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Al despertar gimió de dolor: había estado tumbada boca abajo sobre una especie de manta polvorienta en un somier sin colchón, y la dureza de los alambres le había marcado la mejilla. No recordaba dónde se encontraba ni qué hacía allí, y no le sirvió de mucho ver aquellas caras sin facciones de ojos brillantes. Las manos la hicieron levantarse sin miramientos. Pidió ir al baño, pero solo cuando habló en inglés los tirones se interrumpieron para reanudarse en dirección opuesta. Tras una breve e ingrata visita al retrete (no había agua ni toallas), se sintió al menos capaz de caminar sola. Pero las manos (eran soldados con mascarillas, ahora los veía) volvieron a ceñir sus brazos.
A Harrison no le gustaban las islas.
En aquellos trozos de tierra, aquellas excepciones de la geología en el mar para beneficio de los homínidos, se habían cometido muchas faltas. Sus solitarios vergeles, ocultos a los ojos de los dioses, eran propicios para transgredir normas y ofender a la creación. Eva fue la primera responsable. Pero ahora pagaba por aquel crimen antiguo: Eva o Jacqueline Clissot, lo mismo daba. La serpiente se había transmutado en dragón.
Eran casi las nueve de la mañana del domingo 15 de marzo, y sobre la maldita isla seguía derramándose una densa cortina de agua. Las palmeras, al borde de la playa, se agitaban como plumeros manejados por un criado nervioso. El calor y la humedad obstruían la nariz de Harrison, y una de las primeras órdenes que había dado había sido poner en marcha los climatizadores. Se resfriaría, sin duda, porque su ropa todavía seguía mojada debido a la tormenta que los había recibido al aterrizar ocho horas antes, pero ése sería el menor de sus males.
Mirando aquel paisaje, con las manos en los bolsillos, y pensando en islas, pecados y Evas muertas, Harrison dijo:
– Los dos hombres que entraron en la sala han tenido que ser sedados. Son soldados curtidos, acostumbrados a ver de todo… ¿Qué tiene de especial esto, profesor? -Se volvió hacia Blanes, sentado junto a la polvorienta mesa. Mantenía la cabeza gacha y no había tocado el vaso de agua que Harrison le había ofrecido-. Son algo más que cuerpos mutilados, ¿verdad? Algo más que sangre seca en las paredes y el techo…
– Es el Impacto -dijo Blanes en el tono anónimo, vacío, en que había estado respondiendo las preguntas previas-. Los crímenes de Zigzag son como imágenes del pasado. Producen Impacto…
Durante un instante todo lo que hizo Harrison fue asentir con la cabeza.
– Ya comprendo. -Se apartó de la ventana y dio otro paseo por el comedor-. Y eso… puede hacer que… ¿nos transformemos?
– No entiendo.
– Que… -Harrison movía apenas los músculos indispensables para hablar. Su rostro era una máscara empolvada-… hagamos, o pensemos, cosas extrañas…
– Supongo. La conciencia de Zigzag, de alguna manera, nos contamina a todos, porque se entrelaza con nuestro presente…
Nos contamina. Harrison no quería mirar a Elisa allí sentada, respirando como un animal salvaje, con aquella camiseta pegada al torso y los vaqueros aserrados a la altura de las ingles, la piel morena con un brillo aceitoso de sudor, el pelo negro carbón revuelto.
No quería mirarla, porque no quería perder el control. Se trataba de algo muy sutil: si la miraba mucho tiempo, o el tiempo suficiente, haría cualquier cosa. Y aún no quería hacer nada. Debía ser prudente. Mientras el profesor tuviera algo que decir o hacer, él conservaría la calma.
– Veamos los puntos fundamentales de nuevo, profesor. -Se frotó los ojos-. Desde el principio. Estaba usted solo en la sala de proyección…
– Me había dormido, pero me desperté con los chispazos. Procedían de todas las tomas eléctricas: la consola, los interruptores… También ocurrió en los laboratorios…
– Y en la cocina, ¿lo ha visto? -Harrison se asomó por la puerta haciendo una mueca ante el olor a quemado-. El aislante de los enchufes está chamuscado, y los cables, completamente pelados… ¿Cómo ha podido suceder esto?
– Lo ha hecho Zigzag. Es algo nuevo. Ha… aprendido a extraer energía de aparatos desconectados.
