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Durante el viaje de regreso a Madrid casi no hablaron, pero Elisa no se sintió mal en la intimidad del coche junto a aquel chico poco menos que desconocido. Era como si ya empezara a acostumbrarse a su compañía. Maldonado la hacía reír de vez en cuando con alguna ironía, pero había dejado las preguntas atrás, un detalle que Elisa le agradeció. Aprovechó para indagar sobre él. Su mundo era simple: vivía con sus padres y su hermana y era aficionado a viajar y hacer deporte (dos cosas que también le gustaban a ella). Eran casi las doce de la noche cuando el Peugeot de Maldonado se detuvo frente al portal de su casa en Claudio Coello.

– Menudo edificio -le dijo él-. ¿Es imprescindible tener pasta para ser físico?

– Para mi madre sí es imprescindible.

– No hemos hablado de tu familia… ¿Qué es tu madre? ¿Matemática? ¿Química? ¿Ingeniera genética? ¿La inventora del cubo de Rubik?

– Tiene un salón de belleza justo a dos manzanas de aquí -rió Elisa-. Mi padre sí era físico, pero murió en un accidente de tráfico hace cinco años.

La expresión de Maldonado mostró una tristeza sincera.

– Oh, lo siento.

– No te preocupes: apenas lo conocí -dijo Elisa sin amargura-. Nunca paraba en casa. -Salió del coche y cerró la portezuela. Se inclinó y miró a Maldonado-. Gracias por traerme.

– A ti por colaborar. Oye, si tengo… más… más preguntas, ¿podríamos…? ¿Podríamos vernos otro día?

– Bueno.

– Tengo tu teléfono. Te llamaré. Suerte mañana en el curso de Blanes.

Maldonado esperó cortésmente mientras ella abría el portal. Elisa se volvió para despedirse.

Y quedó inmóvil.

Desde la acera de enfrente un hombre la miraba.

Al pronto no lo reconoció. Entonces advirtió el pelo entrecano y el ostentoso bigote grisáceo. Un escalofrío la recorrió como si su cuerpo estuviera lleno de agujeros y un soplo de brisa lo atravesara.

El coche de Maldonado se alejó. Pasó un vehículo, luego otro. Cuando la calle quedó despejada, el hombre seguía allí. Me estoy confundiendo. No es el mismo ni va vestido igual.

Repentinamente, el hombre dio media vuelta y dobló una esquina.

Elisa se quedó mirando el lugar que el tipo había ocupado segundos antes. Era otra persona, lo que pasa es que se parecen.

Sin embargo, tenía la certeza de que aquel hombre también había estado observándola.

5

– Éste no será un curso bonito -dijo David Blanes-. No hablaremos de cosas maravillosas ni muy extraordinarias. No ofreceremos respuestas. Quien busque respuestas, que se marche a la iglesia o al colegio. -Tímidas risas-. Lo que vamos a ver aquí es la realidad, y la realidad carece de respuestas y no es maravillosa.

Se detuvo bruscamente al llegar al fondo de la clase. Se habrá percatado de que no puede atravesar la pared, pensó Elisa. Dejó de mirarle cuando dio media vuelta, pero no se perdía una sola de sus palabras.

– Antes de empezar, quiero aclararles algo.

De dos zancadas, Blanes se acercó al proyector de diapositivas y lo encendió. En la pantalla aparecieron tres letras y un número.

– Ahí tienen E=mc², probablemente la ecuación más célebre de la física de todos los tiempos, la energía relativista de una partícula en reposo.

Hizo pasar la imagen. Apareció una foto en blanco y negro de un niño oriental con todo el lado izquierdo del cuerpo desollado. Se vislumbraban los dientes a través del destrozo de la mejilla.

Hubo comentarios en voz baja. Alguien murmuró: «Dios». Elisa no podía moverse: contemplaba estremecida la horrible imagen.

– Esto -dijo Blanes con calma- también es E=mc², como saben en todas las universidades japonesas.

Apagó el proyector y se encaró con la clase.

– Podría haberles mostrado una de las ecuaciones de Maxwell y la luz eléctrica de un quirófano donde se está curando a una persona, o la ecuación de onda de Schrödinger y el teléfono móvil gracias al cual acude un médico que salva la vida de un niño agonizante. Pero me he decidido por el ejemplo de Hiroshima, que es menos optimista.

