– ¿Por qué no la sentimos cuando vimos el Vaso Intacto? -preguntó Valente.
– En realidad, sí la sentimos -dijo Silberg, y Elisa comprendió que parte de su emoción ante aquella imagen podía deberse a eso-. Solo que con menor intensidad. Al parecer, los impactos más fuertes se producen con el pasado remoto. Entre los síntomas detectados se encuentran ansiedad, despersonalización y desrealización (la sensación de que somos irreales, o lo es el mundo que nos rodea), insomnio y, en ocasiones, fenómenos alucinatorios. Por eso comencé advirtiéndoles que no se trata de películas. La apertura de cuerdas de tiempo es un fenómeno más complejo.
Elisa se percató de que Nadja se frotaba los ojos. Clissot se había sentado junto a ella y le hablaba al oído.
– Ignoramos si existen síntomas más importantes -prosiguió Silberg-. Es decir, Impactos graves. Lo cual nos obliga a dictar una serie de normas de seguridad que rogaría que todos acatáramos. La primordial es ésta: cuando contemplemos una imagen por primera vez, lo haremos en grupo, tal como hemos hecho hoy. De ese modo podremos observar las reacciones que suframos. Además, nuestra conducta fuera de esta sala, incluso en privado, también será susceptible de cierto control: las mirillas de las puertas y la ausencia de cerraduras cumplen ese objetivo. No se trata de que nos convirtamos en espías de los demás sino de que nadie quede aislado. Si el Impacto afectara a alguno de nosotros de manera especial, los demás deben saberlo cuanto antes… Pese a lo cual, sigue existiendo un margen de riesgo desconocido. Nos enfrentamos a algo nuevo, y no podemos prever los nuevos efectos que nos causará.
Al principio hubo murmullos ante el tono de las palabras de Silberg. Un minuto después, sin embargo, el ánimo general cambió. Aquella primera prueba del trabajo que les esperaba provocaba en todos una ilusión innegable. Los ojos de Elisa estaban húmedos y sentía un nudo en la garganta. Un paisaje del Cuaternario… Dios mío, sigo aquí, soy yo, no estoy soñando… He visto la Tierra, el planeta donde vivo, hace casi un millón de años… La voz de Sergio Marini resumió con humor aquella atmósfera alzándose por encima de las demás:
– Bueno, ya hemos oído los inconvenientes de este empleo. ¿A qué estamos esperando? ¡A trabajar!
Elisa se levantó muy animada. Pero en ese momento Valente le susurró:
– Nos están ocultando cosas, querida… Estoy seguro de que no nos dicen toda la verdad.
15
La noche del lunes 25 de julio, Elisa vio la sombra por primera vez.
Luego comprendió que se había tratado de otro indicio: el Señor Ojos Blancos había llegado.
Aquí estoy, Elisa. He venido.
Ya no me moveré de tu lado.
Leve y silenciosa, como un alma durante uno de esos viajes esotéricos llamados «astrales» en los que su madre creía a pies juntillas, flotó en la mirilla de su puerta y desapareció. Ella sonrió. Otro que no puede dormir.
No era raro. El cuarto era confortable, pero no podía considerarse un hogar. Hacía calor entre aquellas paredes metálicas porque, tal como Valente le había dicho, quitaban el aire acondicionado por las noches y la ventana era de báscula y no se abría del todo. Cubierta solo por sus pequeñas bragas, Elisa transpiraba sobre la cama, en medio de una difusa mezcla de luz y oscuridad: a su derecha, los resplandores de los focos de las alambradas; a su izquierda, el rectángulo tenue de la mirilla. Y de pronto la sombra.
La había visto desfilar en dirección a la puerta que dividía las dos alas del barracón, así que con toda probabilidad debía de tratarse de uno de sus compañeros: Nadja, Ric o Rosalyn. Los demás dormían en el ala opuesta.
¿Adónde irá? Aguzó el oído. Las puertas no eran ruidosas, pero no por eso dejaban de ser metálicas, de modo que se preparó para escuchar, en cuestión de segundos, algún tipo de chasquido.
No oyó nada.
Aquel silencio la intrigó. Le hizo pensar en algo más que pura cortesía para con los que descansan. Era como si el supuesto insomne pretendiera ser cauteloso.
