de decidirse a soltarlas. Elisa supuso que sería tímido, o quizá peor que eso. Sabía que casi todos los buenos estudiantes de física tenían rarezas, incluyéndola a ella. Repuso cortésmente que también se alegraba y aguardó.
Tras otra pausa, Lopera dijo:
– ¿Ves a ese de la camisa morada? Se llama Ricardo Valente, pero todo el inundo le llama Ric. Es el segundo admitido. Fue… Somos amigos.
Ah, vaya. -Elisa recordaba su nombre perfectamente porque lo había leído justo debajo del suyo en el listado de calificaciones de la prueba, y porque se trataba de un apellido singular: «Valente Sharpe, Ricardo: 9,85». Ella había sacado 9,89 sobre diez, de modo que aquel chico había quedado tan solo a cuatro centésimas de ella. Eso también le había llamado la atención-. Así que ése es el tal Valente Sharpe.
Era un muchacho flaco, de pelo corto y pajizo y perfil aguileño. En aquel momento parecía tan concentrado como cualquiera en las palabras del orador, pero era innegable que poseía un aire «distinto» a la media de estudiantes, y de eso se percató Elisa enseguida. Además de la camisa morada, vestía chaleco y pantalones negros, lo cual le hacía destacar en un mundo presidido por camisetas y vaqueros viejos. A no dudar, se creía «especial». Bienvenido al club, Valente Sharpe, pensó con cierto desafío.
En ese instante el joven movió la cabeza y la miró. Tenía unos prodigiosos ojos azul verdosos, pero algo fríos e inquietantes. Si reparó en Elisa de algún modo, no dio muestras de ello.
– ¿Te quedas a la fiesta? -preguntó Lopera cuando Elisa hizo ademán de retirarse.
– No lo sé aún.
– Bueno… Pues ya nos veremos.
– Claro.
En realidad, pensaba marcharse cuanto antes, pero cierta pereza la hizo demorarse cuando los breves aplausos tras el discurso dieron paso a la música y a la desbandada de estudiantes en dirección al puesto de bebidas, instalado en una zona inferior de la explanada. Se dijo que, ya que había venido con tanto esfuerzo, tras un deplorable viaje en autocar, no hacía mal quedándose un rato, aunque sospechaba que aquello no iba a ser otra cosa que una aburrida fiesta en un ambiente vulgar.