Por ejemplo, el interior de aquel Northwind.
Pensaba eso envuelto en su abrigo protector, envuelto a su vez en la protección de su Mercedes blindado, viajando a toda pastilla de regreso a la casa de Blanes. Hay una frontera después de ver ciertas cosas.
– No contesta, señor.
Su hombre de confianza estaba al lado. Harrison lo miró de reojo: era un tipo joven, de cuidado bigote negro y ojos azules, padre de familia, fiel devoto de su trabajo, anglosajón de pura cepa. La clase de hombre ante el cual podía decir u ordenar lo que le diera la gana, ya que nunca cuestionaría sus decisiones ni le haría preguntas incómodas. Por eso mismo necesitaba mantenerlo… ¿La expresión era «virgen»? Sí, quizá. Virginalmente apartado de las cosas más peligrosas. Harrison era lo bastante inteligente para saberlo: puedes permitirte que tu mente enloquezca, pero jamás permitas que enloquezcan tus manos.
– ¿Lo intento otra vez, señor?
– ¿Cuántas veces lo has llamado?
– Tres. Es muy raro, señor. Y en el monitor siguen las interferencias.
Por eso no le había permitido entrar en aquel avión. Y había hecho bien. Que un telón rojo te oculte esas cosas para siempre, muchacho. Nunca veas nevar para arriba.
De los tres agentes que habían penetrado en el Northwind con él, dos habían sido trasladados a un hospital junto con los pilotos y escoltas. El tercero se encontraba relativamente bien, aunque sedado. Él lo había soportado a pelo, igual que la visión de los restos de Marini en Milán. Tenía experiencia: era un parroquiano habitual de los tugurios del horror.
– Llama a Max.
– Ya lo hice, señor, y tampoco responde.
El amanecer doraba los costados de los árboles. Iba a ser un bonito día de marzo en la sierra madrileña, aunque tal eventualidad importaba un comino a Harrison. Se sentía extenuado tras las largas horas de tensión en el aeropuerto, pero no podía permitirse el descanso. No hasta decidir qué iba a hacer con los científicos que quedaban: con aquellos monstruos (la profesora Robledo incluida), los responsables de cosas como las que había visto en el Northwind.
Por la ventanilla pasó, en dirección contraria, una furgoneta tan oscura y veloz como sus pensamientos.
– Tenemos cobertura, señor, y estoy probando con todos los canales, pero…
Harrison parpadeó. No le quedaban muchas ideas en la cabeza, pero con las pocas que tenía construyó algo parecido a una conclusión. Ni Carter ni Max contestan.
Pasan cosas.
Los científicos sabían lo que no debían. Se habían enterado, por ejemplo, de cómo Marini, Craig y Valente habían colaborado en los experimentos que a Eagle le interesaba realizar. Carter le había explicado que Marini, atemorizado ante lo que estaba sucediendo, se lo había confesado todo a Blanes durante una conversación privada en Zurich. Harrison disponía de pruebas de aquella conversación.
Las había conseguido Carter.
Paul Carter. Un tipo intachable, un guerrero nato, una muralla de músculos y cerebro, ex militar reciclado en mercenario: la mejor de las máquinas posibles. Harrison lo conocía desde hacía más de diez años y creía saber todo lo que un hombre necesita conocer sobre otro para depositarle un noventa y nueve por ciento de confianza. Carter había luchado (o entrenado a los que luchaban) en Sudán, Afganistán y Haití, siempre al servicio de quien pudiera pagar sus trabajos. Eagle, por recomendación suya, lo había comprado a precio de oro para coordinar los aspectos militares del Proyecto Zigzag. Solo tenía una regla, que Harrison supiera, un único código ético: su propia seguridad y la de sus hombres. Eso le otorgaba cierta…
Su propia seguridad y la de sus hombres.
Harrison se removió sobre el confortable asiento de piel.
– No lo entiendo, señor. Max dijo que seguiría en la casa con Carter y…
De pronto se hizo la luz en la oscuridad de su mente. La furgoneta.
