– Yo lo veo de esta forma -dijo Elisa, y se inclinó hacia delante para señalar una ecuación en la pantalla-: si consideramos que la variable de tiempo es infinita, los resultados son paradójicos. Pero si empleamos una «delta t» limitada, por grande que sea, como por ejemplo el período transcurrido desde el big bang, entonces las soluciones dan cantidades fijas.
– Ésa es una petición de principio inadmisible -replicó Valente de inmediato-. Tú misma creas un límite artificial. Es como sustituir un número en una suma para que el total dé la cifra que necesitas. Absurdo. ¿Por qué emplear el tiempo del origen del universo y no cualquier otro? Suena ridículo…
El cambio en él había sido notorio, y Elisa lo percibía: había perdido su frialdad y su sonrisa burlona y hablaba sumido en la emoción. Aquí estás pillado por las pelotas.
– No te enteras de nada, ¿verdad, querido? -repuso ella con absoluta calma-. Si podemos elegir una variable temporal, podemos obtener soluciones concretas. Es un proceso de renormalización. -Notó que Valente torcía el gesto y siguió, muy animada-: No estoy hablando de utilizar la variable del tiempo universal: me refiero a utilizar una variable como referencia para renormalizar las ecuaciones. Por ejemplo, el tiempo transcurrido desde el origen de la Tierra, unos cuatro mil millones de años. Los extremos del «pasado» de las cuerdas de tiempo de la historia de la Tierra acaban en ese punto. Son longitudes discretas, calculables: En menos de diez minutos puedes obtener soluciones finitas aplicando las transformaciones de Blanes-Grossmann-Marini; ya lo he comprobado.
– ¿Y de qué te sirve? -En el tono de voz de Valente había ahora agresividad. Sus mejillas, de ordinario exangües, se hallaban enrojecidas-. ¿De qué puede servirte tu estúpida solución localista? Es como decir: «No puedo vivir con el sueldo que me pagan, pero, mira, he encontrado esta mañana un par de céntimos». ¿De qué coño te sirve una solución parcial aplicada a la Tierra? ¡Es estúpido!
– Dime una cosa -sonrió Elisa con tranquilidad-. ¿Por qué te dedicas a insultar cuando no puedes probar nada?
Hubo una pausa.
Elisa paladeó la expresión de Valente. Pensó que en el mundo de las relaciones con el prójimo él bien podía ser una víbora astuta, pero en el mundo de la física ella era un tiburón, y estaba dispuesta a demostrárselo. Sabía que sus conocimientos distaban de ser óptimos (no era más que una aprendiza), pero igualmente sabía que nadie podría derrotarla en ese terreno con meros insultos.
– Claro que puedo probarlo -barbotó Valente-. Es más: pronto tendremos la prueba. Falta una semana para que acabe el curso. El sábado que viene habrá un encuentro internacional de expertos: vendrán Hawking, Witten, Silberg… Por supuesto, también Blanes. Los rumores afirman que habrá una especie de mea culpa sobre la teoría de la secuoya: dónde hemos fallado y por qué… Y antes habremos entregado nuestros trabajos. Ya veremos quién de los dos se equivoca.
– De acuerdo -convino ella.
– Hagamos una apuesta -propuso él recobrando la sonrisa-. Si tu solución parcial es aceptable, haré lo que digas. Por ejemplo, renunciaré a mi pretensión de marcharme con Blanes y te cederé el puesto a ti, si es que Blanes decide elegirme a mí primero. O bien podrás ordenarme cualquier otra cosa. Cualquiera, no importa lo que sea: lo haré. Pero si gano yo, es decir, si tu solución de variable parcial no resuelve una mierda, seré yo quien te ordene cosas. Y tú las harás. Sean las que sean.
– No acepto esa apuesta -dijo Elisa.
– ¿Por?
– No me interesa ordenarte nada.
– En eso te equivocas.
Valente golpeó varias teclas y las ecuaciones fueron sustituidas por imágenes.
Resultaba chocante contemplarlas tras la fría página de números, como el contraste entre el cuadro de la mujer desnuda y atada y los retratos de físicos célebres. Desfilaron una a una por sí solas, sin que Valente hiciese otra cosa que volverse hacia ella y estudiar su rostro mientras sonreía.
