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El lugar era extraño y desagradable, como su propietario. La primera impresión que ella tuvo resultó ser la correcta: no parecía una casa sino un bloque de apartamentos. Valente se lo confirmó mientras subían unas escaleras de piedra que, a no dudar, eran las originales del vecindario:
– Mi tío compró todos los pisos. Algunos eran de su padre, y otros de su hermana y su primo. Hizo reformas. Ahora tiene más espacio del que necesita. -Y añadió-: En cambio, yo no tengo todo el que necesito.
Elisa se preguntaba cuánto espacio consideraría Valente necesario. Pensaba que en aquel húmedo y oscuro panal ubicado en pleno Madrid podían caber, holgadamente, tres pisos completos como el de su madre. Sin embargo, conforme seguía sus pasos por la escalera, una cosa le quedaba clara: jamás hubiese vivido allí, entre sombras, con aquel olor a albañilería reciente y moho.
Desde algún lugar del primer rellano le llegó una voz de fantasma famélico. Gemía una sola palabra, distinta cada vez. Descifró: «Astarté», «Venus», «Afrodita». Ni Valente ni su criado (se llamaba Faouzi, o al menos así lo había llamado Valente) parecían darse por enterados, pero al llegar a la primera planta, Faouzi, que los precedía, se detuvo y abrió una puerta. Mientras cruzaba el pasillo hacia el segundo tramo de escaleras, Elisa no pudo evitar mirar por aquella puerta. Vio trozos de una habitación que parecía enorme y a un hombre en pijama sentado junto a una lámpara. El criado se acercó a él y le habló con fuerte acento marroquí. «¿Qué le pasa a usted hoy? ¿Por qué tanta queja?» «Kali.» «Sí, ya, ya.»
– Es mi tío, el hermano de mi padre -dijo Ric Valente subiendo de dos en dos los peldaños-. Era filólogo, y en la demencia le ha dado por repetir nombres de diosas. Estoy deseando que se muera. La casa es suya, yo solo poseo una planta. Cuando mi tío se muera me la quedaré toda: ya está decidido así. Él no conoce a nadie, no sabe quién soy y nada le importa. De modo que su muerte será ventajosa para todos.
Había dicho aquello en tono indiferente, sin dejar de subir la escalera. No solo sus palabras, que de inmediato consideró crueles, sino la frialdad con que las había pronunciado desagradaron profundamente a Elisa. Recordó la advertencia de Víctor (ten cuidado con Ric), pero ya había decidido momentos antes, mientras él la insultaba en la puerta, que no iba a echarse atrás: estaba deseosa de saber lo que Valente iba a contarle.
La magnitud de la casa la dejaba sin palabras. El rellano en que se encontraban, y que al parecer era el último, se abría a una antecámara con dos puertas enfrentadas a un lado y, en línea recta, un pasillo con varias puertas más. Olía de forma diferente en aquella planta: a madera y libros. Las luces eran apliques de intensidad graduable y resultaba evidente que toda la zona había sido remozada en fecha reciente.
– ¿Esta… planta es tuya? -preguntó.
– Toda.
Le hubiese gustado que él le enseñase aquel extravagante museo, pero las normas de cortesía no parecían haber sido creadas para Ricardo Valente. Lo vio avanzar por el laberíntico pasillo y detenerse al fondo con la mano en un picaporte. De pronto pareció cambiar de opinión: abrió unas puertas dobles en el lado opuesto e introdujo el brazo para encender las luces.
– Éste es mi cuartel general. Tiene cama y mesa, pero no es mi dormitorio ni mi comedor, sino el lugar donde me entretengo.
Elisa pensó que aquella habitación, por sí sola, era el apartamento de soltero más amplio que había visto en su vida. Aunque estaba acostumbrada a los lujos domésticos de su madre, le resultó obvio que Valente y su familia pertenecían a otro nivel. De hecho, lo que tenía ante sí era un dúplex inmenso de paredes blancas dividido artísticamente por una columna y una escalera que llevaba a una plataforma con una cama, sin tabiques de separación. En la zona inferior, libros, altavoces, revistas, un juego de cámaras, dos curiosos escenarios (uno con cortinas rojas y el otro de pantalla blanca) y varios focos de estudio fotográfico.
– Es fantástico -dijo. Pero Valente ya se había ido.
Ella se alejó de puntillas de aquel sanctasanctórum, como si temiera hacer ruido, y penetró en la habitación que él había señalado en un principio.
