Así eran sus compañeros. Así fueron los dieciséis únicos habitantes de Nueva Nelson entre julio y octubre de 2005.
Ella nunca olvidaría aquellos pasatiempos banales que los definían, les otorgaban historia e identidad.
Jamás olvidaría. Por muchas razones.
La mañana del martes 27 de septiembre, Elisa se enteró de una noticia que le hizo mucha ilusión. Se la dijo la señora Ross (que era «como Hacienda», según definición de Marini, y lo sabía «todo sobre todo el mundo») durante el almuerzo. Elisa se pasó el resto de la comida decidiendo si debía o no hacerlo, e imaginando posibles resultados.
Al fin optó por ponerse pantalones largos. Podía parecer una estupidez (una «niñería», lo llamaría su madre), pero no le apetecía presentarse ante él en shorts.
Cuando se acercó a su despacho esa tarde oyó el picoteo de dos pájaros saltando sobre las teclas. Carraspeó. Llamó con los nudillos. Al abrir la puerta, se juró a sí misma que guardaría para siempre la imagen del científico sentado ante el piano eléctrico mientras su semblante parecía transportado a un paraíso privado donde ni siquiera la física tenía cabida. Se quedó en el umbral escuchándolo hasta que él se detuvo.
– Preludio de la primera partita en si bemol mayor erijo Blanes.
– Es preciosa. No quería interrumpirle.
– Vamos, pasa y no digas bobadas.
Aunque había estado varias veces en aquel despacho, se sintió algo tensa. Siempre se sentía algo tensa cuando entraba allí. Parte de la culpa la tenían el reducido tamaño de la habitación y el cuantioso número de objetos apilados, incluyendo la pizarra de plástico atestada de ecuaciones, la mesa con el ordenador y el teclado musical y la estantería de libros.
– Quería felicitarle -murmuró de pie, pegada a la puerta-. Me ha alegrado mucho la noticia. -Lo vio fruncir el ceño con los ojos achinados, como si ella fuese invisible y él escudriñase el aire para poder distinguir qué clase de criatura incorpórea le hablaba-. El señor Carter se lo dijo a la señora Ross… -De pronto, mientras se enjugaba los labios, pensó algo. Joder, no lo sabe todavía. Voy a tener que decírselo yo-. Lo ha filtrado una fuente extraoficial de la Academia Sueca esta mañana…
Blanes dejó de mirarla. Parecía haber perdido todo interés en la conversación.
– Solo soy un… ¿Cómo lo llaman?… «Firme candidato.» Todos los años lo soy. -Y rubricó la frase con un acorde de teclas, como si le indicase que prefería seguir tocando a hablar de chorradas.
– Se lo darán. Si no este año, el próximo.
– Claro. Me lo darán.
Elisa no sabía qué más añadir.
– Usted se lo merece. La «teoría de la secuoya» es… es un éxito rotundo.
– Un éxito desconocido -precisó él hablando de cara a la, pared-. Nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, porque los pequeños éxitos los conoce mucha gente, los grandes unos pocos y los inmensos nadie.
– Éste sí lo conocerán -replicó ella con sincera emoción-. Habrá maneras de reducir el Impacto, o controlarlo… Estoy segura de que lo que usted ha conseguido terminará sabiéndolo todo el mundo…
– Ya basta de «usted». Yo, David; tú, Elisa.
– De acuerdo. -Ella sonrió, pese a que no le gustaba la escena que, sin querer, había provocado. Su pretensión era felicitarle y marcharse sin tener ocasión siquiera de escuchar su agradecimiento. Le parecía obvio que a Blanes su presencia no le interesaba un pimiento.
– Siéntate donde puedas.
– Solo venía a decirle… a decirte esto…
– Siéntate de una vez, caramba.
Elisa encontró un lugar sobre la mesa, junto al ordenador. Era estrecho, y el borde se clavaba en su trasero. Por fortuna llevaba pantalones largos. Blanes siguió mirando hacia la pared. Ella sospechaba que se disponía a hablarle de las injusticias que la sociedad perpetraba con pobres genios hispanos como él, por eso se le encogió el estómago cuando le oyó decir:
– ¿Sabes por qué no te dejaba responder en clase? Porque sabía que conocías la respuesta. Cuando yo doy clase, no quiero escuchar respuestas: quiero enseñar. Con Valente no me sentía tan seguro.
– Comprendo -dijo ella tragando una bola de saliva.