– Muy interesantes las fotos que guardas en tus archivos privados… No menos que los «chats» en que has intervenido…
Elisa no podía hablar. La violación de su privacidad le parecía descomunal, pero el hecho de que él se lo mostrara se le antojaba casi más humillante.
Ten mucho cuidado con Ric.
– No me interpretes mal -dijo Valente mientras un año entero de las intimidades de ella recorría la pantalla como una ristra de ropa interior usada-: me trae sin cuidado tu forma de relajarte cuando dejas los libros. Hablando claro: tus orgasmos solitarios no me importan una mierda. Yo también colecciono fotos así. De hecho, a veces las hago. Y películas. ¿Has visto mi estudio en la otra habitación? Tengo amigas, chicas que hacen de todo… Pero no había encontrado a nadie hasta ahora que participara de… Oh, ésta es muy buena -señaló. Elisa desvió la vista.
Ten mucho cuidado.
– Que participara de la pasión por el extremo, quería decir -prosiguió él y disolvió las fotografías con otro golpe de teclas. Volvieron a aparecer las ecuaciones-. Mira por dónde, he encontrado en ti a un alma gemela del morbo, lo cual me regocija, porque, sinceramente, pensaba que lo único que te gustaba era intentar lucirte delante de Blanes en plan niña estúpida, como hoy. Solo quiero que sepas que te equivocas: claro que tienes algo que ordenarme. Por ejemplo, que deje de meter las narices en tu vida. O que no le diga a nadie cómo meterse.
¿Qué era él?, se preguntó. ¿Qué clase de cosa era? Miró su cara angulosa, blanca como una calavera pintada, la nariz y los labios femeninos y los ojos enormes como mundos color selva enmascarados por aquellos cabellos frágiles y pajizos. Asco era lo único que en aquel momento podía sentir por Valente. Y de pronto descubrió que ya había logrado vencer uno de sus poderes mágicos: ya era capaz de reaccionar.
– ¿Aceptas, pues? -preguntó él-. ¿Tu obediencia contra la mía?
– Acepto.
Se percató de que Valente no había esperado aquella respuesta.
– Hablo en serio, te lo advierto.
– Ya me lo has demostrado. Yo también. Él parecía titubeante ahora.
– ¿De veras crees que tu solución parcial es correcta?
– Es correcta. -Elisa tensó los labios-. Y ya se me ocurren un par de cosas que te ordenaré que hagas.
– ¿Puedo saberlas?
Ella negó con la cabeza. De pronto creyó comprender algo. Se levantó lentamente, sin dejar de mirarle.
– No me has avisado de que nos vigilan para ayudarme -dijo-. Lo has hecho para perjudicarme. Pero aún no entiendo cómo…
Al instante, Ric Valente la imitó: se puso en pie. Ella observó que eran de estatura similar. Se miraron a los ojos.
– Ya que lo dices -contestó él-, te confieso que te he mentido: no creo que sea, exactamente, una «vigilancia». El cuestionario, las preguntas a nuestras familias… Está claro. No se trata tanto de espiarnos para ver qué hacemos como de estudiarnos para conocernos. Están realizando una selección secreta. Quieren elegir a uno de nosotros dos para que participe en algo… Ignoro qué, pero a juzgar por la actividad que han desplegado, es muy importante y poco convencional. En estos casos, hacerles sospechar que sabes que te vigilan te descarta automáticamente del proceso de selección.
– Por eso tiraste mi móvil a la papelera -murmuró ella, comprendiendo.
– No creo que ese detalle sea decisivo, pero, sí, es posible que se hayan mosqueado contigo. Quizá estén pensando que quieres ocultar algo y te hayan descartado ya…
Elisa casi se tranquilizó al oírle. Ahora sé de verdad lo que pretendes.
Pero se equivocaba: él no deseaba tan solo desplazarla del camino que llevaba a Blanes. Lo comprobó cuando le vio alzar la mano sin previo aviso, los finos dedos dirigidos hacia sus pechos.
Todos sus sentidos le gritaron que retrocediera. Pero no lo hizo. Valente tampoco la tocó: su mano resbaló por el aire, a unos milímetros de la camiseta de ella, y descendió hasta su cadera, como dibujando un molde de su cuerpo. Durante el tiempo que duró aquella palpación de fantasma Elisa no respiró.