– Siéntate -le indicó (ordenó) él, mostrándole un tresillo azul,
Era un cuarto de dimensiones normales con un ordenador portátil encendido sobre un pequeño escritorio. Había cuadros enmarcados, en su mayoría retratos en blanco y negro. Reconoció a algunos de los Muy Grandes: Albert Einstein, Erwins Schrödinger, Werner Heisenberg, Stephen Hawking y un jovencísimo Richard Feynman. Pero el cuadro de mayor tamaño) y más llamativo se hallaba justo delante de ella, sobre el ordenador, y era de otra clase: un dibujo a todo color de un hombre con traje y corbata acariciando a una mujer completamente desnuda. La mueca del rostro de la mujer indicaba que la situación no le resultaba del todo agradable, pero sin duda no podía hacer gran cosa por evitarla debido a las cuerdas que ceñían sus brazos a la espalda.
Elisa pensó que si Valente percibía las expresiones que ella estaba poniendo desde que había entrado en aquella casa, nada hacía por demostrarlo. Se había sentado frente al ordenador, pero hizo girar la silla para dirigirse a ella.
– Este cuarto es seguro -dijo-. Me refiero a que aquí no han instalado micros. En realidad no he localizado ningún micrófono en casa, pero pusieron un transmisor en mi móvil y han pinchado mi teléfono, de modo que prefiero hablar aquí. La excusa que utilizaron conmigo fue una avería de la luz. Cerré esta habitación a cal y canto, le di instrucciones a Faouzi y cuando vinieron los convencimos de que esto era un trastero sin enchufes. Y tengo algunas sorpresas: ¿ves ese aparato que parece una radio, en aquella rinconera? Es un detector de micros. Capta frecuencias desde cincuenta megahercios a tres gigas. Hoy venden cosas así en Internet. La luz verde indica que podemos hablar con tranquilidad. -Apoyó la angulosa barbilla sobre las manos entrelazadas y sonrió-. Deberíamos decidir qué vamos a hacer, querida.
– Yo tengo aún algunas preguntas. -Ella se sentía irritada y ansiosa, no solo por todo lo que él le había contado sino por la pérdida de su móvil, que empezaba a lamentar (aunque él ni siquiera lo había mencionado)-. ¿Cómo hiciste para entrar en contacto conmigo y por qué me elegiste a mí?
– Veamos. Te contaré mi experiencia. A mí me hicieron rellenar el cuestionario en Oxford, y eso fue lo primero que despertó mis sospechas. Me dijeron que era «requisito indispensable» para asistir al curso de Blanes. Cuando llegué a Madrid, empecé a ver mendigos que parecían espiarme, y vino la avería de la luz… Pero se me olvida algo: semanas antes, varias universidades norteamericanas telefonearon a mis padres para hacerles preguntas sobre mí con la excusa de que yo les «interesaba». ¿No te ha ocurrido igual? ¿No ha habido nadie que le preguntara cosas a un familiar tuyo sobre tu vida o tu carácter?
– Una clienta de mi madre -recordó Elisa, palideciendo. Muy, muy bien relacionada-. Me lo dijo hoy.
Valente hizo un gesto con la cabeza, como si ella fuese una alumna aplicada.
– Mi padre ya me había hablado de todo eso. Son trucos bien conocidos, aunque nunca pensé que los practicarían conmigo alguna vez… Entonces hice una deducción simple: estas cosas me sucedían desde que había decidido apuntarme al curso de Blanes; por tanto, la vigilancia tenía que ver con ese curso. Pero cuando hablé con Vicky… Oh, perdón. -Hizo un mohín de niño arrepentido y corrigió-: Mi amigo Víctor Lopera… Creo que ya lo conoces. Somos amigos desde niños y tengo mucha confianza con él… Pero tú no le llames Vicky,, porque se pone de una mala leche increíble. Cuando le pregunté, me dijo que a él no le habían hecho rellenar ningún cuestionario. Me intrigaba saber si yo era el único sometido a esa vigilancia, y mi siguiente paso lógico fue pensar en ti, que habías quedado… más o menos igual que yo en la prueba. -Ella pensó, al oírle, que a Valente Sharpe se le atragantaban aquellas cuatro centésimas, pero no dijo nada-. Te observé en la fiesta de Alighieri hablando con ese tío, y ya no tuve ninguna duda. Pero no podía llegar y decirte por las buenas: «Oye, ¿a ti te vigilan?». Tenía que demostrártelo, porque estaba seguro de que tú eras una ovejita inocente y no ibas a creerme sin más. Descarté cualquier forma normal de comunicación…