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Abandonó el laboratorio, se dirigió a su habitación, cogió el bikini y la toalla y salió del barracón a la mortecina luz del sol. Era uno de los escasos días sin lluvias en los meses monzónicos, y había que aprovecharlo. Al ver al soldado que montaba guardia en la verja volvió a recordar el incidente de la noche, pero en este caso no era Stevenson sino Bergetti, el italiano robusto con quien Marini jugaba a veces a las cartas. Lo saludó al pasar (le amedrentaban aquellos erizos humanos repletos de armas), atravesó la cancela y descendió la suave loma hasta la playa más increíble de su vida.

Dos kilómetros de oro molido y un mar que en sus mejores días se coloreaba de varias tonalidades de azul, al lado de cuya espuma la carne de Nadja podía parecer tan morena como la suya, de olas poderosas, maquinarias salvajes que nada tenían que ver con las domésticas ondulaciones de las playas civilizadas. Por si fuera poco, como si el Dios de aquel paraíso no quisiera provocar muchas molestias, las olas más fuertes rompían a lo lejos, permitiéndole caminar por un amplio remanso de agua y crema de arena, y hasta nadar, sin mayor inconveniente.

Nadja Petrova le hizo señas desde el lugar de costumbre. Elisa había trabado con la joven paleontóloga rusa una de esas amistades rápidas y profundas que solo acontecen entre personas obligadas a convivir en lugares aislados. Ambas tenían, cosas en común, además de la edad: carácter voluntarioso, aguda inteligencia y similar costumbre de subir peldaño a peldaño la empinada escalera de los logros. En esto último, incluso, Nadja la superaba. Nacida en San Petersburgo, inmigrante en Francia desde su adolescencia, se había abierto camino hasta obtener una de las codiciadas becas de doctorado con Jacqueline Clissot en Montpellier, convirtiéndose en su discípula predilecta, y todo ello sin una madre rica que le pagara hasta el tiempo que emplearían ambas en discutir. Pero cuando hablaba con Nadja no percibía aquellas cualidades tan duras: más bien se quedaba con la fulgurante impresión dé una chica amable y divertida, de pelo color cidra y piel nevada, de esa clase de criaturas que parecen dedicarse al sencillo e inmenso trabajo de sonreír. Elisa pensaba que no podía haber encontrado mejor compañera.

– Hum, el mar está hoy tentador -dijo Elisa dejando la toalla y el bikini en la arena y comenzando a desvestirse-. Creo que lo probaré, a ver si me ahogo.

– Por lo visto, hoy tampoco lo has conseguido. -Nadja le sonrió bajo las grandes gafas negras que protegían la mitad de su níveo rostro.

– Al menos he conseguido deprimirme.

– Repite conmigo: «Mañana lo lograré, mañana será el día».

– «Mañana lo lograré, mañana será el día» -obedeció Elisa-. ¿Puedo modificar un poco el mantra?

– ¿Qué sugieres?

– «Lo lograré un día de éstos», por ejemplo. -Elisa tensó el slip en sus caderas y cogió el sujetador del bikini-. Mantiene viva mi esperanza pero no me aburre.

– La clave del mantra es aburrir un poquito -declaró Nadja y se echó a reír.

Tras ponerse el bikini, Elisa agrupó su ropa y la sujetó con uno de los incontables frascos que siempre traía su compañera. Luego extendió la toalla y usó más frascos para asegurarla: el viento no era tan fuerte como otros días, pero no quería emplear su tiempo de descanso en perseguir una toalla o unas bragas por la arena.

Nadja estaba tumbada boca abajo. Elisa distinguía su cuerpo delgado bajo la caperuza de pelo blanco y las líneas rosadas del bikini. El primer día se habían reído cuando se probaron aquellas prendas que la señora Ross les había procurado (ninguna de las dos había pensado en llevarse un bikini a Zurich). Ella recibió el de color rosa y Nadja el blanco, pero sus pechos estaban más desarrollados que los de Nadja y el blanco era más grande y le quedaba mucho mejor. No habían tardado en intercambiarlos.

– ¿Sigues atascada en el mismo sitio? -preguntó Nadja.

