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– Señorita…

– Quiero hablar con el profesor Blanes. A fin de cuentas, voy a trabajar con él.

– Ya le he dicho que no está aquí.

– Pues quiero que alguien me diga en qué voy a trabajar, al menos.

– No puede saberlo -dijo otra voz en perfecto inglés.

El hombre acababa de salir de una puerta junto al espejo, a espaldas de Elisa. Era alto, delgado, vestía un traje de corte impecable. Su pelo rubio tenía canas en las sienes y su bigote estaba recortado con esmero. Lo acompañaba otro hombre de baja estatura, corpulento. Resulta que sí me estaban espiando. Su corazón dio un brinco.

– Entiende el inglés, ¿verdad? -prosiguió el hombre alto con aquella voz de violonchelo, acercándose. A diferencia de Cassimir, no le tendió la mano ni fingió ningún tipo de cordialidad. Sus ojos fueron lo que más impresionó a Elisa: eran azules y fríos como taladros de diamante-. Me llamo Harrison, y este señor se llama Carter. Somos los encargados de seguridad. Se lo repito: no puede saber nada. Nosotros mismos no sabemos nada. Se trata de un trabajo relacionado con las investigaciones del profesor y considerado «material clasificado». El profesor precisa de la colaboración de científicos jóvenes, y usted ha resultado elegida.

El hombre dejó de hablar cuando dejó de caminar: se había situado frente a ella y clavaba aquellas agujas azules en su rostro. Tras una pausa agregó:

– Si acepta, firme. Si no, regresará a España y asunto concluido. ¿Alguna pregunta?

– Sí, varias. ¿Me han estado vigilando?

– En efecto -repuso el tipo con desinterés, como si ese aspecto fuese el más obvio e intrascendente-. La hemos estudiado, hemos controlado sus movimientos, hemos hecho que responda a un cuestionario, hemos indagado en su vida privada… Lo mismo ha ocurrido con otros candidatos. Todo es legal, está aprobado por convenciones internacionales. Se trata de pura rutina. A la hora de solicitar un trabajo normal, usted entrega un currículo y responde unas preguntas en una entrevista, y eso no le parece mal, ¿correcto? Pues ésta es la rutina a la hora de solicitar un trabajo etiquetado como «material clasificado». ¿Más preguntas?

Elisa se detuvo a reflexionar. Por su mente cruzaban relámpagos con el rostro de Javier Maldonado y el sonido de su voz. «El buen periodismo se hace con informaciones recopiladas pacientemente.» Hijo de puta. Pero enseguida se calmó. Él solo hacía su trabajo. Ahora ha llegado el turno de hacer el mío.

– ¿Pueden decirme, al menos, si me quedaré en Zurich?

– No, no se quedará. En cuanto firme será trasladada a otro lugar. ¿Ha leído el epígrafe «Aislamiento y filtros de seguridad»?

– La segunda página del grupo azul -la ayudó Cassimir, interviniendo por primera vez en la nueva conversación.

– El aislamiento será completo -dijo Harrison-. Todas las llamadas que haga, todos los contactos con el exterior a través de cualquier medio, deberán pasar por un filtro. En lo que al mundo respecta, e incluyo a familiares y amigos, usted seguirá en Zurich. Cualquier imprevisto que surja derivado de esta situación será responsabilidad nuestra. Usted no tendrá que preocuparse, por ejemplo, de que su familia o amigos la visiten por sorpresa y descubran que no está: nos encargaremos nosotros.

– Cuando dice «nosotros», ¿a quién se refiere?

El hombre sonrió por primera vez.

– Al señor Carter y a mí. Nuestra misión es procurar que usted solo tenga que pensar en ecuaciones. -Consultó su reloj de pulsera-. El tiempo de las preguntas se ha agotado. ¿Firmará o aguardará aquí el próximo avión hacia Madrid?

Elisa contempló los papeles sobre la mesa.

Tenía miedo. Un miedo que al principio calificó como «normal» -cualquiera en su situación lo tendría-, pero que luego comprendió que ocultaba algo más. Como si una voz más sabia dentro de ella le gritara: No lo hagas.

