No, lo que Nadja insinuaba no era cierto. Sus «juegos» eran meras fantasías, por supuesto. Podían estar influidos por ciertas experiencias desagradables ocurridas seis años antes, pero solo eran fantasías, al fin y al cabo. Y el hecho de que Nadja «jugara» a cosas parecidas, o de que a Craig lo hubiesen asesinado la noche previa, no tenía nada que ver con ella. Nada en absoluto.
– ¿Sabes… sabes cómo es ahora la vida de Jacqueline? -continuó Nadja-. ¿Sabías que abandonó a su familia hace cuatro años, Elisa? A su esposo y a su hijo… Incluso su profesión… ¿Quieres saber cómo ha sido su vida desde entonces? ¿Y la mía? -Ahora Nadja también lloraba abiertamente-. ¿Te cuento todo lo que hago? ¿Quieres saber cómo vivo, y qué hago a solas?
– Se supone que no debemos hablar, Nadja -interrumpió Elisa-. Tenemos entrevistas mensuales. En ellas puedes…
– ¡Nos mienten, Elisa! ¡Sabes que nos están engañando desde hace años!
Si él llega y no estás preparada… Si no lo aguardas como debes…
Miró hacia un punto del salvapantallas, que mostraba las fases de una luna blanca, casi espectral. Blanca como unos ojos blancos. Un escalofrío la recorrió, haciéndola tiritar bajo la bata, el costoso peinado de peluquería y el maquillaje. Pero es absurdo. Se trata de un juego. Puedo hacer lo que me apetezca.
– ¡Elisa, estoy muy asustada!
Tomó la decisión en ese mismo instante.
– Nadja, me has dicho que estás en Madrid, ¿verdad?
– Sí… Una amiga española me ha dejado su apartamento por navidades… Pero me marcho este viernes a pasar la Nochebuena en San Petersburgo, con mis padres.
– Pues mejor. Iré a buscarte esta noche y cenaremos en un buen restaurante. ¿Qué te parece? Invito yo. -Oyó una risita. Nadja seguía riéndose como cuando se habían conocido, con idéntica y cristalina transparencia.
– De acuerdo.
– Pero con una condición: que me prometas que no vamos a charlar de cosas desagradables.
– Te lo prometo. ¡Tengo tantas ganas de verte, Elisa!
– Y yo a ti. Dime dónde estás. -Abrió el callejero de su ordenador. Era un piso en Moncloa, podía llegar allí en media hora.
Cuando se despidieron, apagó la televisión, guardó la escalivada intacta en la nevera y se dirigió al dormitorio. Mientras se quitaba la ropa interior que destinaba al «juego» y la guardaba en el armario titubeó un poco, ya que prácticamente nunca cambiaba de planes cuando sentía deseos de «recibirle». (Si él llega y no estás preparada… Si no lo aguardas como debes…) Pero aquella llamada y la terrible noticia de Colin le habían dejado un poso de extraños interrogantes que necesitaban respuesta.
Eligió un conjunto de sujetador y bragas color beige, un jersey y unos vaqueros.
Iría a ver a Nadja.
Tenía mucho que hablar con ella.
23
La luz surgió tras un parpadeo. Procedía de una gruesa barra fluorescente en lo alto del espejo del lavabo y revelaba cada ángulo, cada resquicio del azulejo naranja. Sin embargo, Nadja Petrova encendió, además, una lámpara portátil con bombilla de cinco vatios y batería recargable, y la depositó sobre un taburete junto a la ducha. Nunca viajaba sin aquellas lámparas, y disponía también de tres linternas preparadas en su maleta.
Se alegraba de haber llamado a Elisa, aunque no le había resultado fácil hacerlo. Pese a que la verdadera razón de haber aceptado la invitación de Eva, la dueña del piso, había sido la de encontrarse con su antigua amiga, ya llevaba una semana en Madrid y solo había decidido telefonearle tras enterarse de la muerte de Colin Craig. Incluso entonces albergaba dudas. No debería haberlo hecho. Nos comprometimos a no hablar entre nosotros. Su culpa se atenuaba, sin embargo,.con la urgencia de la situación. Si antes había pretendido reanudar una amistad, ahora necesitaba de la presencia de Elisa y de sus consejos. Quería oír su opinión siempre tranquilizadora sobre lo que tenía que contarle.
Una explicación lógica: eso necesitaba. Algo que pudiese explicar todo lo que le estaba ocurriendo.
