VI EL TERROR
Los científicos no persiguen la verdad: es la verdad
la que les persigue a ellos
KARL SCHLECTA
22
Madrid,
21 de diciembre de 2011,
20.32 h
La noche era muy fría, pero la pantalla del climatizador de su apartamento se mantenía invariablemente en veinticinco grados. Ella estaba en la cocina preparándose la cena. Se hallaba descalza, las uñas de los pies y las manos cuidadosamente pintadas de rojo, el cabello negro y sedoso lanzando reflejos de peluquería reciente, maquillada, con una bata morada hasta las rodillas y ropa interior muy sexy de encaje negro, sin medias. Su teléfono móvil parloteaba por el altavoz, colocado sobre un pedestal electrónico. Era su madre: esas navidades las pasaría en la casa de Valencia junto a Eduardo, su actual compañero, y deseaba saber si Elisa iría a verlos por Nochebuena.
– No es que quiera presionarte, Eli, entiéndeme… Haz lo que quieras. Aunque supongo que siempre has hecho lo que has querido. Y también sé que las fiestas no te importan demasiado…
– Deseo ir, mamá, en serio. Pero no puedo decírtelo aún con seguridad.
– ¿Cuándo lo sabrás?
– Te llamaré el viernes.
Estaba haciendo escalivada, y en aquel momento conectó el extractor y volcó el contenido de un mortero en la sartén ya calentada. Un rabioso chisporroteo la hizo retroceder. Tuvo que subir el volumen del altavoz.
– No quiero estropearte ningún plan, Eli, pero me parece que, si no tienes nada en perspectiva… En fin, deberías hacer un esfuerzo… Y que conste que no lo digo por mí. No del todo. -La voz vaciló-. Eres tú la que necesitas compañía, hija. Siempre has sido un bicho solitario, pero lo que te ocurre ahora es diferente… Una madre nota esas cosas.
Apartó la sartén del fuego, sacó la fuente del horno y roció; las verduras con el contenido de la sartén.
– Llevas meses, más bien años, bastante apartada de todo. Pareces abstraída, como si estuvieras en otro sitio mientras te hablan. La última vez que viniste a casa, el domingo que almorzamos juntas, te juro que llegué a pensar que… no eras la misma.
– ¿La misma que quién, mamá?
Cogió una botella de agua mineral del frigorífico y una copa y se dirigió al salón pisando la mullida alfombra. Podía oír perfectamente el teléfono desde allí.
– La misma que eras cuando vivías conmigo, Elisa.
No tuvo necesidad de encender ninguna luz: todas las luces de su casa estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones que no pensaba utilizar en aquel momento, como el cuarto de baño o el dormitorio. Pulsaba los interruptores en cuanto el sol menguaba. Pagaba una fortuna por aquella costumbre, sobre todo en invierno, pero la oscuridad era una de las cosas que no podía soportar. Dormía siempre con un par de lámparas encendidas.
– Bueno, no me hagas mucho caso -decía su madre-, no te he llamado para criticarte… -Pues lo parece, pensó ella-. Tampoco quiero que te sientas forzada. Si ya tienes un plan con alguien… Ese chico del que me hablaste… Rentero… solo debes decírmelo y ya está. No me enfadaré, todo lo contrario.
Qué astuta eres, mamá. Dejó la copa y la botella en la mesa, frente al televisor de pantalla plana que mostraba imágenes sin voz. Luego regresó a la cocina.
Martín Rentero había sido profesor de informática en Alighieri hasta ese año, en que había obtenido una plaza en la Universidad de Barcelona y se había trasladado a esa ciudad. Pero la semana anterior había ido a Madrid para asistir a un congreso y Elisa había vuelto a verle. Era un tipo de espeso cabello y bigote negros, consciente de su atractivo. Durante los años en Alighieri había invitado a cenar a Elisa un par de veces y le había confesado cuánto le gustaba ella (no era la primera vez que un hombre le confesaba eso). Al encontrarse de nuevo con él, no le cupo duda alguna de que volvería a la carga. En efecto, nada más verla le propuso salir el fin de semana, pero ella tenía que asistir a la cena de Navidad con sus compañeros de Alighieri. Entonces Rentero había dado un paso decisivo: había planeado alquilar una casa en los Pirineos, podían pasar las fiestas allí. ¿Qué le parecía?