No firmes. Vete.

– ¿Puedo leer todo esto más despacio mientras me tomo un vaso de agua? -dijo.

Las experiencias misteriosas pueden resultar imborrables, pero, al mismo tiempo, y paradójicamente, los detalles que recordamos sobre ellas quizá sean nimios, inconexos y hasta estúpidos. Nuestro grado de alteración nos graba a fuego en la memoria determinadas percepciones, pero a la vez impide que éstas sean las más adecuadas para describir objetivamente el conjunto.

De aquel primer viaje, embriagada por los nervios, Elisa albergaba escenas triviales. Por ejemplo, la discusión que mantuvo Carter, el hombre corpulento (que fue quien la acompañó, porque a Harrison no volvió a verlo hasta mucho después), con uno de sus subordinados mientras subían al avión de diez plazas que les aguardaba aquel mediodía en el aeropuerto de Zurich, discusión surgida, al parecer, por la obsesiva duda de si «Abdul se encontraba en su puesto» o si «Abdul se había marchado» (nunca supo quién era Abdul). O las manos grandes, peludas y venosas de Carter, sentado al otro lado del pasillo del avión mientras sacaba del maletín un dossier. O el olor a flores y gasóleo (si tal mezcla era posible) del aeropuerto en el que aterrizaron (le dijeron que pertenecía a Yemen). O el divertido momento en que Carter tuvo que enseñarle a ponerse el chaleco salvavidas y atarse el casco mientras subían al enorme helicóptero que aguardaba en una pista apartada: «No se asuste, son normas de seguridad en los vuelos largos con helicópteros militares». O el pelo cortado a cepillo de Carter y su ligera barba espolvoreada de canas. O sus maneras algo bruscas, sobre todo cuando daba órdenes por teléfono. O el calor que sintió con el casco puesto.

Todas y cada una de aquellas insignificancias constituyeron su experiencia del día más corto y la noche más larga de su vida (viajaban hacia el este). Con aquellas piezas tuvo que apañarse a lo largo de los años para reconstruir un trayecto de más de cinco horas, entre avión y helicóptero.

Pero, de entre todos los recuerdos que el ácido del tiempo fue disolviendo, uno se mantuvo indeleble, nítido hasta el fin, y ella lo recuperaba intacto cada vez que rememoraba aquella aventura.

La palabra que figuraba en la portada del dossier que extrajo Carter de la maleta.

Más que ninguna otra cosa, aquella curiosa expresión fue su resumen visual del día. Y los acontecimientos posteriores harían que no la olvidara jamás.

«Zigzag.»

13

«Imagine el que quiera entender cuanto vi»: la curiosa frase figuraba, en inglés, al pie de un dibujo que mostraba a un hombre contemplando dos círculos de luces en el cielo. Estaba buscando algo de ropa que ponerse cuando aquel dibujo llamó su atención. Se hallaba en una pegatina adosada a la pared del cabecero de su cama, pero no se había fijado en él hasta entonces.

Fue en ese momento.

No se trató de un pensamiento racional, sino de una especie de sensación física, un calor en las sienes. Estaba desnuda, y eso agudizó su alarma. Volvió la cabeza y miró hacia la puerta.

Y vio los ojos.

No era que no lo hubiese esperado. Le habían avisado de que tal eventualidad podía llegar a producirse: en Nueva Nelson no iba a gozar precisamente de su amada vida íntima. Se lo había dicho la señora Ross la noche anterior, al recibirla en el terreno arenoso donde el helicóptero se había posado (es decir, aquella misma noche, las horas se mezclaban en su cabeza). La señora Ross había estado, en verdad, muy amable, incluso afectuosa: Su sonrisa, mientras la aguardaba al pie del helicóptero, alcanzaba a rozar los dorados pendientes en forma de trébol que llevaba en cada lóbulo. Le tendió ambas manos.

– Welcome to New Nelson! -exclamó en tono entusiasta cuando se alejaron del ensordecedor rugido de las aspas, como si todo aquello se tratara de una gran fiesta y ella fuese la encargada de atender a los invitados y organizar los juegos.

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