Harrison asintió en silencio y cortó la comunicación. Conocía bien a Paul Carter: por muy traidor que se hubiese vuelto, era el mercenario de siempre y disponía de las ayudas y métodos de siempre. Pero vas a llevarte una sorpresa, Paul. Echó un vistazo al reloj mientras atravesaba a toda prisa el vestíbulo de la terminal acompañado de su hombre de confianza: las siete menos cuarto.
– ¿Has hablado con Blázquez? -preguntó sin aminorar el paso.
– Retrasarán el vuelo, señor. La policía española también ha sido alertada. Los detendremos en el control de pasajeros.
Harrison se congratuló, no por primera vez, de la situación de pánico internacional que se vivía desde hacía más de una década. El temor al terrorismo había logrado que órdenes como la de retrasar la salida de un avión o detener a cinco sospechosos en un país extranjero fuesen obedecidas sin poner el más mínimo reparo. El miedo también era útil en Europa.
Una mujer de color se interpuso en su camino empujando un carrito con maletas. Harrison casi chocó con ella y maldijo entre dientes. Su hombre de confianza apartó a la mujer de un empellón, sin detenerse. Simultáneamente, Harrison escuchó,. primero en castellano y luego en inglés, el aviso en los altavoces: «Lufthansa informa que la salida de su vuelo… con destino a Zurich se ha retrasado por causas técnicas».
Ya eran suyos.
«Repetimos: la compañía Lufthansa informa que la salida de vuelo…»
Blanes palideció mientras avanzaban apresuradamente hacia la cola del escáner.
– Han retrasado la salida del avión, Carter, ¿lo oye?
Había unos seis pasajeros en la fila colocando el equipaje en la cinta deslizante. Más allá, un nutrido grupo de hombres de uniforme parecía celebrar un cónclave. Ni un solo viajero escapaba sin ser examinado rigurosamente.
– Los vuelos suelen retrasarse, profesor, no se altere -replicó Carter. Pasó frente a una cola y se dirigió a la siguiente. Movía la cabeza de un lado a otro, montada sobre el grueso pivote del cuello, como buscando algo.
Blanes y Elisa intercambiaron miradas de ansiedad.
– ¿Ha visto a esos policías, Carter? -insistió Blanes.
En vez de contestar, Carter siguió caminando. Cruzó frente al último pasajero que aguardaba la cola, pero tampoco se detuvo allí. Torció hacia la salida del aeropuerto. Los científicos lo siguieron, confundidos.
– ¿Adónde vamos? -preguntaba Blanes.
Un monovolumen oscuro aguardaba en aquella salida. El hombre que lo conducía se apeó, Carter entró, se sentó tras el volante y encendió el motor.
– ¡Entren, vamos! -llamó a los científicos.
Solo cuando todos estuvieron acomodados y el coche arrancó, Carter dijo:
– No habrá pensado en serio que íbamos a volar a Zurich en un transporte público con billetes sacados en el aeropuerto, ¿verdad? -Maniobró marcha atrás y aceleró-. Ya le dije que conozco bien a Harrison y he intentado adelantarme a sus decisiones. Imaginé que enviaría mi descripción a las autoridades… Aunque es verdad que se ha movido con más rapidez de la que esperaba… Confío en que se trague el anzuelo de los billetes a Zurich el mayor tiempo posible…
En el asiento trasero, Elisa miró a Víctor y Jacqueline, que parecían tan desconcertados como ella. Pensó que, si Carter no los defraudaba, se trataba del mejor aliado que poseían.
– Pero, entonces, ¿no vamos a Zurich? -preguntó Blanes.
– Por supuesto que no. Nunca me lo planteé.
– ¿Y por qué no nos dijo nada?
Carter aparentaba no haber oído. Tras deslizarse hábilmente entre dos vehículos y alcanzar la autopista murmuró:
– Si van a depender de mí a partir de ahora, profesor, más vale que aprendan esto: la verdad nunca se dice, se hace. Lo único que necesita decirse es la mentira.
Elisa se preguntó si, en aquel momento, Carter estaba diciendo la verdad.
– Se han ido.
Ésa fue su única conclusión, su único pensamiento. Su colaborador lo había planeado todo muy bien. Quizá nunca había pensado dirigirse a Suiza. Puede que contara, incluso, con algún medio de transporte privado en otro aeropuerto.
