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– Ignoraba que fueses a salir esta noche -dijo su madre mientras hojeaba una revista frente al televisor, escudriñándola por encima de las gafas de lectura.

– He quedado con un amigo -mintió. O quizá no. Aún no lo sabía.

– ¿Con ese estudiante de periodismo?

– Sí.

– Me alegro. Te conviene conocer gente.

Elisa estaba sorprendida. La semana anterior había hecho un comentario sobre Javier Maldonado, una frase banal en medio de los amplios silencios que surgían entre ambas. Había creído que su madre ni siquiera la había oído, pero ahora comprobaba lo equivocada que estaba. Le intrigó aquel detallado interés materno: siempre había supuesto que a ninguna de las dos le importaba lo que hiciese la otra, o con quién lo hiciese. Da igual, de cualquier forma también es mentira. Aún la oyó decir algo más (quizá: «Que lo pases bien») mientras abría la puerta de la calle. Sonrió ante aquella última cortesía, ya que ignoraba cómo iba a «pasarlo», ni siquiera sabía exactamente adónde se dirigía.

Porque el club Euclides no existía.

La dirección, en una pequeña calle de Chueca, era correcta, pero en ninguna guía general o especializada había podido hallar referencias sobre un bar o club de ese nombre en esa u otra dirección de Madrid. Paradójicamente, constatar aquel hecho había renovado su confianza en la supuesta cita.

Su razonamiento era el siguiente: si el local hubiese sido auténtico, el cúmulo de coincidencias -el mensaje, la página web, la clave de «Euclides», la existencia del club- habría resultado sospechosamente excesivo. Pero la circunstancia de que no viniera en las guías despertó su curiosidad; más aún cuando comprobó que los otros tugurios sí se correspondían con lugares reales. Quizá ello significaba, tan solo, que todo se trataba de una fantasía. O quizá indicaba que su anónimo remitente había trazado un hábil plan con el nombre de Euclides para hacerla acudir a un sitio concreto en una hora determinada. Pero ¿por qué? ¿Quién podía ser y qué pretendía?

Cuando salió de la estación de metro de Chueca al aire caluroso de la calle, y se halló en medio de la barahúnda de jóvenes, razas y sonidos que poblaban los pequeños reductos, no pudo evitar cierto desasosiego. Era una sensación que no radicaba en nada concreto (porque tampoco esperaba ni temía nada concreto), pero que produjo en su espalda, bajo la camiseta y la ligera rebeca que llevaba, un leve hormigueo. Se alegró de que su atuendo, completado con los vaqueros rotos, no resultara precisamente llamativo en aquella zona.

La dirección correspondía con el final de una de las pequeñas calles que partían de la plaza, y estaba encajada entre dos portales. Se trataba de un bar, un club o ambas cosas, pero no se llamaba Euclides. Al neón de su verdadero nombre le faltaban letras, aunque eso no interesó a Elisa. En lo que sí se fijó fue en su aspecto: dos puertas batientes y oscuras, de cristal opaco. Por lo demás, no parecía ningún escondite secreto, ningún garito clandestino dedicado a atraer, mediante subterfugios matemáticos, a jovencitas graduadas en física teórica para someterlas a crueles vejaciones. La gente entraba y salía, los Chemical Brothers resonaban en las profundidades, no parecía haber gorilas que controlaran a la clientela. En su reloj de pulsera daban las once y diez. Decidió entrar.

Había una escalera con un recodo. Al doblar este último podía vislumbrarse una aceptable panorámica. El salón, no muy espacioso, estaba atestado, de modo que parecía aún más pequeño. Las únicas luces se concentraban en una barra al fondo y eran rojas, por lo que en las zonas más alejadas solo se vislumbraban mitades de cabellos, brazos, muslos y espaldas rojizos. La música atronaba de tal manera que Elisa estaba segura de que, de interrumpirse bruscamente, los oídos de todo el mundo seguirían zumbando durante horas. Al menos el aire acondicionado tenía cierto empeño en trabajar a toda potencia. ¿Y qué más debo hacer, señor Euclides?

