En otro orden de cosas, sus miradas pertenecían al mismo clan que la de Elisa. Tenían un aire de familia, pensaba ella. La familia de los condenados.
– Juntos otra vez -dijo.
Se hallaba de espaldas, y percibió primero los pasos y luego el sonido de la puerta al abrirse. Víctor miraba como un conejo asustado tras las gafas. Parecía sano y salvo; lo cual, y aunque ella había estado segura desde el principio de que no lo dañarían, hizo que respirara aliviada.
– Elisa, ¿estás bien?
– Sí, ¿Y tú?
– También. Solo respondí unas cuantas preguntas… -En ese instante Víctor reparó en el hombre y su cara reveló un destello de reconocimiento-. ¿Profesor… Blanes?
– Es Víctor Lopera, ¿lo recuerdas? -dijo Elisa hacia Blanes-. Del curso de Alighieri. Es un buen amigo. Le he contado muchas cosas esta noche…
La mujer respiró ruidosamente mientras Víctor y Blanes se estrechaban la mano. Elisa la señaló entonces.
– Te presento a Jacqueline Clissot. Ya te he hablado de ella.
– Encantado -dijo Víctor, y su nuez pareció saludar también desde su cuello.
Clissot se limitó a mirarle haciendo un gesto con la cabeza. El sonrojo y la rígida torpeza de Víctor al sentirse protagonista involuntario de la situación podían resultar cómicos, pero nadie sonreía.
Se oyó la pétrea voz de Carter desde la puerta.
– ¿Quieren algo de comer?
– Queremos que nos dejen solos, si es posible -replicó Elisa, sin molestarse en ocultar el desagrado que Carter le inspiraba-. Todavía tienen que esperar al profesor Silberg antes de tomar una decisión sobre nosotros, ¿no? Además, podrán escuchar todo lo que decimos desde uno de los centenares de micrófonos que hay en la habitación, de modo que ¿qué les parece si se marchan de una puta vez y cierran la puerta?
– Déjenos, Carter -pidió Blanes-. Ella tiene razón.
Carter siguió mirándolos como si se hallara a miles de kilómetros de allí y las palabras sufrieran cierto retraso en alcanzarle. Luego se volvió hacia sus hombres.
Cuando la puerta se cerró, quedaron los cuatro sentados a la mesa. A Elisa se lo ocurrió un símil. Vamos a jugar con las cartas boca arriba.
El primer turno se lo arrebató Jacqueline.
– Has cometido un grave error, Elisa. -Miró de reojo a Víctor, que parecía fascinado con ella. En verdad, el aspecto y la voz de Jacqueline Clissot resultaban muy seductores, pero mientras la contemplaba, Elisa no podía evitar pensar en el infierno que debía de estar viviendo aquella pobre mujer. Quizá peor que el mío-. No debiste mezclar a nadie en… En lo nuestro.
Encajó el golpe. Ella también tenía algunos que dar, pero antes prefería aclarar las cosas.
– Víctor todavía puede elegir. Solo conoce lo ocurrido en Nueva Nelson, y ellos le dejarán en paz si se compromete a no hablar.
– Estoy de acuerdo -admitió Blanes-. Lo que menos le interesa a Harrison es complicar las cosas.
– ¿Y tú? -indagó Elisa hacia Jacqueline, repentinamente cruel-. ¿Es que nunca has intentado buscar ninguna ayuda por tu cuenta, Jacqueline?
Se reprochó aquella pregunta nada más hacerla. Los ojos de la mujer se desviaron de los suyos. Comprendió que, en Jacqueline, aquella conducta se había vuelto un hábito: desviar su mirada de la de otros.
– Hace tiempo que sobrellevo sola mi propia vida -declaró Clissot.
Elisa no replicó. No quería discutir, menos aún con Jacqueline, pero no le gustaba aquel papel de «Mira-Cuánto-Sufro» que se había adjudicado la francesa.
– Sea como fuere -dijo Blanes-, Elisa ha traído a Víctor y tenemos que aceptarlo. Yo, al menos, lo acepto.
– Tiene que ser él quien acepte, David -repuso Clissot-. Debemos contarle el resto y dejar que decida si quiere seguir con nosotros.