Salió de la cama y se acercó a la mirilla. Distinguió las débiles luces de emergencia del pasillo. Éste parecía vacío, pero ella estaba segura de haber visto pasar una silueta.
Se puso la camiseta y salió. La puerta que comunicaba las dos alas del barracón se hallaba cerrada. Sin embargo, alguien tenía que haberla abierto momentos antes: los fantasmas no se incluían entre las posibilidades que barajaba.
Dudó un instante. ¿Intentaría comprobar primero si alguno de sus compañeros no estaba en su lecho? No, pero tampoco iba a quedarse tranquila regresando sin más a la cama. Abrió la puerta de la siguiente ala. Ante ella se extendía un pasillo oscuro, segmentado por débiles bombillas. A la derecha, las puertas de los dormitorios; a la izquierda, el acceso al segundo barracón.
De repente sintió una vaga inquietud.
En realidad, por dentro, deseaba reírse. Nos han ordenado que nos espiemos unos a otros, y eso es lo que hago. En camiseta y bragas, de pie en el pasillo, parecía…
Un ruido.
Esta vez sí, aunque lejano. Quizá procedente del barracón paralelo.
Caminó hacia la boca del pasillo que llevaba al segundo barracón. La inquietud, como un amigo pesado, se resistía a abandonarla, pero por fuera no se le notaba. En general se encontraba tranquila: ser hija única le había enseñado muy pronto a caminar a solas en la oscuridad y el silencio de las noches. Le quedaba poco para perder esa costumbre por completo.
Llegó hasta el pasillo y se asomó.
A unos dos metros de ella, una extraña criatura hecha de sombras vivas agitaba los brazos en cruz y la observaba con mirada brillante y devoradora. Pero lo más horrible (luego comprendería que se trataba de otra advertencia) fue comprobar que carecía de rostro, o bien sus facciones se mezclaban con las tinieblas.
– No grite -dijo en inglés una luz repentina, con voz ronca, cegándola (sí, ahora se daba cuenta: había lanzado un chillido)-. La he asustado, perdón…
Ella ignoraba que los soldados patrullaran de noche por el interior de los barracones. La linterna que el militar había encendido le reveló el resto: los «brazos en cruz» (el rifle), la «mirada brillante» (un visor de infrarrojos), la ausencia de rostro (una especie de radio que ocultaba su boca). En la pechera del uniforme se leía «Stevenson». Elisa lo conocía: era uno de los cinco soldados que había en la isla, uno de los más jóvenes y apuestos. Hasta ese momento no había hablado con ninguno de ellos. Se limitaba a saludarlos cuando los veía, como consciente de que estaban allí para cuidarla y no al revés. Ahora experimentó una honda sensación de vergüenza.
Stevenson bajó la linterna y alzó el visor de infrarrojos. Ella pudo ver que sonreía.
– ¿Qué hacía paseando a oscuras por el corredor?
– Creí ver a alguien pasar frente a mi cuarto. Quería saber quién era.
– Llevo aquí una hora y no he visto a nadie. -En la voz de Stevenson ella creyó detectar cierto enfado.
– Quizá me he equivocado. Perdone.
Escuchó el sonido de otras puertas: compañeros alarmados por su estúpido grito. No quiso saber quiénes eran. Se disculpó, regresó a su cuarto, se tumbó en la cama y, pensando que nunca se dormiría, se quedó dormida.
Día siguiente, martes 26 de julio, a las 18.44.
Bostezó, se levantó y puso el ordenador en «hibernación». Lo había programado para que continuase el complicado cálculo por sí solo.
El incidente con la sombra nocturna aún rondaba en su cabeza. Decidió que se lo comentaría a Nadia en la playa, al menos para reírse. Por lo pronto, necesitaba descansar un poco. Llevaba solo seis días en Nueva Nelson, pero le parecía que eran meses. Se preguntó si el esfuerzo excesivo podría llegar a enfermarla. Pero no hay problema: tengo el hospital al lado de la mesa. Contempló el silencioso laboratorio de la paleontóloga, que hacía las veces de pequeña clínica y contaba hasta con una camilla de exploración. Si seguía así, quizá le pidiera a Jacqueline alguna píldora «energética». «El cálculo de la energía me roba energía», le diría.