Terminó de descender y se agregó a las sombras. Costaba esfuerzo avanzar sin tocar ni ser tocado. Quizá la cita sea en la barra. Se dirigió hacia allí sin importarle usar las manos para apartar a la gente.

De pronto alguien usó las manos con ella. Un férreo apretón en su brazo.

– ¡Ven! -Oyó aquella voz-. ¡Rápido!

La sorpresa la dejó aturdida, pero obedeció.

Todo se transformó entonces en una veloz sucesión de imágenes. Se dirigieron al fondo del local, donde estaban los aseos, subieron otra escalera, más angosta que la de entrada, y accedieron a un corto pasillo con una puerta al fondo. Ésta mostraba una barra de apertura y un cerrador neumático sobre cuyo dintel destacaba el letrero de «Exit». Cuando la alcanzaron, él presionó la barra y la abrió unos milímetros. Observó el exterior, la cerró. Luego se volvió hacia ella.

Elisa, que lo había seguido como atada por un collar a su mano, se preguntó qué iba a suceder. Dadas las circunstancias, esperaba cualquier cosa. Pero la pregunta que escuchó desbordó todas sus expectativas. Creyó haber oído mal.

– ¿Mi teléfono móvil?

– Sí. ¿Lo llevas encima?

– Sí, claro…

– Déjamelo.

Boquiabierta, introdujo la mano en el bolsillo de los vaqueros. Apenas había sacado el pequeño aparato cuando él se lo arrebató.

– Quédate aquí y mírame.

Ella sostuvo la puerta mientras él salía. Se asomó el tiempo justo de verle atravesar la estrecha calle y (apenas logró creerlo) arrojar su móvil a una papelera ceñida a un poste. Luego regresó y cerró la puerta.

– ¿Has visto bien dónde lo dejé?

– Sí, pero ¿qué…?

Él se llevó un índice a los labios.

– Sssh. No tardarán.

Durante la pausa que siguió, ella lo miró a él y él miró hacia la calle.

– Ahí vienen -dijo de repente. Había bajado la voz hasta convertirla en un susurro-. Acércate despacio. -Sintió otra vez la necesidad de obedecerle, pese a que lo que menos deseaba era acercarse-. Fíjate.

A través de la hendidura de la puerta lo único que pudo ver fue un coche de motor rugiente que en aquel momento atravesaba la calle y, en la acera de enfrente, un hombre introduciendo la mano en la papelera. Otro coche pasó, y luego otro. Cuando su campo visual quedó libre, pudo comprobar que el hombre había sacado un objeto y lo limpiaba con sacudidas que revelaban cierto enfado. No necesitó aguzar la vista: se trataba de su móvil, sin duda alguna; el hombre lo había abierto dejando en libertad la familiar lucecita azul de la pantalla. Era un tipo desconocido, calvo, con camisa de manga corta y (casi para su sorpresa) sin bigote.

De repente el hombre giró la cabeza hacia ellos. Todo volvió a oscurecerse.

– No queremos que nos vean, ¿verdad? -dijo él junto a su oído tras cerrar la puerta-. Sería estropear un bonito plan… -Entonces sonrió de una forma que hizo que Elisa se sintiera incómoda-. Debería comprobar si llevas otros micros encima… Quizá escondidos en la ropa, o en algún rincón de tu anatomía… Pero ya habrá tiempo esta noche de estudiarte exhaustivamente.

Ella no respondió. No sabía qué la impresionaba más: si el tipo que acababa de ver rescatando su móvil de la papelera o la presencia de él, sus increíbles ojos azul verdosos, tan fríos e inquietantes, y su voz teñida de aquel acento de burla. Pero cuando él volvió a darle una orden, la acató de inmediato.

– Vamos -dijo Valente Sharpe.

– ¿Cómo puede nadie haber colocado un… transmisor en mi móvil?

– ¿Estás segura de no haberlo dejado olvidado en algún sitio? ¿O de no habérselo prestado a alguien aunque solo fuera un momento?

– Completamente segura.

– ¿Se te ha estropeado algo recientemente? ¿La tostadora? ¿La televisión? ¿Algo que necesitara la visita de un técnico?

– No, yo… -Entonces lo recordó-. La línea telefónica. La semana pasada vinieron a repararla.

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