Cuando los murmullos se extinguieron, Blanes prosiguió:

– Sé lo que opinan acerca de nuestra profesión muchos físicos, no solo contemporáneos, y no solo malos: Schrödinger, Jeans, Eddington, Bohr, opinaban igual. Creían que solo nos ocupamos de símbolos. «Sombras», decía Schrödinger. Piensan que las ecuaciones diferenciales no son la realidad. Oyendo a algunos colegas parece que la física teórica consiste en jugar a hacer casitas con piezas de plástico. Esta absurda idea se ha hecho célebre, y hoy la gente considera que los físicos teóricos somos poco menos que soñadores encerrados en una torre de marfil. Creen que nuestros juegos, nuestras casitas, nada tienen que ver con sus problemas cotidianos, sus aficiones, sus preocupaciones o el bienestar de los suyos. Pero voy a decirles a ustedes algo, y quiero que lo tomen como la regla fundamental de este curso. A partir de ahora me dedicaré a llenar la pizarra de ecuaciones. Empezaré por esa esquina y terminaré por ésta, y les aseguro que aprovecharé bien el espacio porque tengo la letra pequeña. -Hubo risas, pero Blanes seguía serio-. Y cuando termine, quiero que hagan el siguiente ejercicio: quiero que miren esos números, todos esos números y letras griegas de la pizarra, y se repitan a sí mismos: «Son la realidad, son la realidad…» -Elisa tragó saliva. Blanes añadió-: Las ecuaciones de la física son la clave de nuestra felicidad, nuestro terror, nuestra vida y nuestra muerte. No lo olviden. Nunca.

De un salto subió a la tarima, quitó la pantalla, cogió una tiza y empezó a escribir números en la esquina de la pizarra, como había anunciado. No volvió a referirse durante el resto de la clase a nada que no fueran las complejas abstracciones del álgebra no conmutativa y la topología avanzada.

David Blanes tenía cuarenta y tres años, era alto y parecía hallarse en buena forma. Su pelo gris empezaba a escasear, pero sus entradas resultaban interesantes. Elisa se había fijado, además, en otros detalles que no aparecían tan claros en las muchas fotos que había visto sobre él: aquella forma de entornar los párpados cuando miraba fijamente; la piel de las mejillas, con cicatrices de un acné juvenil; la nariz, que abultaba de perfil de un modo casi cómico… A su modo, Blanes resultaba atractivo, pero solo «a su modo», como tantos otros que no son famosos por ser atractivos. Vestía una ridícula indumentaria de explorador, con chaleco de camuflaje, pantalones bombachos y botas. Su tono de voz era ronco y suave, impropio de su complexión, pero transmitía cierto poder, cierto deseo de inquietar. Quizá, dedujo ella, era su forma de defenderse.

Lo que Elisa le había contado a Javier Maldonado la tarde anterior era cierto al cien por cien, y ahora lo comprobaba: el carácter de Blanes era «especial», más que el de otros grandes de su profesión. Pero también era cierto que se había enfrentado a mucha más incomprensión e injusticia que otros. En primer lugar, era español, lo cual constituía para un físico con ambiciones (ella lo sabía perfectamente, como el resto de sus compañeros) una curiosa excepción y una seria desventaja, no debido a ninguna clase de discriminación sino a la triste situación de dicha ciencia en España. Los escasos logros de los físicos hispanos habían tenido lugar fuera de su país.

Por otra parte, Blanes había triunfado. Y eso era todavía menos perdonable que su nacionalidad.

Su éxito se debía a ciertas apretadas ecuaciones escritas en una sola cara de folio: la ciencia está hecha de regalos así, breves y eternos. Las había escrito en 1987, mientras trabajaba en Zurich con su maestro Albert Grossmann y su colaborador Sergio Marini. Se publicaron en 1988 en la prestigiosa Annalen der Physik (la misma revista que más de ochenta años atrás había acogido el artículo de Albert Einstein sobre la relatividad) y catapultaron a su autor a una fama casi absurda: esa clase de extraña celebridad que, en muy contadas ocasiones, adquieren los científicos. Y ello a pesar de que el artículo, que demostraba la existencia de las «cuerdas de tiempo», era de una complejidad tal que pocos especialistas podían comprenderlo del todo, y pese a que, aunque resultaba impecable desde el punto de vista matemático, las pruebas experimentales podían tardar décadas en obtenerse.

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