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– Víctor -lo interrumpió Blanes-: lo que quiero decir es que puede ser cualquiera. Puedo ser yo. Antes no pensaba así. En mi fuero interno siempre creí que podía excluirme del sorteo de Zigzag, porque sé bien cómo soy por dentro, o creo saberlo… Ahora pienso que nadie puede quedar excluido. En el sorteo entra toda la humanidad.

– Aun así -intervino Elisa-, debemos descubrir quién es. Si no era Jacqueline, aún le quedan veinticuatro horas para atacar de nuevo…

– Cierto, la prioridad es detener a Zigzag -convino Blanes-. Necesitamos ver la imagen perfilada.

– Podría intentarlo ahora -sugirió ella.

– No sé si es el momento adecuado…

– Sí -dijo Víctor-. Mientras me conducían por el barracón lo comprobé: en la estación solo quedan los dos soldados dormidos en el laboratorio de Silberg y uno de guardia en la habitación donde han encerrado a Carter. -Se volvió hacia Elisa-. Si entras por el primer barracón, podrías acceder a la sala de control sin que te vieran…

– Lo intentaré -dijo Elisa-. La imagen ya estará nítida.

– Te acompaño -se ofreció Víctor.

Miraron a Blanes, que asintió.

– Bien, yo vigilaré desde la cocina por si Harrison y sus hombres regresaran. Debemos actuar con rapidez. Cuando sepamos quién es Zigzag… destruiremos todos los datos para que Eagle nunca averigüe lo sucedido.

Ella asintió sabiendo lo que él quería decir. Lo destruiremos todo, incluyendo a aquel de nosotros que sea Zigzag.

Se separaron allí mismo, y Blanes, impulsivamente, la abrazó. Entonces se apartó un poco para poder mirarla a los ojos mientras hablaba.

– Zigzag es un simple error, Elisa, estoy seguro. Un error en el papel, no una criatura maligna. -De repente le sonrió, y su voz le recordó a ella la del profesor que tanto había admirado-: Ve y corrige ese maldito error de una vez.

«La prioridad es detener a Zigzag»: Harrison no podía estar más de acuerdo con Blanes en esa opinión. En cambio, el científico se equivocaba gravemente al afirmar que no era un ser maligno.

Claro que lo era. A él le constaba. El mayor mal que jamás había hollado la faz de la Tierra. El verdadero y único Diablo. Se incorporó con cierta dificultad -los años empezaban a pesarle-, guardó el auricular en la chaqueta y le dijo a Jurgens que podía plegar la pequeña antena del micrófono direccional con el que habían estado oyendo la conversación a cien metros de distancia, junto a las palmeras. Su idea de enviar a los soldados a rastrear la isla y aguardar cerca de la estación con el micrófono preparado había dado resultado.

– Nuestra desventaja es que los sabios son ellos -comentó mientras observaba la armónica mancha que, a lo lejos, era Elisa para él: su ropa era tan escasa que desde aquel punto casi le parecía desnuda-. Pero nuestra ventaja es la misma. Son sabios, y por tanto ignorantes… Estaba seguro de que Blanes nos mentía para poder quedarse con sus colegas a solas. Sin embargo, su pequeña mentira nos ha servido… Es mejor que el ejército mire para otro lado: no queremos testigos, ¿verdad? A fin de cuentas, no nos han ordenado que los eliminemos ahora. Pero lo haremos. Será nuestro secreto, Jurgens. Vamos a cortar, a purificar… ¿De acuerdo?

Jurgens se mostró de acuerdo. Harrison se volvió y lo miró. Al aterrizar en Nueva Nelson le había ordenado que aguardara oculto en la playa hasta que llegara el momento oportuno, el momento de utilizar sus extraordinarias cualidades.

Y ese momento había llegado.

