– Supongo que el Impacto te está volviendo majareta -bromeó Elisa.
Para su sorpresa, su amiga se lo tomó en serio.
– No creo. Aunque llevo varias noches que no duermo bien.
– ¿Se lo has comentado a Jacqueline?
– Ella tampoco duerme bien.
Elisa iba a decir algo cuando advirtió, con el rabillo del ojo, junto a su pierna izquierda, a uno de esos cangrejos de pinzas desiguales, la derecha de un tamaño enorme, y la otra, diminuta, que Nadja llamaba «violinistas». Su amiga le había dicho que en la jungla y en los alrededores del lago (que ella aún no había visitado) se encontraban otras especies «de importancia paleontológica».
– Una pregunta -dijo Elisa-: este bicho que está a punto de pellizcarme la pantorrilla, ¿tiene importancia paleontológica o puedo cargármelo de un porrazo?
– Pobrecillo. -Nadja se incorporó y rió-. No lo hagas, es un «violinista».
– Pues que se vaya con la música a otra parte. -Arrojó un puñado de arena al cangrejo, que desvió su trayectoria- Anda, largo.
Cuando el «peligro» desapareció, Elisa se dio la vuelta y apoyó los pechos en la toalla. Nadja la imitó. Quedaron con los rostros muy próximos, mirándose (Nadja a ella y ella a sí misma en las gafas de Nadia). No podía dejar de pensar en el contraste que ofrecían sus cuerpos tan juntos: moreno-café-con-leche y blanco-helado-de-nata. La brisa, el oleaje y la atmósfera del atardecer la relajaban tanto que creyó que se quedaría dormida.
– ¿Sabías que el profesor Silberg guarda muchas pruebas de imágenes diferentes? -dijo entonces Nadja, y asintió ante la mirada atónita de Elisa-. Sí, ya habían hecho experimentos antes: el Vaso Intacto y las Nieves Eternas no es lo único que tienen. Pero no te hagas ilusiones, el resto no puede verse debido a cálculos erróneos de energía. Las llaman «dispersiones».
– ¿Cómo te has enterado? ¿Por qué no nos lo han dicho? -Elisa recordaba de pronto las palabras de Valente. ¿Sería cierto que les ocultaban cosas?
– Me lo ha contado Jacqueline. Pero Silberg asegura que no se ve nada en ninguna. «Crrreo que hay gato encerrrrado, camarrrada» -bromeó Nadia engolando la voz-. Hablo en serio: ¿no te has preguntado nunca por qué estamos en una isla?
– El proyecto es secreto, ya oíste a Silberg.
– Pero no hay razones estratégicas para que trabajemos en una isla. Podríamos seguir en Zurich, incluso llamaríamos menos la atención…
– ¿Por qué crees tú, entonces?
– No sé, a lo mejor quieren aislarnos -aventuró Nadja-. Como si… Como si temieran que pudiéramos… volvernos peligrosos. ¿Has visto cuántos soldados hay?
– Solo cinco. Seis, contando a Carter.
– Yo veo demasiados.
– Eres un poco paranoica.
– No me gustan los soldados. -Nadja la miró por encima de las gafas-. En mi país me harté de verlos, Elisa. Me pregunto si están para protegernos, o para proteger al resto del mundo de lo que nos pase. -El viento le había cubierto la cara con su propio cabello.
Elisa se disponía a replicar cuando oyeron un grito.
Una figura en camiseta y pantalones cortos corría por la arena a treinta metros de distancia. Otra, en bermudas rojas, la perseguía dando grandes zancadas. Sin duda la que huía no tenía mucha intención de escapar, porque fue alcanzada enseguida. Durante unos cuantos segundos ambas quedaron muy juntas, encendidas por el sol de poniente. Luego se echaron sobre la arena, entre carcajadas.
– Nuevas experiencias, nuevos amigos -apostilló Nadja guiñando un ojo a Elisa.
No le sorprendía: ya los había visto varias veces hablando a solas en el laboratorio de Silberg, él mirándola con aquellos ojos acuosos de reptil, ella con su aspecto avinagrado de siempre, como si el mundo hubiese contraído con su excelsa persona una deuda remota que nunca hubiese cancelado del todo. Pobre Rosalyn Reiter. No le gustaba ver a Valente apoderándose con tanta facilidad de aquella mujer madura, feúcha y callada. Le daban ganas de darle un par de consejos a la historiadora alemana acerca de su maravilloso latin lover.
