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– Mis órdenes no serán fáciles de cumplir -dijo él-, pero sí divertidas.

– Me muero por conocerlas. -Ella cogió la rebeca-. ¿Puedo marcharme ya?

– Te acompañaré.

– Sé salir sola, gracias.

El trayecto por la escalera -oyendo aquella voz envejecida gemir algo que sonaba a «Istar»- fue tenso y oscuro. Una vez en la calle, Elisa se detuvo a tomar aire con la boca abierta.

Luego contempló el mundo como si lo hiciera por primera vez, como si hubiese nacido en aquel instante, en medio de las sombras de la ciudad.

10

El tiempo es extraño.

Su extrañeza procede, sobre todo, de lo familiar que nos resulta. No pasa un día sin que lo tengamos en cuenta. Lo medimos, pero no podemos verlo. Es tan evanescente como el alma, y a la vez se trata de un fenómeno físico, demostrable y universal. San Agustín resumió estas contradicciones con la apostilla: Si non rogas, intelligo («Comprendo lo que es si no me lo preguntas»).

Científicos y filósofos han debatido sobre el tema sin llegar a un acuerdo. Ello se debe a que el tiempo parece adoptar un disfraz distinto según cómo lo estudiemos, incluso cómo lo experimentemos. Para el físico, la definición de «un segundo» es el lapso exacto que transcurre entre 9192631,770 latidos de un átomo de cesio. Para el astrónomo, un segundo puede equivaler a la unidad dividida entre 31556925,97474, que es el tiempo que tarda la Tierra en desplazarse trescientos sesenta grados, es decir, el año trópico. Pero, como sabe cualquier persona que aguarda la llegada del médico que le comunicará si ha tenido éxito la operación a vida o muerte del ser que ama, un segundo de cesio o astronómico no son siempre iguales a un segundo. Los segundos pueden arrastrarse con suma lentitud en nuestro cerebro.

La idea de un tiempo subjetivo no resultaba ajena a la ciencia y la filosofía más antiguas. Los sabios nunca habían tenido inconveniente en suponer que el tiempo psicológico podía variar según el sujeto, y sin embargo estaban convencidos de que el tiempo físico era único, inmutable para todos los observadores.

Pero se equivocaban.

En 1905, Albert Einstein asestó un golpe definitivo a esa creencia con su teoría de la relatividad. No existe un tiempo privilegiado, sino tantos como lugares de observación, y es inseparable del espacio: no se trata, pues, de una entelequia o una sensación subjetiva, sino de un requisito indispensable de la materia.

Sin embargo, este hallazgo dista mucho de aclararlo todo y respecto de nuestro escurridizo amigo. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento de las manecillas de un reloj. Intuitivamente sabemos que el tiempo avanza. «Qué rápido pasa», nos quejamos. Pero ¿tiene sentido afirmar eso? Si algo «avanza», lo hace a una velocidad determinada, ¿y a qué velocidad avanza el tiempo? Los estudiantes de bachillerato que caen en la trampa que tiende esta pregunta falsamente sencilla contestan, a veces: «A un segundo por segundo». Pero esto carece de sentido. La velocidad relaciona siempre una medida de distancia con otra de tiempo, de manera que no es posible responder: «A un segundo por segundo». Aunque el enigmático Señor Tiempo se mueve, no nos ponemos de acuerdo sobre su velocidad.

Por otra parte, si realmente se trata de una dimensión más, tal como afirma la relatividad, es bastante distinta de las otras tres: porque en el espacio podemos desplazarnos arriba y abajo, a izquierda y derecha y adelante y atrás, pero en el tiempo solo podemos ir hacia delante. ¿Por qué? ¿Qué nos impide volver a vivir lo ya vivido, o siquiera volver a verlo? En 1988, la «teoría de la secuoya» de David Blanes intentó responder a algunos de estos interrogantes, pero solo arañó la superficie. Continuamos ignorándolo casi todo sobre esta parte «indispensable» de la realidad, que avanza en una sola dirección a velocidad desconocida, y que únicamente comprendemos si no nos preguntan qué es.

