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Pero no era una fiesta. Era un lugar muy oscuro y cálido, especialmente oscuro y cálido, donde flotaban luces de reflectores iluminando esqueletos de alambradas. Una brisa marina como jamás había sentido antes en ninguna playa desordenó su pelo y, pese a que tenía los oídos taponados, percibió extraños rumores.

– Estamos a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del archipiélago de las Chagos y a unos trescientos al sur de las Maldivas, en pleno océano Índico -continuó la señora Ross en inglés, avanzando a saltos por la arena-. La isla la descubrió un portugués que la llamó «La Gloria», pero cuando pasó a ser colonia británica fue rebautizada como Nueva Nelson. Perteneció al BIOT (el British Indian Ocean Territory) hasta, 1992, pero ahora forma parte de unos terrenos adquiridos por un consorcio de empresas de la Unión Europea. Es un bendito paraíso, ya verás. Aunque, no creas, es más pequeña que la palma de tu mano, apenas algo más de once kilómetros cuadrados. -Habían cruzado la alambrada a través de una verja que un soldado (no un policía, sino un soldado armado hasta los dientes; ella nunca había pasado tan cerca de alguien que llevara armas así) mantenía abierta. Elisa se volvió para comprobar si el señor Carter las seguía, pero solo vio a otro par de soldados junto al helicóptero que acababa de abandonar-. La conocerás bien por la mañana. Supongo que estás cansada.

– No mucho. -En realidad le parecía como si hubiese olvidado qué había que hacer para cansarse.

– ¿No tienes sueño?

– En mi casa… -Se interrumpió al comprender que estaba hablando en español. Rápidamente lo tradujo-. En mi casa suelo acostarme tarde.

– Ya veo. Pero son las cuatro y media de la madrugada.

– ¿Qué?

La risa de la señora Ross resultaba agradable. Elisa también rió al comprender su error. En su reloj no habían dado aún las once de la noche. Bromeó un poco sobre el tema: no quería que la señora Ross pensara que se trataba de una novata en cuestión de viajes, lo cual tampoco era cierto. Pero sus nervios le jugaban malas pasadas.

Caminaron hasta el último barracón de una hilera de tres. La señora Ross abrió una puerta y penetraron en un pasillo iluminado por pequeñas bombillas, como las usadas en las salas de cine cuando se apagan las luces. Pero lo que Elisa percibió con más intensidad fue el cambio de temperatura, incluso de atmósfera: del pegajoso entorno del aire libre al recinto clausurado de aquellas casas portátiles. El pasillo se hallaba flanqueado de puertas con curiosas mirillas. La señora Ross abrió otra puerta al fondo, se detuvo en la primera de la izquierda, hizo girar el picaporte sin usar llave alguna y encendió las luces de un cuarto adyacente.

– Ésta es tu habitación. Ahora no se ve bien porque por las noches solo se deja conectada la luz del baño, pero…

– Es estupenda.

En verdad, había pensado que viviría en una especie de «zulo». Pero el lugar era espacioso -más tarde contaría unos buenos cinco metros de ancho y tres de largo- y estaba pulcramente amueblado con un armario, un pequeño escritorio y una cama en el centro con su mesilla. A partir de la cama la habitación se estrechaba con la otra dependencia, cuya puerta la señora Ross se apresuró a abrir. «El cuarto de baño», dijo.

Ella se limitaba a asentir y a comentar todo lo bueno, pero la señora Ross fue al grano de inmediato, en una especie de interrogatorio «de mujer a mujer»: cuántas mudas de ropa había traído, si usaba un champú especial, qué clase de compresas necesitaba, si tenía pijama o dormía sin él, si disponía de traje de baño, etc. Luego le señaló la puerta de entrada y Elisa se percató de que también poseía una mirilla rectangular de cristal, al estilo de las que se veían en tantas películas en las celdas de los locos peligrosos. Le produjo una rara sensación. Había otra mirilla idéntica en la puerta del baño, que asimismo carecía de cerradura y pestillo.