– Se toman muy en serio lo de buscar energía -ironizó ella.
– Muy energéticos ambos -sonrió Nadja.
Valente y Reiter trabajaban con Silberg para abrir cuerdas de tiempo en un período de unos sesenta mil millones de segundos atrás, con imágenes de la ciudad de Jerusalén. Si todo salía bien, la «Energía Jerusalén» podía volverse más importante que la «Jurásica». Mucho más importante para ellos, y para el resto de la humanidad.
Verían Jerusalén en tiempos de Cristo. Concretamente, en los últimos años de la vida de Jesús.
Quizá contemplaran algún acontecimiento histórico o bíblico.
Quizá el acontecimiento fuera muy especial.
Quizá (aunque la probabilidad en este caso era como la de acertar con una sola bala en una diana de un milímetro de anchura situada a mil kilómetros) pudieran verlo.
Ríete de los tiranosaurios, de Napoleón, de César y de Spielberg. Ríete de todo.
Elisa no había mentido a Maldonado (ahora comprendía el motivo de aquellas preguntas sobre sus creencias): era atea. Pero ¿qué ateo podía presumir de permanecer impasible ante la posibilidad, la simple posibilidad, de verlo siquiera un instante?
Quien así opine, que arroje la primera piedra.
Y uno de los responsables de que tal milagro pudiese producirse se encontraba en aquel momento empinando el culo forrado de bermudas rojas mientras su lengua, sin duda, saboreaba la boca que una historiadora madura y frustrada ponía a su disposición.
Nadja parecía divertidísima: miraba a Elisa con la mejilla apoyada en la toalla, todo el rostro colorado.
– La otra noche compartieron cama.
– ¿En serio? -A Elisa la noticia le provocó emociones indefinidas. Turbulentos flashes de su visita a la casa de Valente y las amenazas que él le había dirigido durante la apuesta cruzaron por su cabeza. Imaginó a Valente dedicándose a humillar a Rosalyn Reiter.
– ¡Por favor, no digas nada! -rió Nadja-. Me da vergüenza contártelo, porque no es de mi incumbencia…
– Ni de la mía -agregó Elisa apresuradamente.
– Fue el domingo por la noche. Oí ruidos raros y me levanté. Miré por la mirilla de la puerta de Ric… ¡y no estaba! Entonces miré en la habitación de Rosalyn… Y los vi a los dos.
– Nadja reía en voz baja mostrando sus dientes algo separados-. ¿Son así todos los hombres en España?
– ¿Tú qué crees? -resopló Elisa, y su compañera estalló en carcajadas, quizá al ver lo seria que estaba ella-. Yo también vi algo anoche, te lo iba a contar… Alguien que caminaba por los pasillos. Al final era un soldado… Me dio un susto de muerte, el cabrón.
– ¡No me digas! ¿También se tira a los soldados? -El rostro de la joven paleontóloga, a dos milímetros del suyo, estaba tan colorado que Elisa pensó que estallaría. Ella le arrojó un poco de arena al hombro.
– Cállate, rusa perversa. Voy a darme un chapuzón. Estos espectáculos me ponen caliente.
Caminó hasta la orilla sin mirar hacia la pareja tendida en la arena a treinta metros a su derecha.
Esa noche oyó ruidos. Pasos en el corredor.
Se levantó de un salto y se asomó por la mirilla. Nadie. Los pasos cesaron.
Cogió su reloj de pulsera de la mesilla y encendió la lucecita de la esfera: marcaba 1.12, aún temprano, pero ya tarde para los usos y costumbres del equipo científico de Nueva Nelson. Cenaban a las siete y a las nueve y media estaban todos en el sobre: las luces se apagaban a las diez. Pero ella seguía con insomnio. Pensaba en soldados que se movían sin hacer ruido, en soldados-sombra sin rostro deslizándose por los pasillos oscuros, cruzando por su mirilla… Y también pensaba en Valente y Reiter, aunque no sabía por qué.
Pasos. Ahora sí, muy claros. En el corredor.
Entreabrió la puerta y se asomó, volviendo la cabeza en ambas direcciones.
Nadie. El pasillo estaba vacío y la puerta de acceso a la segunda ala, cerrada. Los pasos habían vuelto a interrumpirse, pero se le ocurrió una posible solución. Proceden del cuarto de él. O el de ella.