– Vas a entrar en los barracones. Darás un rodeo para que Blanes no te vea y matarás a Blanes y a Carter ahora mismo. Luego esperaremos a que los otros obtengan lo que buscan, y cuando lo hagan, matarás a Lopera delante de la profesora. Quiero que ella lo vea. A ella la encerrarás en uno de los cuartos y la interrogaremos. Necesitamos obtener el informe. Tenemos todo el día, hasta que venga la delegación, tú y yo, para hacerla hablar… Será un rato interesante. Mañana a primera hora no debe quedar ningún científico con vida…

Mientras Jurgens se alejaba despaciosamente para cumplir la orden, Harrison respiró hondo y observó el mar, las nubes deshaciéndose, el sol abriéndose paso con débiles rayos. Por primera vez en mucho tiempo se sentía feliz.

Junto a Jurgens, ni siquiera tenía miedo de Zigzag.

IX ZIGZAG

Dios mío, ¿qué hemos hecho?

ROBERT A. LEWIS,

copiloto del Enola Gay,

el avión que arrojó

la bomba sobre Hiroshima.

33

160 segundos.

Se hallaba recostado de espaldas. De vez en cuando abría los ojos y observaba la luz crecer en el sucio ventanuco envuelta en un rumor cada vez más tenue de lluvia. Calculaba que debían de ser cerca de las diez de la mañana, pero no podía saberlo con exactitud, porque su reloj-ordenador carecía de pila: se la había quitado aquella noche fiándose del científico, que le había asegurado que de esa forma evitarían un nuevo ataque.

Pobre imbécil.

Lo habían encerrado en una de las habitaciones del tercer barracón, bajo la custodia de un soldado: podía ver el borde del casco a través de la mirilla de la puerta. Se encontraba todo lo bien que le permitían las circunstancias, después de los «saludos» recibidos durante el arresto (le sangraban la nariz y la boca). Lo habían detenido dos jóvenes militares más aturdidos que él en el interior de la sala de proyección, mientras los científicos lanzaban gritos desgarradores. Claro está, se había rendido de inmediato.

Ahora Paul Carter se preguntaba cosas sobre su futuro.

No se hacía muchas ilusiones: sabía que Harrison lo mataría, antes o después. Eso si tenía suerte. Si no, lo mataría Zigzag. La cuestión no era qué, sino cómo y cuándo.

Pensó en trazar un plan, porque, aunque se sentía capaz de soportar la clase de muerte que le tuviese reservada Harrison, no le ocurría igual con la de Zigzag.

A lo largo de su vida creía haber visto todo cuanto un ser humano podía hacerle a otro, y sabía que las posibilidades eran más numerosas que los malos pensamientos. Sin embargo, Zigzag sobrepasaba cualquier límite, cualquier experiencia.

No había mentido a Harrison cuando éste se lo preguntó: ignoraba la mayor parte de las cosas relacionadas con Zigzag. Por mucho que había escuchado la explicación de Blanes, desdoblamientos y energías se le antojaban como hablar esperanto; solo los científicos podían conocer lo que ellos mismos habían creado. Tampoco había mentido al afirmar que había traicionado a Eagle por miedo: quien pensase que tipos como él estaban exentos de sentir temor, incluso mucho temor, se equivocaban.

Y desde que había entrado en la sala de proyección apenas cinco minutos después de salir de ella (en busca del estúpido cura), y contemplado lo que allí había, aquel temor había cristalizado en un pánico incontrolable.

Ponle un nombre: llámalo pánico, Impacto o acojonamiento.

Todo lo había visto a la luz de las cerillas que el cura le había escamoteado: las sillas y la pantalla destrozadas; sangre por las paredes y el suelo, como tras una explosión; el rostro de la mujer, o la mitad del cráneo, o lo que fuese, tirado como una máscara a sus pies; segmentos de su cuerpo rodeándolo… Sabía que aquello no era la obra de un loco, ni un crimen producido cinco minutos antes, sino la labor pausada, metódica, de alguna clase de criatura más allá de lo racional. Estaba tentado de creer en los demonios.

Por si fuera poco, los científicos aseguraban, con sus complicadas teorías, que aquel demonio podía proceder de él mismo. Eso le hacía temer, no ya solo por su vida sino por la de Kamaria y Saida, su mujer y su hija. ¿Quién sabía lo que podía ocurrirles si él sobrevivía?

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