Por un instante no logró respirar. El ahogo que sintió fue tal que, sin mediar palabra, tuvo que levantarse y abandonar la sala donde el director de Barajas le ofrecía la última información disponible. Salió al pasillo. Su hombre de confianza le siguió.
– Se han ido -repitió Harrison cuando pudo recobrar el aliento-. Carter los ayuda.
Comprendió por qué. Se ha ido para salvar el pellejo. Sabe que se enfrenta a lo más peligroso de toda su vida y quiere que los sabios lo ayuden a sobrevivir.
Respiró hondo. Las expectativas, de repente, se habían vuelto poco halagüeñas.
Zigzag bien podía tratarse del gran enemigo, el Enemigo con mayúsculas, el más temible. Pero ahora sabía que Carter era otro enemigo. Y, aunque no resultaban comparables, su antiguo colaborador no podía ser considerado un exiguo adversario.
A partir de ese momento también tendría que cuidarse mucho de Paul Carter.
VIII EL REGRESO
Sé bien de que huyo, pero ignoro lo que busco
MICHEL DE MONTAIGNE
28
La isla apareció como un desgarrón en el tejido azul ondulado, bajo los rayos de un sol que se ocultaba con rapidez. El helicóptero la sobrevoló dos veces antes de decidirse a descender.
Hasta ese instante, la idea de un trozo de jungla flotando en el océano tropical le había parecido a Víctor más propia de la propaganda de las agencias de turismo que de la realidad: esa clase de lugares a los que nunca llegas porque no son sino artificios, cebos publicitarios. Pero al divisar Nueva Nelson en medio del índico, rodeada de anillos de distintas tonalidades de verde, cubierta de hojas de palmeras que parecían flores vistas desde arriba, arenas color vainilla y corales como collares enormes arrojados al mar, hubo de reconocer que se había equivocado. Cosas así podían ser reales.
Y si la isla era real -razonaba con pavor-, todo lo que había oído hasta entonces adquiría un grado más de verosimilitud.
– Parece el paraíso -murmuró.
Elisa, que compartía con él el reducido espacio junto a la ventanilla del helicóptero, la contemplaba con expresión absorta.
– Es el infierno -dijo.
Víctor lo dudaba. Pese a todo lo que ya sabía, no creía que aquello fuese peor que el aeropuerto de Sanaa, en Yemen, donde habían pasado las dieciocho horas previas aguardando a que Carter finalizara los preparativos para trasladarlos a la isla. No había podido ducharse ni cambiarse de ropa, le dolían todos los huesos de haber dormido en los incómodos bancos del aeropuerto y apenas había comido otra cosa que patatas fritas y chocolatinas acompañadas de agua mineral. Todo eso después del angustioso vuelo en avioneta que habían realizado desde Torrejón, amenizado por las avinagradas advertencias de Carter:
– Ustedes son científicos y conocen la expresión «en teoría», ¿verdad? Bueno, pues «en teoría» van a regresar al mismo lugar que abandonaron hace diez años, pero no me echen la culpa si no es así.
– Nunca lo hemos abandonado -fue la taciturna réplica de Jacqueline Clissot. A diferencia de Elisa, Jacqueline sí había traído algo de ropa. En Sanaa se había cambiado y llevaba una gorra deportiva sobre los lacios cabellos teñidos de rojo, una blusa veraniega de color blanco y minifalda vaquera. En aquel momento estaba mirando por la otra ventanilla, sentada junto a Blanes, pero al divisar la isla apartó la cara del cristal.
A Víctor le daba igual lo que dijeran: allí podría esperarles cualquier cosa, pero al menos se trataba de la etapa final de aquel viaje enloquecedor. Tendría tiempo para lavarse, quizá incluso afeitarse. Sobre lo de hallar ropa limpia albergaba dudas. El helicóptero ejecutó otra violenta maniobra. Tras un nuevo bandazo -el piloto, que era árabe, aseguraba que se trataba del viento, pero a juicio de Víctor se trataba de su torpeza- se equilibró y empezó a descender sobre un perímetro de arena. En la esquina derecha había ruinas negras y metales retorcidos.