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– Gracias por venir.

– Quería verte antes de acostarme. Y contarte los últimos chismes. -Nadja arqueó sus casi blancas cejas mientras la escuchaba-. Carter acaba de decirnos que ha recibido información por satélite: se aproxima un buen temporal a Nueva Nelson, un tifón, llegará a mediados de semana, pero lo más fuerte lo pasaremos el sábado y el domingo. Estas lluvias son solo el anuncio. La buena noticia es que tenemos vacaciones forzosas. No nos permitirán usar a SUSAN ni recibir imágenes telemétricas nuevas, y el fin de semana tampoco podremos encender los ordenadores, por si acaso fallara el generador principal y hubiera que usar el de emergencia. No te preocupes, tonta -se apresuró a decir al ver la cara que ponía su amiga-. Carter asegura que no se va a ir la luz…

La expresión de Nadja le borró la sonrisa. Cuando habló, su voz sonó como si un desconocido la hubiese sorprendido en medio de la noche y obligado a decir aquellas palabras.

– Esa… mujer… nos veía, Elisa.

– No, cariño, claro que no…

– Y su cara… Como si le hubiesen raspado las facciones con una cuchilla hasta arrancárselas…

– Nadja, basta… -Sintiendo una oleada de pura compasión, Elisa la abrazó. Permanecieron las dos así un rato, protegiéndose mutuamente de algo que no comprendían, en aquella habitación casi a oscuras.

Luego Nadja se apartó. La rojez de sus ojos era tanto mas notable debido a la blancura que los rodeaba.

– Soy cristiana, Elisa, y cuando respondí el cuestionario para este trabajo dije que daría cualquier cosa por poder… poder verlo alguna vez… Pero ahora ya no estoy tan segura… ¡Ahora ya no sé si deseo verlo!

– Nadja. -Elisa la sujetó de los hombros y le despejó el cabello de la cara-. Mucho de lo que sientes es consecuencia del Impacto. Ese ahogo que no te dejaba respirar, el pánico, la idea de que todo se relaciona de alguna forma contigo… Yo sentí lo mismo tras la imagen de los «dinos». Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para superarlo. Silberg dice que habrá que estudiar mejor el Impacto, saber por qué nos ocurre a unos con unas imágenes y a otros con otras… Pero, en cualquier caso, se trata de una consecuencia psicológica. No debes pensar que…

Nadja lloraba en su hombro, pero sus sollozos fueron apagándose. Al fin solo persistieron el zumbido de los aparatos de aire y el repiqueteo de la lluvia.

Una parte de Elisa no podía evitar compartir el terror de Nadja: con Impacto o sin él, la imagen de la mujer sin facciones había sido espantosa. Al recordarla le parecía que la habitación se hacía más fría y la oscuridad más densa.

– ¿Acaso no te gustaron los «dinos»? -probó a bromear.

– Sí… Es decir, no del todo. Ese brillo de la piel… ¿Por qué os pareció tan bonito? Era repugnante…

– Ya. Tú prefieres los huesos, no el relleno.

– Sí, soy paleon… -Nadja luchó con el castellano.

– «Paleontóloga.»

Sonrieron. Elisa le acarició el pelo blanco y la besó en la frente. El cabello de Nadja, con su suavidad y su color de muñeca, la fascinaba.

– Ahora debes intentar descansar -dijo.

– No creo que pueda. -El miedo deformaba el rostro de Nadja. Sus facciones no eran ciertamente muy hermosas, pero cuando ponía aquella cara hacía pensar a Elisa en una doncella de cuadro antiguo pidiendo ayuda a un caballero-. Volveré a oír los ruidos… ¿Tú no los oyes ya? Esos ruidos de pasos…

– Ya te dije que era la señora Ross…

– No, no siempre.

– ¿Cómo?

Nadja no contestó. Era como si pensara en otra cosa.

– Anoche volví a oírlos -dijo-. Salí de la habitación y miré por las puertas de Ric y Rosalyn, pero no se habían movido de sus camas. ¿No oíste nada tú?

– Dormí a pierna suelta. Pero serían los hombres de Carter. O la señora Ross en la despensa. Hace una inspección semanal. Le pregunté y me confirmó…

Pero Nadja sacudía la cabeza.

– No era ella…, ni tampoco un soldado.

– ¿Por qué estás tan segura?

– Porque lo vi.

