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Madrid,

11 de marzo de 2015,

11.12 h

Exactamente seis minutos y trece segundos antes de que su vida diera un horrible y definitivo vuelco, Elisa Robledo estaba haciendo algo banal: impartía a quince alumnos de segundo curso de ingeniería una clase optativa sobre las modernas teorías de la física. En modo alguno sospechaba lo que estaba a punto de ocurrirle, porque, a diferencia de tantos estudiantes y no pocos profesores, para quienes aquellos recintos podían llegar a resultar temibles, Elisa se sentía más tranquila en un aula que en su propia casa. Le había ocurrido así en el anticuado colegio en el que había hecho el bachillerato y en la desnuda clase de facultad de la carrera. Ahora trabajaba en las modernas y luminosas instalaciones de la Escuela Superior de Ingeniería de la Universidad Alighieri en Madrid, un centro privado de lujo cuyas aulas contaban con amplios ventanales, hermosas vistas del campus, espléndida acústica y olor a maderas nobles. Elisa hubiese podido quedarse a vivir en un sitio como aquél. De forma inconsciente suponía que nada malo podía ocurrirle en un lugar así.

Se equivocaba por completo, y le quedaban poco más de seis minutos para comprobarlo.

Elisa era una profesora brillante rodeada de cierta aureola. En las universidades existen profesores y alumnos sobre los cuales se tejen leyendas, y la enigmática figura de Elisa Robledo había dado pie a un misterio que todos deseaban descifrar. En cierto modo, el nacimiento del «misterio Elisa» era obligado: se trataba de una mujer joven y solitaria, de largo y ondulado pelo negro, con un rostro y un cuerpo que no hubiesen desentonado en la portada de ninguna revista de belleza, pero al mismo tiempo poseedora de una mente analítica y una prodigiosa capacidad para el cálculo y la abstracción, cualidades tan necesarias en el frío mundo de la física teórica, donde gobiernan los príncipes de la ciencia. A los físicos teóricos se los miraba con respeto, y hasta con reverencia. Desde Einstein a Stephen Hawking, los físicos teóricos eran la imagen aceptada y bendecida de la física para el vulgo. Aunque los temas a los que se dedicaban eran abstrusos y poco menos que ininteligibles para la gran mayoría, causaban mucha sensación. La gente solía considerarlos el prototipo del genio frío y huraño.

Sin embargo, no había ninguna frialdad a este respecto en Elisa Robledo: en ella todo era pasión por enseñar, y eso cautivaba a sus alumnos. Por si fuera poco, era una excelente profesional y una colega amable y solidaria, siempre dispuesta a ayudar a un compañero en apuros. En apariencia, no había nada extraño en ella.

Y eso era lo más extraño.

La opinión general era que Elisa resultaba demasiado perfecta. Demasiado inteligente y valiosa, por ejemplo, para trabajar en un insignificante departamento de física cuya asignatura era considerada prescindible para el alumnado empresarial de Alighieri. Sus compañeros estaban seguros de que habría podido conseguir cualquier otra cosa: una plaza en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, una cátedra en una universidad pública o un puesto de importancia en algún centro prestigioso del extranjero. En Alighieri, Elisa parecía desperdiciada. Por otra parte, ninguna teoría (y los físicos son muy dados a ellas) lograba explicar satisfactoriamente el hecho de que a sus treinta y dos años de edad, casi treinta y tres (los cumpliría al mes siguiente, en abril), Elisa siguiera sola, sin grandes amigos, en apariencia feliz, como si hubiese obtenido lo que más deseaba en la vida. No se le conocían novios (tampoco novias) y sus amistades se limitaban a sus compañeros de trabajo, pero nunca compartía con ellos su ocio. No era presuntuosa, ni siquiera presumida, a pesar de su poderoso atractivo, que solía incrementar con una curiosa gama de prendas de diseño ceñidas que le otorgaban una imagen bastante provocativa. Pero en ella aquellos atuendos no parecían destinados a llamar la atención o atraer a la legión de hombres que se volvían a su paso. Solo hablaba de su profesión, era cortés y siempre sonreía. El «misterio Elisa» resultaba insondable.