– Qué va. Cada día retrocedo un poco más. Me da la impresión de que terminaré en el principio. -Elisa apoyó los codos en la arena y contempló el océano. Luego se volvió hacia Nadja, que balanceaba un frasquito mientras sonreía graciosamente-. Oh, sí, perdona, se me había olvidado.

– Ya -respondió su amiga, desabrochándose el bikini-. Lo que te ocurre es que consideras que frotarme la espalda es un trabajo degradante.

– Pero me sale mejor que los cálculos, reconócelo. -Elisa se echó crema en la mano y empezó a untar la espalda de Nadja.

La piel de Nadja resplandecía de toneladas de filtro de protección, pese a que siempre acudía a la playa al atardecer. Su problema de «casi albinismo» entristecía a Elisa porque deparaba a su amiga muchas contrariedades debido a su profesión. «No soy albina -le había explicado Nadja-, sino casi albina, pero el sol fuerte puede producirme grandes daños, incluso cáncer. Ya te imaginas: gran parte del trabajo de un paleontólogo se realiza al aire libre, a veces bajo un sol tropical o desértico.» Pero, en correspondencia con su manera de ser, Nadja se lo tomaba a broma. «Salgo de noche a buscar merocanites y gastrioceras. Soy algo así como un vampiro de la paleontología.»

– Tu amigo Ric está igual de liado que tú -le dijo Nadja, amodorrada, mientras Elisa frotaba su espalda-. Pero se lo toma mejor. Dice que quiere ganarte.

– No es mi amigo. Y siempre quiere ganarme.

Se habían dividido el trabajo: Valente se había agregado al grupo de Silberg y ella al de Clissot. La tarea de ella consistía en encontrar la energía exacta (la solución no podía tener menos de seis decimales) para abrir una cuerda temporal correspondiente a ciento cincuenta millones de años atrás, unos cuatro mil setecientos billones de segundos antes de que Nadja y ella depositaran sus delicados culitos en una playa del índico. «En algún día de sol en plena selva, en ese período que llamamos Jurásico», decía Clissot. Si lo lograban, el resultado podía ser fantástico, inconcebible: quizá llegaran a contemplar la primera imagen de un… (no lo digamos, a ver si luego nos trae mala suerte)… vivo.

Nadja y ella soñaban con esa imagen.

Elisa, a quien le habían fascinado de niña las películas de dinosaurios, pensaba que ningún esfuerzo resultaría excesivo en comparación con eso. Si su trabajo ayudaba a obtener la foto de algún gran reptil prehistórico haciendo cualquier cosa (aunque sea caquita en la hierba, por favor) ya no le quedaría nada por ver o hacer en toda su vida. Ríete de Parque Jurásico y Steven Spielberg. A partir de ese instante podría morir. O dejarse matar.

Pero se trataba de una tarea compleja y tediosa. De hecho, Blanes y ella se la habían repartido: mientras él intentaba hallar la energía necesaria para el inicio de la apertura de cuerdas, ella buscaba la energía final. Luego las compararían con el fin de cerciorarse de que eran las correctas. Sin embargo, llevaba días extraviada en el bosque de las ecuaciones, y aunque no perdía la esperanza, temía que Blanes se arrepintiera de haberla seleccionado.

– Seguro que pronto resolverás los problemas -la animó su amiga.

– Confío en eso. -Elisa se pasó las manos por los muslos para limpiarse los restos de la crema-. ¿Algo nuevo que contar de las Nieves Eternas? -preguntó a su vez.

– ¿Bromeas? No sabría por dónde empezar. Jacqueline asegura que cada vez que la ve echa por tierra veinte teorías paleogeológicas. Es increíble. Esos pocos segundos bastan para escribir un tratado entero sobre el Cuaternario. -Aún boca abajo, Nadja flexionó las rodillas y elevó las puntas de los pies, juntándolas. Tenía unos pies finos y bonitos-. Te pasas media vida estudiando la glaciación, encuentras pruebas de ella en el subsuelo de Groenlandia, sueñas con ella… Pero de repente contemplas Inglaterra bajo toneladas de nieve y dices: todo el trabajo y la ciencia de todos los profesores del mundo no pueden compararse a esto.

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