– No, David. No podemos huir, y lo sabes. Tenemos que regresar. -Fue como si hubiese estado sentada a la mesa con títeres abandonados y solo en aquel momento alguien los manejara: cabezas, gestos, cuerpos que se removían. Añadió-: A Nueva Nelson. Es nuestra única oportunidad. Si Ric desencadenó todo esto allí, solo allí podremos… ¿Cómo dijiste? «Solucionar el problema.»
– ¿Regresar a la isla? -Blanes frunció el ceño.
– ¡No! -Jacqueline Clissot había estado murmurando aquella palabra en voz cada vez más alta, hasta llegar al grito, Entonces se puso en pie. Su estatura era considerable, y aquellos tacones negros la incrementaban. Los maquillados ojos relampagueaban de dolor en la penumbra de la habitación-. ¡No volveré a esa isla jamás! ¡Nunca! ¡Ni se te ocurra!
– ¿Y qué propones, entonces? -preguntó Elisa en un tono casi suplicante.
– ¡Ocultarnos! ¡Huir y ocultarnos en algún sitio!
– ¿Y, mientras tanto, dejar que Zigzag elija al siguiente?
– ¡Nada ni nadie me hará regresar a esa isla, Elisa! -Bajo su alborotada mata de pelo bermellón peinado hacia atrás y la blancuzca capa de maquillaje, la expresión y el tono de Jacqueline se habían vuelto amenazadores-. ¡Allí… me convertí en lo que soy! ¡Allí…! -gruñó-. ¡Allí entró eso en mi vida! ¡No voy a regresar…! ¡No regresaré… ni aunque ÉL quiera…!
Se detuvo bruscamente, como si de pronto se hubiese percatado de lo que acababa de decir.
– Jacqueline… -murmuró Blanes.
– ¡No soy una persona! -Con una horrible mueca, la paleontóloga se llevó la mano al pelo como si quisiera arrancárselo-. ¡No estoy viva! ¡Soy una cosa enferma! ¡Contaminada! ¡Allí me contaminé! ¡Nada me hará regresar! ¡Nada! -Había alzado las manos como garras, como si deseara defenderse de algún ataque físico. Su pantalón se ceñía a las caderas, provocativamente descendido. Era una imagen sensual y a la vez deprimente.
Oyéndola gritar, algo abrumador subió como la espuma a la cabeza de Elisa. Se levantó y se encaró con Jacqueline.
– ¿Sabes una cosa, Jacqueline? Estoy harta de oír cómo te adjudicas siempre toda la náusea para ti sola. ¿Tus años han sido difíciles? Bienvenida al club. ¿Tenías profesión, esposo e hijo? Déjame decirte lo que tenía yo: mi juventud, mis ilusiones de estudiante, mi futuro, toda mi vida… ¿Has perdido tu propio respeto? Yo he perdido mi estabilidad, mi cordura… Sigo viviendo en esa isla todas y cada una de las noches. -Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Incluso ahora, incluso esta noche, con todo lo que sé, algo dentro de mí me reprocha que no esté en mi dormitorio vestida como una puta soñando que obedezco sus asquerosos deseos, enferma de terror cuando lo siento acercarse y asqueada de mí misma por no ser capaz de rebelarme… Te juro que quiero abandonar esa isla para siempre, Jacqueline. Pero si no regresamos a ella, nunca podremos salir de ella. ¿Entiendes? -preguntó con dulzura. Y de súbito lanzó un grito inesperado, brutal-: ¿Entiendes de una maldita puta vez, Jacqueline?
– Jacqueline, Elisa… -susurró Blanes-. No debemos…
El intento apaciguador se vio interrumpido bruscamente al abrirse la puerta.
– Ha cazado a Silberg.
Momentos después, cuando logró recordar con coherencia aquellos instantes, Elisa pensó que Carter no podía haber empleado mejor término. Zigzag nos caza, en efecto. Somos su presa.
– Ha ocurrido en pleno vuelo, uno de mis hombres acaba de llamarme. Tuvo que suceder en cuestión de segundos, poco antes de aterrizar, porque los pilotos habían hablado con los escoltas y todo iba bien… Cuando aterrizaron comprobaron que las luces de la cabina de pasajeros no se encendían y echaron un vistazo con linternas. Los escoltas estaban en el suelo, en medio de un mar de sangre, completamente pirados, y Silberg repartido en trozos por todos los asientos. Mi contacta no lo ha visto, pero ha oído decir que era como si hubieran transportado un matadero en un avión…
– Dios mío, Reinhard… -Blanes se dejó caer pesadamente en la silla.