Harrison se masajeaba la barbilla mientras miraba al científico. Necesitaba afeitarse. Un buen baño que le devolviera la vida, un buen descanso en una cama en condiciones. Pero aún no iba a hacer nada de eso.
– Continúe, profesor.
La avispa. Ante todo, matar esa avispa negra que te pica los pensamientos.
– A la luz de esas chispas pude ver… No sé ni cómo supe que eso era Jacqueline… Vomité. Empecé a gritar.
La puerta del comedor se abrió, interrumpiéndolos. Entró Víctor acompañado de un soldado. Venía tan sucio como los demás: con el torso desnudo, la camisa atada a la cintura y el rostro hinchado por la falta de sueño y las dos o tres bofetadas que Carter le había propinado. A Harrison le repugnaba verle: su palidez enfermiza, su ausencia de vello pectoral, sus anticuadas gafas… Todo en aquel tipo le hacía pensar en un gusano inmaduro, un renacuajo larguirucho. Por si fuera poco, se había meado en los pantalones al entrar en la sala de proyección, y aún se le notaba la mancha por toda la pernera. Harrison le sonrió, decidido a tragar también con el Señor Renacuajo.
– ¿Ha descansado, profesor? -Lopera asintió con la cabeza mientras ocupaba una silla. Harrison notó que la mujer lo miraba con preocupación. ¿Cómo era posible que ella fuese amiga de aquel esperpento? Quizá fuera buena idea matarlo delante de ella. Quizá fuera bueno que la puta lo viera morir. Guardó esa idea para sí con el fin de comentarla luego con Jurgens. Se concentró en Blanes-. ¿Por dónde íbamos? Vio los restos de la profesora Clissot y… ¿qué ocurrió después?
– Todo había vuelto a quedarse a oscuras. Pero yo ya sabía que había atacado otra vez. -Se detuvo y acentuó las palabras-. Entonces lo vi.
– ¿A quién?
– A Ric Valente.
Hubo un silencio apenas estorbado por la monotonía de la lluvia.
– ¿Cómo lo reconoció, si estaba a oscuras?
– Lo vi -repitió Blanes-. Como si resplandeciera. Estaba de pie frente a mí, en la sala de proyección, cubierto de sangre. Escapó por la puerta antes de que Carter y el profesor Lopera llegaran.
– ¿Usted también lo vio? -dijo Harrison en dirección a Víctor.
– No… -Víctor parecía grogui-. Pero en aquel momento hubiese sido difícil que me fijara en algo…
– ¿Y usted, profesora? -preguntó Harrison sin mirarla-. Creo que seguía en la sala de control, ¿no? Había tenido un desmayo… ¿Vio a Valente?
Elisa ni siquiera levantó la vista.
Harrison sintió miedo: no porque ella fuese a hacerle algo sino, al contrario, por todo lo que él tenía ganas de hacerle. Por todo lo que le haría a su debido tiempo. Le daba pánico mirar el cuerpo con el que jugaría a tantas cosas desconocidas. Tras una pausa, tomó aire y lo expulsó en forma de palabras.
– No sabe, no contesta… Bien, sea como sea, mis hombres lo encontrarán. No podrá huir de la isla, dondequiera que esté. -Retornó a su gran amigo Blanes-. ¿Cree que Valente es Zigzag?
– No me cabe ninguna duda.
– ¿Y dónde se ha metido durante estos años?
– No lo sé. Tendría que estudiarlo.
– Me gustaría saberlo, profesor. Saber cómo lo ha hecho, él o su «duplicado», «desdoblamiento» o como se llame…, cómo ha logrado eliminar a tantos de ustedes. Quiero saber el truco, ¿comprende? Un profesor de mi colegio solía responder a todas mis dudas diciendo: «No preguntes las causas, que el efecto te baste». Pero el «efecto», ahora, está en la sala de al lado, y es difícil de entender. -Aunque sonreía, Harrison puso cara de aguantar un dolor-. Es un «efecto» que te pone la piel de gallina. Uno se plantea qué clase de pensamientos debieron de pasar por la cabeza del señor Valente para hacer todo eso con un cuerpo humano… Necesito una especie de informe. A fin de cuentas, este proyecto es tan nuestro como de ustedes.