Tal sensación duró exactamente veinte segundos, el tiempo que pasó en el exterior.
Cuando penetró por la puerta del segundo barracón, que era más amplio, y se vio envuelta en luces artificiales, paredes, metálicas y cristaleras con marcos de acero que revelaban un comedor funcional, toda idea de paraíso se esfumó de su mente. Solo persistió su orgullo profesional al recordar las palabras de Valente: Mi solución era correcta.
– La estación científica también tiene forma de herradura, o más bien de tenedor -le explicó Ric dibujando en el aire-: el primer barracón es el más cercano al helipuerto, y alberga los laboratorios; el segundo es el brazo central y contiene la sala de proyección, el comedor y la cocina con la trampilla de acceso al la despensa; el tercero es el de los dormitorios. El brazo transversal corresponde a una especie de sala de control, o al menos así la llaman. Yo he estado solo una vez, pero quiero repetir, hay ordenadores de última generación y un acelerador de partículas de la hostia, un tipo nuevo de sincrotrón. Ahora nos dirigimos a la sala de proyección…
Señalaba una puerta abierta a la izquierda desde la que llegaban palabras en inglés. Hasta ese momento Elisa no había encontrado a nadie: suponía que el equipo no debía de ser muy numeroso. Cheryl Ross apareció de repente por aquellas puertas, en camiseta y vaqueros, pero manteniendo el mismo peinado e idéntica sonrisa que por la noche. Elisa se despidió del idioma castellano en cuanto la vio.
– Buenos días -dijo Ross en tono musical-. ¡Ahora mismo iba a buscaros! El jefe no quiere comenzar hasta que no estemos todos, ya lo conocéis… ¿Cómo ha sido tu primera noche en Nueva Nelson?
– He dormido como un tronco -mintió Elisa.
– Me alegro.
La sala semejaba el interior de un cine de hogar preparado para una decena de espectadores. Las butacas consistían en sillas dispuestas en hileras de tres. En la pared del fondo había una consola con un teclado de ordenador y en la opuesta una pantalla de unos tres metros de longitud.
Pero en aquel momento lo que más interesó a Elisa fue la gente: se levantaron haciendo un ruido espectacular con las sillas. Hubo una confusión de manos y besos en la mejilla cuando Valente la presentó como «la que faltaba». Obligada a pensar en inglés, Elisa se dejó arrastrar por los acontecimientos. Ya conocía de vista a Colin Craig, un tipo joven y atractivo, de pelo corto, gafas redondas y barbita rodeando la boca. Recordó que la hermosa mujer de largo pelo castaño era Jacqueline Clissot, pero ésta mantuvo las distancias y solo le tendió la mano. Quien no guardó ninguna distancia fue Nadja Petrova, la chica del pelo albino, que la besó afectuosamente y provocó risas intentando pronunciar «También soy paleontóloga» en castellano.
– Me alegro de conocerte -agregó en otra pirueta lingüística, y a Elisa le agradó mucho su esfuerzo por hablar en su idioma.
Valente, por su parte, montó una de sus típicas escenas para presentar a la otra mujer, flaca, madura; de rostro anguloso y arrugado, con una ostensible nariz salpicada de pecas. Depositó un brazo sobre sus hombros haciéndola sonreír con embarazo.
– Te presento a Rosalyn Reiter, de Berlín, amada discípula de Reinhard Silberg, graduada en historia y filosofía de la ciencia pero actualmente dedicada a un campo muy especial.
– ¿Cuál? -preguntó Elisa.
– Historia del cristianismo -repuso Rosalyn Reiter.
Elisa no modificó su tono de cortés alegría, pero estaba pensando en otra cosa. Contemplaba las caras de las personas con las que tendría que trabajar, y mientras tanto reflexionaba. Dos paleontólogas y una experta en historia del cristianismo… ¿Qué significa esto? En ese instante Craig señaló algo.
– Ya está aquí el Consejo de Sabios.
Por la entrada desfilaron David Blanes, Reinhard Silberg y Sergio Marini. Este último cerró la puerta tras de sí.