– Luego, cuando respondiste sin que te preguntara, y de esa manera tan tonta en que lo hiciste, cambié de opinión respecto de ti.
– Ya.
– No, no es lo que estás pensando. Déjame decirte algo. -Blanes se frotó los ojos y luego se estiró sobre el asiento-. No te lo tomes a mal, pero tienes uno de los mayores defectos que pueden tenerse en este puñetero mundo: pareces no tener defectos. Eso fue lo que me cayó peor de ti desde el principio. Es mejor, muchísimo mejor, provocar burla antes que envidia, recuérdalo siempre. Sin embargo, cuando me hablaste con ese tono de orgullo herido, me dije: «Ah, bueno, menos mal. Será bella, inteligente y trabajadora, pero al menos es una capulla arrogante. Algo es algo».
Se quedaron mirándose muy serios y de improviso ambos sonrieron.
Una amistad no es un logro tan difícil y esforzado como muchos creen. Tendemos a pensar que las cosas más importantes tardan en nacer, pero a veces una amistad o un amor surgen como el sol cuando hay nubes: un segundo antes todo era gris; un segundo después, la luz ciega.
En ese simple segundo, Elisa se hizo amiga de David Blanes.
– De modo que voy a decirte algo más para contribuir a que conserves ese defecto -añadió él-: aparte de ser una capulla arrogante, eres una estupenda colaboradora, la mejor que he tenido nunca. Eso te disculpa por haber venido a felicitarme.
– Gracias, pero… ¿no querías que te felicitara? -preguntó ella, titubeante.
Blanes replicó con otra pregunta.
– ¿Sabes lo que significa el Nobel en mi caso? La zanahoria. La «teoría de la secuoya» no está probada oficialmente, y no podemos revelar nuestros experimentos en Nueva Nelson porque constituyen «materia clasificada». Pero quieren darme una palmada en la espalda. Decirme: «Blanes, la ciencia lo admira. Siga trabajando para el gobierno». -Hizo una pausa-. ¿Qué te parece?
Ella lo pensó un rato.
– Me parece la opinión de un capullo arrogante -dijo, poniendo su típica expresión «cruel».
Esa vez ambos soltaron carcajadas.
– Uno a uno -dijo Blanes, enrojeciendo-. Pero te explicaré por qué creo tener razón. -Se pasó la mano por la cara, y de repente Elisa supo que llegaba el momento de hablar en serio. En la habitación no había ventanas, pero el rumor de la lluvia y el zumbido del climatizador se filtraban a través del revestimiento metálico de las paredes. Por un momento solo se oyeron esos ruidos-. ¿Has coincidido alguna vez con Albert Grossmann?
– No, nunca.
– Él me ha enseñado todo lo que sé. Lo quiero como a un padre. Siempre he pensado que la relación entre maestro y discípulo es mucho más intensa en nuestra especialidad que en otras. -Y tan cierto, pensó Elisa-. Los idealizamos hasta extremos inconcebibles, pero a la vez sentimos la imperiosa necesidad de superarlos. Creo que es debido a lo solitario que es este trabajo. En física teórica somos como monstruos encerrados en madrigueras… Transformamos la faz del mundo sobre el papel, Dios mío, somos realmente peligrosos… Pero me estoy desviando del tema… Grossmann es un tipo fuerte, un gran teutón, lleno de energía. Está retirado ya. Recientemente le diagnosticaron un cáncer… Esto no lo sabe nadie, así que no lo comentes… Te lo cuento para que entiendas qué clase de hombre es. No le da ninguna importancia a su enfermedad, y tiene mejor aspecto que yo, te lo juro. Dice que aún durará muchos años, y le creo. Estaba retirado ya en 2001, pero la noche en que obtuvimos la imagen del Vaso Intacto fui a su casa y se lo conté. Pensé que se alegraría, que me felicitaría. En lugar de eso me miró y dijo: «No, David», tan débilmente como si solo hubiese respirado. Y repitió: «No, David, no lo hagas. El pasado está prohibido. No te atrevas a tocar lo prohibido». Creo que en ese instante comprendí por qué se había jubilado. Un físico teórico se jubila cuando empieza a pensar que los descubrimientos están prohibidos. -Contemplaba las teclas blancas y negras con intensa concentración. Tras una pausa añadió-: De cualquier forma, quizá Grossmann tuviese razón en algo. En aquella época todavía no sabíamos nada del Impacto. Pero no hablo solo de eso. También de la empresa que financia el Proyecto Zigzag.