– ¿A quién?

El semblante de Nadja era como una máscara de nácar.

– Ya te dije que cuando escuché los pasos me levanté y salí. Miré en los cuartos de Ric y de Rosalyn, pero no me pareció que hubiese nada raro. Entonces di la vuelta para mirar en el tuyo… y vi a un hombre. -Le apretó un brazo con fuerza-. Estaba de pie junto a tu puerta, de espaldas, yo no podía ver su cara… Al principio creí que era Ric y le llamé, pero de repente me di cuenta de que no era él… Era un desconocido.

– ¿Cómo podías saberlo? -murmuró Elisa, aterrada-. El pasillo no tiene mucha luz… y dices que estaba de espaldas…

– Es que… -Los labios de Nadja temblaban, su voz se convirtió en un gemido de horror-… Me acerqué y me di cuenta de que, en realidad, no estaba de espaldas…

– ¿Qué?

– Le vi los ojos: eran blancos… Pero la cara estaba vacía. No tenía rostro, Elisa. ¡Te lo juro! ¡Créeme!

– Nadja, estás influida por la imagen de la mujer de Jerusalén…

– No, esa imagen la he visto hoy, pero esto me ocurrió anoche.

– ¿Se lo has contado a alguien? -Nadja negó con la cabeza-. ¿Por qué? -Cuando comprobó que su amiga no contestaría, Elisa agregó-: Yo te diré por qué. Porque en el fondo sabes que fue un sueño. Ahora lo ves de otra manera debido al Impacto…

Aquella explicación pareció surtir efecto en la joven paleontóloga. Se quedaron un instante mirándose!.

– Quizá tengas razón… Pero fue un sueño horrible.

– ¿Recuerdas otra cosa?

– No… Se acercó a mí y… Creo que me desmayé al verle… Luego aparecí en la cama… -«¿Ves?», le decía Elisa. Nadja volvió a apretarle el brazo-. Pero ¿no crees que puede haber alguien más, aparte de los soldados, Carter o nosotros?

– ¿A qué te refieres?

– Alguien más… en la isla.

– Es imposible -dijo Elisa estremeciéndose.

– ¿Y si hubiera alguien más, Elisa? -insistía Nadja. Apretaba el brazo de Elisa con tanta fuerza que le hacía daño-. ¿Y si hubiese alguien más en la isla que no supiéramos?

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Sergio Marini hacía trucos de magia: era capaz de sacar un billete de tu oreja, partirlo por la mitad y recomponerlo con la mano derecha, como si la izquierda la reservara para cosas más serias. Colin Craig tenía grabados en su portátil los últimos grandes partidos del Manchester, y solía ver con Marini las retransmisiones de encuentros internacionales. Jacqueline Clissot enseñaba por doquier las fotos de su hijo Michel, de cinco años, a quien le enviaba correos electrónicos muy graciosos, y luego se sentaba a darle sensatos consejos a Craig, que sería papá por primera vez el año próximo. Cheryl Ross ya era abuela desde hacía dos años, pero no hacía calceta ni amasaba buñuelos sino que hablaba de política y le gustaba criticar a «ese inmenso idiota» de Tony Blair. Reinhard Silberg había perdido recientemente a su hermano debido a un cáncer, y coleccionaba pipas pero rara vez fumaba. Rosalyn Reiter leía novelas de Le Carré y Ludlum, aunque durante el mes de agosto su afición favorita había sido Ric Valente. Ric Valente trabajaba y trabajaba, en todas partes, a todas horas: ya había dejado de estar con Rosalyn, incluso de dar paseos con Marini y Craig, y esos ratos los dedicaba a trabajar. Nadja Petrova charlaba y sonreía: su gran afición era no estar sola. David Blanes quería estar solo para interpretar los laberintos de Bach al teclado. Paul Carter hacía ejercicio -barras y flexiones- junto a la casamata. En eso se parecía a ella, aunque lo que ella hacía era correr por la playa y nadar, cuando la lluvia y el viento se lo permitían. Bergetti jugaba a las cartas con Marini. Stevenson y su colega, también británico, York, solían ver las retransmisiones de fútbol junto con Craig. Méndez era muy chistoso y hacía reír a Elisa con cuentos que contados por cualquier otra persona hubiesen parecido bobos. El tailandés Lee era aficionado a la música New Age y a los aparatos electrónicos.

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