Aquel gesto hizo pensar a Elisa en una selección: los que vivirán en el paraíso y los expulsados; los admitidos a la gloria eterna y los que se quedarían en tierra. Los contó: eran diez, con ella incluida.
Diez científicos. Diez elegidos.
En el silencio que siguió todos ocuparon los asientos. Solo Blanes permaneció de pie frente a los demás, dando la espalda a la gran pantalla. Al ver cómo se agitaban los papeles que sostenía, Elisa casi creyó que soñaba.
Blanes estaba temblando.
– Amigos: hemos esperado a que todos los participantes en el Proyecto Zigzag estuvieran presentes para ofrecer las explicaciones que, sin duda, estaréis deseando escuchar… Me apresuro a deciros esto: los que nos encontramos hoy en esta sala podemos considerarnos muy afortunados… Vamos a contemplar lo que ningún ser humano ha visto jamás. No exagero. En ocasiones veremos cosas que ninguna criatura, viva o muerta, ha visto nunca desde el comienzo del mundo…
Un gélido torrente de escalofríos había dejado a Elisa paralizada.
Las aguas por las que navegaré nadie las ha surcado.
Se irguió en el asiento preparándose para introducirse, junto a sus nueve asombrados compañeros, en aquellas aguas desconocidas.
IV EL PROYECTO
Todo lo que es, es pasado.
ANATOLE PRANCE
14
No tardaría en llegar.
El preámbulo fueron aquellos ojos.
Luego vendría la sombra.
Aunque aún no lo sabía, la oscuridad más honda de su vida ya había nacido.
Y la aguardaba en algún lugar cercano del futuro.
Sergio Marini era lo que no era Blanes: elegante y seductor. Delgado, de ondulado pelo oscuro, piel bronceada, rostro terso y encantadora sonrisa, sabía impostar su voz de basso para cautivar los oídos de sus estudiantes milaneses. Nacido en Roma y graduado en la prestigiosa Scuola Normale Superiore de Pisa, de donde habían salido talentos de la talla de Enrico Fermi, se había doctorado en la Sapienza. Tras el período norteamericano de rigor, Grossmann lo había llamado a Zurich, donde había conocido a Blanes y elaborado junto a él la «teoría de la secuoya». «Junto a él» significaba -en palabras textuales de Marini, con las que siempre hacía referencia a aquellos años de trabajo en común- que «yo lo dejaba calcular en paz y acudía presuroso cuando me llamaba para contarme los resultados».
Tenía, por tanto, otra cosa que en Blanes escaseaba: sentido del humor.
– Una noche de 2001 llenamos de agua hasta la mitad un vaso de cristal. Luego lo dejamos sobre la mesa del laboratorio durante treinta horas seguidas. Al cabo de ese tiempo, David lo estrelló en el suelo: ésa fue su única contribución experimental a la teoría. -Miró a Blanes, que se había unido a las risas-. No te enfades, David: tú eres el teórico, yo soy el del martillo y los clavos, ya sabes… Nuestra idea era la siguiente… Oh, bueno, explícalo tú. A ti te sale mejor el rollo.
– No, no, tú mismo.
– Por favor, tú eres el padre.
– Y tú la madre.
Intentaban improvisar un espectáculo, y no les salía mal. Eran como dos humoristas de cabaret barato: el torpe y el astuto, el guapo y el feo. Elisa los miraba y podía entender los años de trabajo en solitario sin resultados y la desbordante ilusión del primer éxito.
– Bueno, por lo visto me toca a mí -dijo Blanes-. En fin, veamos. Ya sabéis que, según la «teoría de la secuoya», cada partícula de luz transporta, arrolladas en su interior, las cuerdas de tiempo, como esos círculos del tronco de la secuoya que se van agregando alrededor del centro conforme crece. El número de cuerdas no es infinito, pero sí gigantesco, inconcebible: es el número de Tiempos de Planck que han transcurrido desde el origen de la luz…
Hubo algunos murmullos y Marini gesticuló con voz quejosa.