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Los resplandores familiares estaban ausentes. No había focos sobre la estación, no había estación sobre la isla, quizá tampoco isla sobre el mar. Solo aquella estridencia terrible: un ulular enloquecedor que perforaba sus tímpanos. Una alarma.

Se incorporó, negándose aún a sentir miedo, y entonces oyó las voces, apretujadas en el estrecho espacio de decibelios que dejaba libre la vibrante campana. Las voces trajeron el miedo como trae la brisa el olor de una carroña: gritos en un inglés que ella no precisó traducir para comprender que algo grave había sucedido, porque existe un momento en cualquier urgencia en que la gente entiende todo lo que oye sin necesidad de descifrarlo. Las catástrofes son políglotas.

Se abalanzó hacia la puerta pensando en un incendio, y casi se dio de bruces contra un fantasma horripilante, blanco como la radiografía de un cuerpo humano clavada en la pared.

– ¡Se han i… i… ido todas…! ¡Las luces! ¡Todas! ¡Hasta la de mi… linterna!

Era cierto: ni siquiera se hallaban encendidas las de emergencia. La rodeaba la oscuridad más impenetrable. Pasó un brazo por los temblorosos hombros de Nadja procurando consolarla y echó a correr junto a ella, a tientas, descalza, pasillo arriba.

Un muro les impidió avanzar. De aquella pared emergía la voz de Reinhard Silberg, cuya silueta se recortaba en el resplandor de una linterna. Alzándose de puntillas para superar el obstáculo de Silberg, Elisa pudo ver también a Jacqueline Clissot, a quien el rayo de luz apuntaba desde abajo, y a Blanes forcejeando con el individuo que sostenía la linterna (un soldado, quizá Stevenson) en la embocadura del pasillo que llevaba al segundo barracón. ¡Quiero pasar! ¡No puede! ¡Tengo derecho…! ¡Le digo que…! ¡Soy el director científico…!

Se dio cuenta de que Nadja le estaba gritando algo desde hacía tiempo:

– ¡Ric y Rosalyn no están en sus cuartos! ¿Los has visto?

Intentaba improvisar una respuesta más larga que el «no» cuando, de súbito, el silencio se hizo puro.

Y, acompañándolo, la voz de alivio de Marini (lejana, procedente del segundo barracón: «Ah, al fin, coño»). La alarma, ya apagada, había dejado tantos ecos en los oídos de Elisa que no percibió que alguien más se acercaba por el pasillo detrás de Stevenson. Una mano enorme salió de la oscuridad, un rostro de piedra se encaró con Blanes.

– Calma, profesor -dijo Carter sin elevar la voz-. Calma todos. Ha habido un cortocircuito en el generador principal Eso disparó la alarma. Por eso no hay luces.

– ¿Por qué no se ha puesto en marcha el generador secundario? -preguntó Silberg.

– Lo ignoramos.

– ¿Las máquinas están bien? -inquirió Blanes.

Elisa nunca olvidaría la respuesta de Carter: la forma que tuvo de desviar los ojos, la rigidez de su rostro contrastando con cierta aparente blancura en las mejillas, el brusco descenso del tono de voz.

– Las máquinas, sí.

19

– Perdón, ¿alguien quiere más té o café? Voy a recoger las tazas.

La voz de la señora Ross surgió por sorpresa, como la de aquellos que rara vez hablan. Elisa se fijó en que era la única que estaba comiendo (un yogur, a cucharadas tranquilas pero incesantes). Se hallaba sentada a la mesa y su aspecto era mejor del que cabría esperar, no solo debido a lo ocurrido sino a que aún no había tenido tiempo de acicalarse y colgar de su cuerpo la joyería que solía llevar encima. Poco antes había estado haciendo té y café y repartiendo galletas, como una madre práctica que pensara que un mínimo desayuno era imprescindible para poder charlar sobre la muerte.

Nadie quería nada más. Tras atusarse el cabello, siguió con, el yogur.

Se habían reunido en el comedor: un grupo de rostros ojerosos y pálidos. Faltaban Marini y Craig, que estaban revisando el acelerador, y Jacqueline Clissot, dedicada a una tarea propia de su especialidad, pero totalmente insospechada antes de que aquella tragedia se produjera.

