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– La profesora Clissot quiere saber lo que es un Tiempo de Planck, David… ¡No desprecies a los que no son físicos, por mucho que se lo merezcan!

– Un Tiempo de Planck es el intervalo de tiempo más pequeño posible -explicó Blanes-. Es el que tarda la luz en recorrer una Longitud de Planck, que es la longitud más diminuta que posee existencia física. Para que os hagáis una idea: si un solo átomo tuviera el tamaño del universo, una Longitud de Planck sería del tamaño de un árbol. El tiempo que invierte la luz en recorrer esa mínima distancia es el Tiempo de Planck. Equivale, aproximadamente, a una septillonésima de segundo: no hay ningún suceso en el universo que dure menos que eso.

– No has visto a Colin comiendo bocadillos de foie-gras -apostilló Sergio Marini. Craig levantó la mano en un gesto de asentimiento. Fue la primera vez que Elisa vio a Blanes lanzar una carcajada, pero el físico español retornó a la seriedad casi de inmediato.

– Cada cuerda de tiempo equivale, pues, a un Tiempo de Planck específico, y contiene todo lo reflejado por la luz en ese brevísimo intervalo. Con los necesarios ajustes matemáticos en las ecuaciones (usando variables de tiempo local, por ejemplo), la teoría nos decía que era posible aislar e identificar las cuerdas cronológicamente, y hasta abrirlas. No se requería mucha energía, pero sí una cantidad exacta. «supraselectiva», la bautizó Sergio. Si se empleaba la energía supraselectiva apropiada, las cuerdas de un determinado período temporal podrían abrirse y mostrarían imágenes de ese período. Ahora bien, esto se trataba, tan solo, de un hallazgo matemático. Durante más de diez años fue solo eso. Por fin, un equipo liderado por el profesor Craig diseñó el nuevo sincrotrón, y con él fuimos capaces de obtener esa clase de energía supraselectiva. Pero no obtuvimos resultados hasta la noche en que rompimos aquel vaso. Sigue tú, Sergio. Ahora llega la parte que te gusta.

– Grabamos la imagen del vaso roto en vídeo y la enviamos a un acelerador de partículas -continuó Marini-. Ya sabéis que una imagen de vídeo no es otra cosa que un haz de electrones. Aceleramos esos electrones hasta una energía que se mantuviera estable con un margen de varios decimales y los hicimos colisionar con un chorro de positrones. Las partículas resultantes debían de contener las cuerdas abiertas en un período equivalente a dos horas antes de la rotura del vaso. Reconvertimos estas partículas en un nuevo haz de electrones, las hicimos chocar contra una pantalla de televisión, utilizamos un software para perfilar la imagen, y al encender la pantalla… ¿qué vimos?

– El vaso roto en el suelo -dijo Blanes, y de nuevo estallaron las risas.

– Eso ocurrió durante el primer centenar de intentonas, cierto -admitió Marini-. Pero esa noche de 2001 fue diferente: conseguimos una imagen del vaso intacto sobre la mesa. Esa imagen nunca la habíamos filmado, ¿comprendéis? Procedía del pasado: en concreto, de dos horas antes de empezar a filmar… Tíos, esa noche nos fuimos a la ciudad a emborracharnos. Recuerdo haber estado en un pub de Zurich con David, completamente ciegos los dos, cuando un suizo no menos cocido que nosotros me preguntó: «¿Por qué tan contento, amigo?». «Porque conseguimos el vaso intacto», le respondí. «Qué suerte -dijo él-, yo ya he roto tres esta noche.»

– ¡No es un chiste, ocurrió así! -decía Blanes mientras las carcajadas resonaban en la pequeña sala. Hasta Valente, que siempre se mostraba distante con las bromas del «vulgo» (según Elisa), parecía divertirse de lo lindo.

– Cuando mostramos esa imagen a los que debían aflojar la pasta -siguió Marini-, ¡uf!, entonces sí empezamos a recibir financiación de verdad… Eagle Group tomó las riendas y comenzó la construcción de esta estación científica en Nueva Nelson. Colín os contará el resto…

Colin Craig se levantó y Marini ocupó su asiento. Aún perduraba la diversión y los comentarios en voz alta. Nadja estaba roja de risa, la señora Ross (que había lanzado una inesperada y estrepitosa carcajada con la anécdota del borracho) se secaba las lágrimas. El ambiente en la sala era alegre y distendido.