En ocasiones, algo en ella causaba inquietud. No era nada concreto: quizá una forma de mirar, una luz perdida al fondo de sus pupilas castañas o el poso de sensaciones que dejaba en su interlocutor tras un breve intercambio de palabras. Era como si ocultara un secreto. Los que más la conocían -su colega el profesor Víctor Lopera; Noriega, el jefe del departamento- pensaban que quizá era preferible que Elisa nunca revelara aquel secreto. Hay personas que quizá no hayan representado nada en nuestra vida y de las que podemos albergar tan solo un par de recuerdos sin importancia, pero que, por una u otra razón, resultan inolvidables: Elisa Robledo era una de ellas, y todos deseaban que continuara siéndolo.

Una notoria excepción era Víctor Lopera, también profesor de física teórica en Alighieri y uno de los escasos verdaderos amigos de Elisa, que a veces se veía asaltado por la urgente necesidad de desentrañar su misterio. Víctor había experimentado varias tentaciones al respecto, la última el año anterior, en abril de 2014, cuando el departamento decidió dar a Elisa una fiesta sorpresa por su cumpleaños.

La idea había partido de Teresa, la secretaria de Noriega, pero todos los miembros del departamento se apuntaron, incluso algunos alumnos. Pasaron casi un mes preparándola, entusiasmados, como si la consideraran la manera idónea de penetrar en el círculo mágico de Elisa y tocar su evanescente superficie. Compraron velitas con el número treinta y dos, tarta, globos, un gran oso de peluche y algunas botellas de cava que aportó generosamente el jefe. Se encerraron en la sala de profesores, la decoraron con rapidez, corrieron las cortinas y apagaron la luz. Cuando Elisa llegó a la facultad, un oportuno conserje le indicó que había «reunión urgente». Los demás aguardaban en la oscuridad. Se abrió la puerta y la silueta de Elisa, titubeante, quedó dibujada en el umbral con su rebeca corta, su pantalón ceñido y su largo pelo negro. Entonces estallaron los aplausos y risas y se encendieron las luces mientras Rafa, uno de sus «aventajados alumnos», grababa el desconcierto de la joven profesora con una de esas cámaras de vídeo de última generación, apenas mayor que sus propios ojos.

La fiesta, por lo demás, fue breve y no sirvió ni mucho menos para penetrar en el «misterio Elisa»: hubo palabras emocionadas de Noriega, se oyeron las canciones usuales y Teresa agitó frente a la cámara una jocosa pancarta pintada por su hermano, que era dibujante, con las caricaturas de Isaac Newton, Albert Einstein, Stephen Hawking y Elisa Robledo compartiendo trozos del mismo pastel. Todo el mundo tuvo oportunidad de mostrar a Elisa su cariño y hacerle saber que la admitían de buen grado sin pedirle nada a cambio, salvo que continuara siendo el tentador misterio al que ya se habían acostumbrado. Elisa estuvo, como siempre, perfecta: con el grado justo de asombro y felicidad pintado en el rostro, hasta con cierta dosis de emoción ribeteando sus ojos. Contemplada en la grabación, con su espléndida forma física dibujada por la rebeca y el pantalón, habría podido pasar por una alumna más, o quizá la madrina de honor de algún gran acontecimiento…, o una estrella del porno con su primer Oscar en la mano, como susurraba Rafa a sus amigos en el campus: «Einstein y Marilyn Monroe por fin unidos en una sola persona», decía.

Sin embargo, un observador atento habría percibido en aquella grabación algo que no encajaba: el rostro de Elisa al principio, en el momento en que se encendieron las luces, era otro.

Nadie se fijó bien en este detalle porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba profundizar en las imágenes de un cumpleaños ajeno. Pero Víctor Lopera había sido capaz de percatarse del fugaz aunque importante cambio: cuando la habitación se iluminó, las facciones de Elisa no mostraban el aturdimiento propio de la persona sorprendida sino una emoción más compleja y violenta. Por supuesto, todo terminó en cuestión de décimas de segundo, y Elisa volvió a sonreír y a ser perfecta. Pero durante aquel mínimo lapso su belleza se había disuelto en otra clase de expresión. Los que vieron la grabación, salvo Lopera, se reían del «gran susto» que se había llevado. Lopera notó algo más. ¿Qué? No estaba seguro. Quizá desagrado ante lo que su amiga había considerado una broma sin gracia, o la irrupción de una timidez extrema, u otra cosa.

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