El llanto de Jacqueline quebró el silencio. Era una vocecilla gemebunda, casi de niña. Elisa la abrazó con fuerza y le susurró las pocas palabras de consuelo que se le ocurrían. Notó, a su vez, la mano reconfortante de Víctor sobre su hombro. Le pareció que nunca aquellos simples contactos físicos la habían hecho sentirse más unida a alguien como en aquel momento. Los que no han tenido tanto miedo no saben lo que es abrazar, aunque amen.
– La buena noticia es que Silberg envió los documentos a la dirección de correo seguro que le suministré para casos de emergencia. -Carter iba de un sitio a otro recogiendo varios aparatos pequeños de la estantería mientras hablaba. No había cesado de hacer cosas desde que había entrado en la habitación-. Antes de irnos, los transferiré a una USB y podremos disponer de ellos. -Se detuvo y los miró-. No sé ustedes, pero yo me dedicaría a pensar en largarme. Luego tendré tiempo de llorar a moco tendido.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Blanes con voz átona.
– Son casi las tres de la madrugada. Tendremos que esperar a que Harrison se marche del aeropuerto. Mi contacto me informará de eso. Todavía tardará dos o tres horas. Clausurará el avión, lo meterá en un hangar a cargo del ejército y se irá: no le interesa levantar polvo en un aeropuerto público.
– ¿Por qué debemos esperar a que se marche?
– Porque vamos al aeropuerto, profesor -replicó Carter con sorna-. Volaremos en un avión comercial, y no querrá que el viejo nos vea entrando en la puerta de embarque, ¿verdad? Además, quiero conectar un rato las cámaras ocultas con ustedes sentados a la mesa para que no se mosquee. Cuando él se marche, saldremos. Hay un par de hombres fuera que no son de los nuestros, pero no será difícil encerrarlos en una habitación y quitarles los móviles. Eso nos dará algo de tiempo. Tomaremos el vuelo de Lufthansa a Zurich a las siete de la mañana. Allí tengo amigos que podrán ocultarnos en lugar seguro. Y de allí, ya veremos.
Elisa seguía abrazando a Jacqueline. De repente le habló en voz baja pero con firmeza.
– Vamos a acabar con él, Jacqueline. Vamos a joder de una vez a ese… ese hijo de puta, sea lo que sea… Solo allí podremos hacerlo… ¿De acuerdo? -Clissot la miró y asintió. Elisa también asintió en dirección a Blanes. Éste pareció titubear, pero dijo:
– Carter, ¿en qué estado se encuentra Nueva Nelson?
– ¿La estación? Mucho mejor de lo que Eagle pretende hacerles creer. La explosión del almacén no dañó demasiado los instrumentos, y varios técnicos han reparado el acelerador y mantenido las máquinas a punto durante los últimos años.
– ¿Cree que podríamos ocultarnos allí?
Carter se quedó mirándolo.
– Pensé que querían alejarse lo más posible de la mansión de los horrores, profesor. ¿Es que se les ha ocurrido alguna forma de arreglar el estropicio?
– Quizá -dijo Blanes.
– No veo ningún problema. Podemos ir primero a Zurich y de allí a la isla.
– ¿Está vigilada?
– Ya lo creo: con cuatro patrullas costeras armadas hasta, los dientes y un submarino nuclear, todos a las órdenes de un coordinador.
– ¿Quién es ese coordinador?
Por una vez, Carter se permitió sonreír.
Pasan cosas. Es la única sabiduría infalible que puede adquirirse en esta vida. No necesitamos ser grandes científicos para conocerla. Te encuentras bien justo hasta el día en que tu salud se desmorona como un castillo de naipes; planeas algo concienzudamente, pero no puedes tener en cuenta todas las contingencias; prevés lo que va a ocurrir en las próximas cuatro horas y tan solo cinco minutos después se desbarata tu previsión. Pasan cosas.
Harrison tenía treinta años de experiencia y aún podía sorprenderse, incluso asombrarse. Seamos explícitos: horrorizarse. Pese a todo lo que había visto ya, sabía que pasaban cosas que son como fronteras: hay un antes y un después a cada lado. «Es como ver nevar para arriba», solía decir su padre. Era su curiosa expresión. «Ver nevar para arriba»: ver algo que te hace cambiar para siempre.