Eso sonaba demasiado fuerte para ella, se lo estaba pensando. Martín le agradaba, y sabía que necesitaba compañía. Pero, por otra parte, tenía miedo.
No miedo de Martín sino por Martín: miedo de lo que pudiese ocurrir con él si ella se alteraba, si sus «manías» la llevaban a perder los estribos, si sus cuantiosos temores la traicionaban.
Le daré largas, igual que a mamá. No quiero comprometerme con nadie. Apagó el horno y cogió la fuente de la escalivada.
– Si tuvieras algún plan, no harías mal en decírmelo.
– No, mamá, ninguno.
En ese instante el teléfono del salón repicó. Se preguntó quién podía ser. No esperaba ninguna otra llamada esa noche, y no la deseaba, porque pensaba dedicar algunas horas a «jugar» antes de acostarse. Consultó el reloj digital de la cocina y se tranquilizó: aún disponía de tiempo.
– Perdona, luego te llamaré, mamá. Me están llamando por el otro teléfono…
– No te olvides, Eli.
Desconectó el móvil y se dirigió al comedor mientras pensaba que lo más seguro era que se tratase de Rentero, a causa del cual su madre la estaba sometiendo a aquel tercer grado. Descolgó antes de que su contestador automático se pusiera en marcha.
Hubo una pausa. Un ligero zumbido.
– ¿Elisa…? -Una mujer joven, con acento extranjero-. ¿Elisa Robledo? -La voz temblaba, como si procediera de un lugar mucho más frío que el interior de su apartamento-. Soy Nadja Petrova.
De algún modo, por algún misterioso contagio a través de los kilómetros de cable y el océano de ondas, el frío de aquella voz se transmitió a su cuerpo apenas vestido.
– ¿Cómo se siente este mes?
– Como el anterior.
– ¿Eso significa «bien»?
– Eso significa «normal».
A decir verdad, no era que hubiese olvidado lo ocurrido en ningún momento. Pero el paso del tiempo tenía algo de capa forrada de lana para proteger un interior desnudo y aterido. El tiempo no mitigaba nada, creía comprender, esa idea era falsa: lo que hacía era ocultar. Los recuerdos seguían allí, intactos en su interior, sin aumentar ni disminuir de intensidad, pero el tiempo los disfrazaba, al menos a los ojos ajenos, como una superficie de hojas otoñales podría camuflar una tumba, o como la propia riqueza de la tumba cubre el ovillo de gusanos.
Sin embargo, no le daba demasiada importancia a todo eso. Habían pasado seis años, tenía veintinueve, había conseguido una plaza fija de profesora en una universidad y se dedicaba a enseñar lo que le gustaba. Vivía sola, cierto, pero independiente, con piso propio, sin deberle nada a nadie. Ganaba lo suficiente para permitirse cualquier clase de pequeño capricho, hubiese podido viajar de haber querido (no quería) o tener más amigos (tampoco). Lo demás… ¿A qué se reducía lo demás?
A sus noches.
– ¿Sigue con pesadillas?
– Sí.
– ¿Todas las noches?
– No. Una o dos cada semana.
– ¿Podría contárnoslas?
– ¿Elisa? ¿Podría contarnos sus pesadillas?
– No las recuerdo bien.
– Cuéntenos algún detalle que recuerde…
– ¿Elisa?
– Oscuridad. Siempre hay oscuridad.
¿Qué más? Tenía que vivir con las luces encendidas, claro, pero otras personas no podían entrar en ascensores ni atravesar plazas hormigueantes de gente. Había hecho instalar puertas reforzadas, persianas blindadas, cerraduras electrónicas y alarmas domóticas que la protegían de cualquier intento de intrusión. Pero, en fin, los tiempos eran muy malos. ¿Quién podía reprochárselo?