Se dirigió a su cuarto, cuya luz se hallaba encendida, como las del resto de la casa. Eva lo lamentaría a fin de mes, pero ella se había propuesto compensarla con algo de dinero. Dos años antes, en el edificio de París donde vivía, hubo un apagón que la horrorizó. Había permanecido inmóvil y acurrucada en el suelo durante los cinco minutos que había durado la avería. Ni siquiera había podido gritar. Desde entonces disponía de varias lámparas portátiles y linternas a su alrededor, siempre preparadas. Odiaba la oscuridad.
Se desnudó. Al abrir el armario se contempló en el espejo, Los espejos la inquietaban desde que era niña. Al mirarse en ellos no podía evitar pensar en la aparición de alguien a su espalda, una criatura inesperada asomando la cabeza sobre su hombro, un ser que solo pudiera descubrirse allí, en el azogue Pero, claro está, se trataba de un temor sin fundamento.
Ahora tampoco vio nada: solo a sí misma, su piel lechosa sus senos menudos, los pezones de un rosa desvaído… Su imagen de siempre. O no «de siempre», pero con los cambios habituales. Cambios que ya sabía que compartía con Jacqueline y quizá también con Elisa.
Eligió la ropa que iba a ponerse y consultó la hora. Aún disponía de unos veinte minutos para ducharse y arreglarse. Caminó desnuda hacia el cuarto de baño mientras se preguntaba qué opinaría su amiga sobre aquellos cambios en su aspecto. Qué opinaría, por ejemplo, de su largo pelo teñido de negro.
Decidió dar un rodeo por la M 30 pensando que atravesar Madrid cuatro días antes de Navidad, y a esas horas, era correr el riesgo de toparse con un espantoso atasco. Pero cuando llegó la avenida de la Ilustración una densa pedrería de luces de frenos la hizo detenerse. Era como si todas las guirnaldas púrpuras de la decoración navideña hubiesen sido arrojadas al asfalto. Maldijo entre dientes, y en consonancia con su maldición sonó el móvil.
Pensó: Es Nadja. Y de inmediato: No. No le di el número de mi móvil.
Mientras avanzaba a pasos milimétricos entre una muchedumbre de coches renqueantes, sacó el aparato y contestó.
– Hola, Elisa.
Las emociones viajan por nuestro interior con mucha rapidez. Y no solo ellas: por nuestros circuitos cerebrales se desplazan millones de datos cada segundo sin que se produzca un atasco como el que soportaba en aquel instante el coche de Elisa. En cuestión de uno o dos parpadeos, sus emociones recorrieron un trayecto considerable: desde la indiferencia a la sorpresa, de ésta a una súbita alegría, de la alegría a la inquietud.
– Estoy en Madrid -explicó Blanes-. Mi hermana vive en El Escorial, y voy a pasar estos días con ella. Quería felicitarte las fiestas, hace años que no hablamos. -Y añadió, en tono alegre-: Te llamé a casa y saltó tu contestador. Me acordé de que trabajabas en Alighieri, llamé a Noriega y él me dio tu número de móvil.
– Me alegro mucho de oírte, David -dijo ella sinceramente.
– Y yo a ti. Después de tantos años…
– ¿Cómo te va? ¿Estás bien?
– No puedo quejarme. Allí en Zurich tengo una pizarra y unos cuantos libros. Soy feliz. -Hubo un titubeo, y ella supo lo que iba a decir antes de oírlo-. ¿Te has enterado de lo del pobre Colin?
Hablaron de la tragedia de manera superficial. Enterraron a Craig a lo largo de diez segundos de frases corteses. Durante ellos, el coche de Elisa apenas se movió un par de metros.
– Reinhard Silberg me llamó desde Berlín para decírmelo -comentó Blanes.
– A mí me lo contó Nadja. Recuerdas a Nadja, ¿verdad? También se encuentra en Madrid de vacaciones, en casa de una amiga.
– Ah, qué bien. ¿Cómo le va a nuestra querida paleontóloga?
– Dejó la profesión hace años… -Elisa carraspeó-. Dice que le fatigaba mucho… -Igual que Jacqueline y Craig. Hizo una pausa mientras aquellos pensamientos la aturdían. Blanes acababa de decirle que Craig había pedido una excedencia en la universidad-. Ahora tiene un pequeño empleo en un departamento de estudios eslavos, o algo así, en la Sorbona. Dice que ha sido una suerte para ella saber ruso.