– En mi opinión -dijo Carter-, la señorita Reiter se levantó de madrugada por algún motivo, se dirigió a la sala de control y entró en la cámara del generador. Allí tocó donde no debía, provocó un cortocircuito y… El resto ya lo conocen. Cuando la doctora termine su examen, sabremos algo más. Carece de materiales para hacer una autopsia, pero ha asegurado que emitirá un informe.

– ¿Y dónde se ha metido Ric Valente? -preguntó Blanes.

– Ésa es la segunda parte. Aún no me la sé, profesor. Pregúntemela después.

Silberg, sentado a la mesa, en pijama, con la expresión extraña que muestran todos los rostros que usan gafas y de pronto aparecen sin ellas (las había dejado en el dormitorio y aún no había podido recuperarlas), las mejillas bañadas de lágrimas, abrió sus grandes manos mientras murmuraba:

– La puerta de la cámara del generador… ¿No estaba cerrada con llave?

– Así es.

– ¿Cómo pudo Rosalyn entrar allí?

– Con una copia, sin duda.

– Pero ¿para qué querría Rosalyn una copia de esa llave? -Elisa tampoco conseguía explicárselo.

– Un momento -dijo Blanes-. Colin me contó que hubo que esperarlo a usted para desconectar la alarma de la cámara del generador, porque solo usted poseía una llave, ¿correcto?

– Así es.

– Eso significa que estaba cerrada por fuera. Es decir, Rosalyn estaba encerrada. ¿Cómo pudo hacerlo sola?

– No he dicho que lo hiciera sola -precisó Carter rascándose los erizados pelos de su perilla grisácea-. Alguien la encerró allí.

Aquello parecía dar paso a otro nivel, otro plano de la situación. Blanes y Silberg se miraron. Hubo un silencio incómodo que Carter quebró.

– No obstante, no puede descartarse un accidente. Encerrada en la oscuridad, la señorita Reiter tropezaría, o tocaría esos cables sin querer…

– ¿No había luz en la cámara del generador? -preguntó Silberg-. Ella fue la que provocó el cortocircuito, ¿verdad? Entonces había luz antes de que ella tocara esos cables… ¿Por qué no la encendió?

– Quizá lo hizo.

– ¿Lo hizo o no? -Tomó el relevo Blanes-. ¿En qué posición estaba el interruptor?

– No me he fijado en ese detalle, profesor -contestó Carter, y Elisa percibió por primera vez cierta irritación en su tono de voz-. No obstante, si alguien la encerró en la oscuridad, pudo ponerse nerviosa y no encontrar el interruptor.

– Pero ¿por qué encerrarla? -Silberg miraba con expresión desconcertada-. Incluso si alguien quería hacerle daño… ¿por qué hacer eso? Hay muchas cosas que no encajan…

Carter rió por lo bajo.

– Muchas cosas no encajan en las tragedias, se lo aseguro., Lo sucedido debe de tener una explicación muy simple. En la vida real -añadió, acentuando ostensiblemente la palabra, «real»- las cosas casi siempre son simples.

– En la vida real que usted conoce, quizá sí, no en la que yo conozco -objetó Blanes-. Luego está la desaparición de, Ric. Nadja: ¿por qué no vuelves a contar lo que dices que encontraste en su cama?

Nadja asintió. Elisa, sentada junto a ella sobre la mesa, la sintió temblar sin necesidad de tocarla y le tendió un brazo e ademán protector.

– Cuando oí la alarma me levanté y salí al pasillo… Estaba sola, ninguno de mis compañeros se había levantado aún y… Bueno, quise despertarlos. Entonces comprobé que la cama de Rosalyn estaba vacía y en la de Ric había… No era exactamente un muñeco sino algo más burdo, hecho con la almohada, un par de mochilas cilíndricas… La sábana estaba en el suelo -agregó.

– ¿Por qué haría Ric algo así? -preguntó Blanes.

Por la mente de Carter parecía haber cruzado un pensamiento. Dijo:

– No los hubiese imaginado tan detectives a ustedes. Creí que eran físicos.

– La física se basa en emitir hipótesis, seguir pistas y hallar pruebas, señor Carter. Es lo que estamos intentando hacer ahora. -Blanes contempló a Carter con aquella mirada de párpados caídos que Elisa ya conocía-. ¿Cree que Ric podría estar escondido dentro de la estación?

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