Sin embargo, Elisa percibía algo.

Un detalle distinto, incongruente.

Creyó detectarlo en las miradas que se lanzaban entre sí Marini, Blanes y Craig. Era como si la consigna fuera: «Más vale que se diviertan con la primera parte».

Quizá el resto no sea tan agradable, supuso.

– A mí se me encargó coordinar todos los cacharros del proyecto -dijo Craig-. En 2004 se lanzaron, en secreto, una decena de satélites con órbitas geosíncronas, o sea, se los programó para girar de acuerdo con el movimiento de la Tierra. Sus cámaras poseen una resolución de medio metro en gama de colores multiespectrales, y abarcan unos doce kilómetros de área. Están preparadas para tomar secuencias telemétricas de cualquier lugar de nuestro planeta, de acuerdo con las coordenadas que se les suministren desde Nueva Nelson. Dichas imágenes son reenviadas a nuestra estación en tiempo real (de ahí el nombre del proyecto, «Zigzag», por la trayectoria de bumerán que realiza la señal, desde la Tierra al satélite y de éste a la Tierra), donde un ordenador las procesa a veintidós bits, aislando la zona geográfica que interesa explorar. Eso no nos da para contar el número de pelos en la cabeza de Sergio…

– Pero sí en la de David, que tiene pocos -terció Marini.

– Exacto. En una palabra: podemos observar lo que queramos y cuando queramos, como ocurre con los satélites-espía militares. Os pondré un ejemplo. -Craig caminó hacia la consola del ordenador mientras se ajustaba las gafas de alambre con un gesto delicado. A Elisa le pareció que era un hombre con elegancia natural, capaz de no llamar la atención si acudía a una recepción en el palacio de Buckingham con la camiseta y los vaqueros que llevaba en aquel momento. Tras un rápido tecleo en la pantalla apareció un dibujo a gruesos trazos de las pirámides de Egipto. En una esquina, dos momias de pie: sus rostros eran fotos cortadas y pegadas de las facciones de Marini y Blanes. Hubo risitas-. Supongamos que le pedimos a los satélites una secuencia del delta del Nilo. Los satélites la captan, nos la envían, un ordenador la procesa y obtiene una serie de planos de las pirámides. Después de hacer pasar el haz de electrones por nuestro sincrotrón, recuperamos las partículas recién formadas y otro ordenador se encarga de perfilar y grabar la nueva imagen. Si la cantidad de energía ha sido la correcta, podríamos ver la misma zona espacial, las pirámides de Egipto, pero, pongamos, tres mil años antes… Con un poco de suerte, veríamos, durante unos cuantos segundos, la construcción de una pirámide, o la ceremonia del entierro de un faraón.

– Increíble -oyó Elisa murmurar a Nadja, dos asientos a su izquierda.

Marini se levantó de repente.

– Oye, Colin, vamos a convencer al público de que no contamos fantasías…

Craig tecleó en la consola. En la pantalla apareció una imagen borrosa pero identificable, de un tenue color rosa pálido, casi sepia, como el de las fotos antiguas.

Hubo un repentino silencio.

Elisa sintió una emoción ambigua: como si deseara reír y llorar al mismo tiempo. Valente, en el asiento contiguo, se inclinó hacia delante con la boca abierta, como un niño al descubrir el regalo más soñado, el que pensó que nadie le regalaría.

La fotografía no aparentaba merecer tanto: mostraba, simplemente, un primer plano de un vaso de cristal lleno de agua hasta la mitad y colocado sobre una mesa.

– Lo increíble de esta imagen -dijo Marini con calma- es que nunca fue fotografiada. La extrajimos de la filmación de veinte segundos que mostraba la misma mesa, pero con el vaso roto en el suelo dos horas después. Estáis contemplando la primera imagen real del pasado que el ser humano ha visto nunca.

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