– Muy bien. Estoy de acuerdo. -Blanes se frotaba las sienes como si quisiera abrir una salida para sus pensamientos. Elisa percibía también un cambio en él, pero le resultaba más difícil de desentrañar que el de Jacqueline. Estaba… ¿más confiado? ¿Con más fuerzas? ¿O se trataba solo del deseo que ella tenía de verlo así?-. ¿Qué opinas, Elisa?
– Le contaremos lo demás y él decidirá. -Elisa se volvió hacia Víctor y le tendió la mano, cautelosa pero firme-. No quiero que esto se convierta para ti en un paso sin vuelta atrás, Víctor. Sé que no debí mezclarte con nada de esto, pero te necesitaba… Deseaba que vinieras. Deseaba que alguien de fuera juzgara lo que nos ocurre.
– No, yo…
– Escúchame. -Elisa apretó sus manos-. No es una disculpa. Creí que las cosas saldrían de otra manera, que esta reunión ocurriría de otra forma… No estoy disculpándome -repitió con énfasis-. Te necesitaba, y por eso te busqué. Volvería a hacer lo mismo en las mismas circunstancias. Tengo un miedo atroz, Víctor. Todos tenemos un miedo atroz. No eres capaz de comprenderlo aún. Pero si algo sé es que necesitamos toda la ayuda posible… y tú eres, ahora, toda la ayuda posible… -Y pensó: Aunque uno de vosotros crea lo contrario. Los miró intencionadamente, preguntándose quién los habría traicionado. ¿O acaso se trataba de un truco de Harrison para desunirlos?
De pronto aquel muñeco de pelo rizado oscuro y gafas de intelectual, que ya no eran de John Lennon sino de modesto profesor de física, cobró vida.
– Esperad. He llegado hasta aquí por mí mismo, no porque tú lo quisieras, Elisa… Lo he hecho porque he querido hacerlo yo. Esperad. Esperad… -Hacía curiosos gestos, como si sostuviera una caja grande e intentara introducirla en otra apenas unos milímetros mayor, una especie de delicada prueba de destreza. A Elisa le sorprendió la fuerza inesperada de su voz-. Todo el mundo… Todo el que me conoce dice lo mismo: «Te he obligado a hacer esto, Víctor, o lo otro, caramba, lo siento, Víctor»… Pero no es así. Soy yo quien decido. Quizá sea tímido, pero tomo mis propias decisiones. Y esta noche he querido venir aquí y ayudarte… ayudaros en lo que pueda. Ha sido mi decisión. No sé si os serviré o no, pero soy una voz más. Me asustan los riesgos. Me asusta vuestro miedo. Pero quiero estar con vosotros y conocer… conocerlo todo.
– Gracias -susurró Elisa.
– En cualquier caso, deberíamos esperar a Reinhard -insistió Jacqueline Clissot-. Saber qué opina.
Blanes negó con la cabeza.
– Víctor ya está aquí, y debemos contarle el resto. -Miró a Elisa-. ¿Lo harás tú?
Ahora venía el momento difícil, y lo sabía. Luego tendría que enfrentarse a otro nada sencillo: averiguar quién de ellos los había traicionado. Pero el simple hecho de narrar lo que había estado ocultando durante los últimos años (lo mas espantoso) se le antojaba una prueba casi insuperable. Sin embargo, también sabía que ella era la más indicada para hacerlo.
No miró a Víctor, ni a nadie. Bajó la vista hacia el espacio de luz que circunscribía el flexo.
– Como ya te dije, Víctor, aceptamos la explicación que nos dieron sobre lo sucedido en Nueva Nelson y nos reintegramos a nuestra vida, tras jurar que respetaríamos las normas que nos impusieron: no comunicarnos entre nosotros y no hablar a nadie de lo ocurrido. Hubo un mínimo revuelo por la noticia del supuesto accidente en el laboratorio de Zurich, pero pasó el tiempo y todo volvió a la normalidad…, al menos en apariencia. -Se detuvo y tomó aliento-. Entonces, hace cuatro años, en las navidades de 2011… -Se estremeció al oírse a sí misma decir: «Navidades de 2011».
Siguió hablando entre susurros, como si intentara dormir a un niño.
Comprendió que eso era exactamente lo que hacía: acunaba a su propio terror.