– Son instrucciones de seguridad -le explicó Ross-. Ellos lo llaman «cabinas de baja privacidad grado dos». Para nosotras lo que significa es que cualquier morboso puede espiarnos. Por suerte, estamos rodeadas de hombres serios y decentes.

Elisa cedió de nuevo a la tentación de sonreír, pese a que aquella pérdida de intimidad le provocaba un cúmulo de extrañas sensaciones que, en conjunto, resultaban desagradables. Pero parecía que al lado de la señora Ross nada podía ser malo.

Antes de que su anfitriona la dejara, Elisa la contempló bajo el escrutinio de la luz del baño: regordeta y madura, quizá más de cincuenta años, vestida con un chándal plateado y zapatillas deportivas, perfectamente maquillada, con el pelo como recién modelado por un estilista, pendientes, anillos y pulseras dorados. Una tarjeta pellizcaba el chándal con su foto, su nombre y su cargo: «Cheryl Ross. Scientific Section».

– Me da pena haberla hecho levantarse de madrugada a causa de mi llegada -se excusó Elisa.

– Para eso estoy. Ahora debes descansar. Mañana, a las nueve y media (bueno, dentro de cuatro horas más o menos), habrá una reunión en la sala principal. Pero antes puedes ir a la cocina a desayunar. Y cualquier cosa que precises a lo largo de estos días, habla con Mantenimiento.

Aquella última frase le hizo pensar que la señora Ross aguardaba una pregunta. La complació.

– ¿Dónde está Mantenimiento?

– Estás viendo a Mantenimiento -dijo la señora Ross, en efecto complacida.

«Imagine el que quiera entender cuanto vi», decía la frase del adhesivo. Se había inclinado para leerla cuando se percató de que no estaba sola.

Los ojos la observaban con la fijeza de los reptiles.

Comprendía que no tenía que haberse asustado de aquella ridícula forma, pero no pudo evitar dar un respingo y retroceder de un salto mientras se llevaba una mano a los pechos y otra al pubis y se preguntaba dónde rayos había dejado la toalla. Cierta parte de su conciencia, más indulgente, la comprendía. Después de no haber pegado ojo durante las horas de descanso debido a los estresantes acontecimientos (ayer estaba en Madrid despidiéndome de mi madre y Víctor, y esta mañana estoy en pelotas en una isla en mitad del Índico, por Dios), la fatiga había hecho mella en ella mermando su umbral nervioso. Pese a todo, el entusiasmo no la había abandonado. Se había levantado mucho antes de la hora prevista, tras advertir luz a través de un rectángulo acristalado en la pared del fondo, y se había quedado boquiabierta al asomarse por él. Una cosa es saber que estás en una isla y otra, muy distinta, contemplar un oscuro horizonte de olas movedizas mecerse brutalmente casi al alcance de tu mano, más allá de un cerco de alambradas, palmeras y playa. Luego decidió darse una ducha, y se quitó la camiseta y las bragas sin pensar en mirillas ni vigilancia de ningún tipo. El baño disponía del espacio imprescindible para que sus rodillas no rozaran la pared cuando se sentaba en el retrete, pero aun así el agua que cayó sobre su cuerpo en el cuadrado de metal sin cortinas le pareció deliciosa, a la temperatura justa. Encontró una toalla y se secó. Salió del baño secándose y examinó con el ceño fruncido la mirilla de cristal: estaba oscura. No le gustaba exhibirse, pero tampoco iba a modificar sus costumbres por eso. Arrojó la toalla a… a algún condenado lugar (¿dónde, joder?) y abrió la cremallera de su maleta en busca de ropa.

Entonces se fijó en la decoración de la pared que hacía de cabecero de la cama: pegatinas y postales como puestas allí para dar un aire más confortable al cubo forrado de aluminio que la albergaba. Se acercó para ver la que más le atraía y, de repente, tuvo aquella rara sensación y descubrió los ojos en la mirilla de la puerta.

Fue entonces.

Al tiempo que saltaba y se protegía como una doncella ofendida.

Justo entonces pasó por su cabeza, por primera vez, un presagio de la oscuridad.

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