– Dave -dijo sin alterar el tono de voz, hablando por el interfono con el conductor-. Dave, da media vuelta.
– ¿Perdón, señor?
– Media vuelta. Al aeropuerto de nuevo.
Fuga de cerebros. ¿No era ésa la expresión que se usaba para explicar la triste situación de la ciencia en países como el suyo?
Víctor intentaba entretenerse mediante aquellos simples juegos de palabras. Los científicos se evaden, como los impuestos. Los científicos españoles huyen del país y se dirigen a Suiza, como el dinero negro, a fin de ocultarse de las autoridades, a fin de salvar la vida. Y allí estaba ahora, en la terminal número uno de Barajas, aguardando junto a los demás a que Carter obtuviera las tarjetas de embarque en el mostrador de Lufthansa con aquellos pasaportes falsos. Ni siquiera había podido despedirse de su familia, aunque sí había logrado telefonear a Teresa, la secretaria del departamento, para informarle de que tanto él como Elisa habían contraído el mismo virus y se tomarían unos días de baja. La mentira le divertía.
Eran casi las seis y media, pero en aquella zona del edificio no se veía el amanecer. Solo los más madrugadores (ejecutivos de ambos sexos) iban y venían portando maletines de piel o guardaban cola en los mostradores. Lo único que Víctor tenía en común con ellos era el cansancio: llevaba una noche entera en blanco escuchando historias espantosas sobre un asesino invisible y sádico del que todos querían huir. Estaba aterrorizado y cansado a partes iguales. En el avión, sin duda, la fatiga aventajaría al miedo y cerraría un poco los ojos, pero ahora se sentía como si hubiesen inyectado en sus venas un suero de cafeína.
– A estas alturas, Harrison ya habrá descubierto lo sucedido -dijo Elisa. Víctor volvió a pensar, mientras la miraba, que ni siquiera la agotadora velada que habían pasado lograba afearla. Qué mujer más bella. Su largo pelo azabache, que a él le enajenaba, destacaba enmarcando aquel rostro prodigioso. Se sentía dichoso acompañándola. Las sonrisas que ella le dirigía, el simple hecho de estar a su lado, lo compensaban con creces. En el aeropuerto hacía frío, o quizá ésa era la excusa que encontraba para abrazarla. «Unidos por la desdicha» era otra expresión tópica, como «fuga de cerebros». Pero, tópica o no, a Elisa parecía reconfortarle aquel brazo sobre sus hombros.
– Quizá -admitió Blanes-, pero el avión de Zurich despega en menos de una hora, y Carter asegura que Harrison ignora adónde iremos.
– ¿Podemos fiarnos de él? -preguntó ella contemplando la ancha espalda de Carter, de pie frente al mostrador.
– Tiene tanto interés como nosotros en huir, Elisa.
Carter regresó mostrando las tarjetas de embarque como un tahúr el envés de unos naipes. Víctor apreció sus dotes de mando: no necesitaba hablar para ponerlos en marcha y hacer que lo siguieran como corderitos, Jacqueline repiqueteando con sus altos tacones.
– ¿Cree que Harrison lo sabe ya? -preguntó Blanes mirando a su alrededor.
– Es posible. -Carter se encogió de hombros-. Pero lo conozco bien y he tratado de adelantarme a sus reacciones. A estas horas aún estará en la casa, confundido, dando órdenes y preguntándose qué ha sucedido… Le he dejado algunas pistas falsas. Para cuando pueda reaccionar, nuestro avión habrá despegado.
Harrison puso el pie en el interior de la terminal uno de Barajas mientras hablaba por el móvil. Había actuado muy rápido, mucho más -imaginaba- de lo que Carter hubiese podido sospechar. No se había convertido en jefe de seguridad de proyectos científicos de Eagle por casualidad.
– Tenía usted razón, señor -decía la voz del auricular-: acaba de facturar cinco billetes para el vuelo de las siete de Lufthansa con dirección a Zurich usando documentación falsa. Lo han reconocido en el mostrador. Fue buena idea enviar su foto con urgencia. Debe de estar dirigiéndose a la puerta de embarque.