Muy extraño.

Con estas palabras abría el profesor Reinhard Silberg, del departamento de filosofía de la ciencia de la Technischen Universität de Berlín, su conferencia introductoria en la sala UNESCO del Palacio de Congresos de Madrid, donde se celebraba el simposio internacional «La naturaleza del espacio-tiempo en las modernas teorías». La sala, de tamaño modesto, se hallaba abarrotada de invitados y periodistas pendientes de escuchar a Silberg, Witten, Craig, Marini y a las dos grandes «estrellas» del evento: Stephen Hawking y David Blanes. Elisa Robledo asistía, también, por otros motivos. Quería saber si su teoría de variables locales tenía alguna posibilidad de éxito, y, si no era así, cómo pensaba Ric Valente cobrar su apuesta.

Estaba casi convencida de dos cosas: que no ganaría y que rechazaría todo lo que él iba a ordenarle.

La semana había sido para ella una carrera contra el tiempo. Lo cual resultaba paradójico, teniendo en cuenta que la había dedicado, sobre todo, a intentar estudiar el tiempo en profundidad.

En Elisa, pasión e inteligencia iban siempre de la mano. Tras el derroche emocional que le había supuesto el encuentro con Valente, se sentó a razonar y tomó una decisión muy simple: tanto si estaba siendo «estudiada» como si no, con «apuesta» o sin ella, haría sus deberes. Ya había abandonado todo intento de llegar la primera en la carrera de Blanes, pero no quería descuidar el final del curso y la realización del trabajo.

Se zambulló en esa tarea con denuedo. Durante varias noches solo logró dormir un par de horas seguidas. Sabía que no iba a demostrar nada con su hipótesis de la variable de tiempo local, y se inclinaba a darle la razón a Valente, que había tachado su solución de «petición de principio», pero no le importaba. Un científico tenía que saber luchar por sus ideas aunque nadie las aceptara, se dijo.

Al principio tampoco pensó en la apuesta. De hecho, y aunque el lunes casi sufrió un mareo al encontrarse cara a cara con Valente en clase (no se miraron ni se saludaron, como si nada hubiera pasado), y pese a que, a lo largo de los días, percibió su oleaginosa presencia como un olor leve pero persistente, en ningún momento se le ocurrió preocuparse por lo que le sucedería -o lo que accedería a hacer para salvaguardar su palabra- si perdía. Había conocido a pocos sujetos más engreídos e infantiles que Ricardo Valente Sharpe y no le impresionaba la pueril bajeza que él había cometido al intentar chantajearla con sus secretos de alcoba.

O, al menos, ésa fue la convicción que quiso mantener a toda costa.

Ni siquiera estaba segura ya de que la vigilaran, como Valente pretendía. El martes por la tarde la policía la había llamado. Le dieron un buen susto, pero lo único que querían era informarle de que había aparecido su móvil. Un probo ciudadano lo había encontrado el viernes por la noche al ir a arrojar una tarrina de helado en una papelera de una calle de Chueca, y, sin saber a quién pertenecía, lo había depositado en la comisaría del distrito Centro. Después de algunas indagaciones (un móvil abandonado resultaba sospechoso, incluso alarmante, le había dicho el policía) habían averiguado a quién pertenecía.

Esa tarde, tras pasar por la comisaría, Elisa abrió el aparato en casa con un pequeño destornillador. No conocía con exactitud las tripas de un cacharro así (lo suyo era el lápiz y el papel), pero no le pareció que hubiese ningún objeto extraño en su interior. El hombre que lo había encontrado bien podía ser el mismo que ella había visto desde la puerta del bar, y Valente se habría limitado a aprovechar esa coincidencia.

El miércoles se dirigió a la secretaría de Alighieri para la gestión del certificado de asistencia al curso, y de paso hizo unas cuantas preguntas. La chica que le atendió se lo confirmó todo: en efecto, Javier Maldonado era un alumno matriculado en ciencias de la información y existía un profesor de estadística apellidado Espalza. ¿Cabía imaginar una conspiración urdida con tales mimbres?

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