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– Es lo que queda de la casamata y el almacén -le dijo Elisa.

Víctor notó cómo se estremecía y le pasó el brazo sobre los hombros.

La estación, desde el aire, le recordaba vagamente a un tenedor con el mango roto. Las puntas eran tres barracones grises de techo inclinado conectados por el extremo norte, mientras que la parte que hacía de mango era redonda y corta: supuso que allí tenía que estar SUSAN, el acelerador de electrones. Sobre ella, clavadas como dardos, antenas largas y circulares erguían sus esqueletos de metal. Una alambrada lo encerraba todo en un amplio cuadrilátero.

Víctor fue de los últimos en salir. Siguió a Elisa hasta la escalerilla, inclinados ambos debido al techo bajo del helicóptero (él casi besando el trasero de ella) y saltó al terrizo aturdido por el viaje, la nube de arena y el ruido de las aspas. Se apartó tosiendo y, al tomar aliento, varios centímetros cúbicos de aire isleño penetraron en sus pulmones. No era tan húmedo como esperaba.

– Hay tormenta al sur, en las Chagos -exclamó Carter, que aún seguía en el helicóptero, haciéndose oír sin esfuerzo por encima de los rotores.

– ¿Eso es malo? -preguntó Víctor, alzando la voz.

Carter lo miró como si Víctor fuese un insecto en la fase de muda.

– Eso es bueno. Lo que me preocupa es el tiempo seco, que es más frecuente en esta época. Mientras haya tormentas nadie se acercará aquí. Agarre esto.

Le tendía una caja sosteniéndola con una sola mano. Él necesitó las dos, y aun así se le caía. Se sintió como una especie de soldado transportando víveres. En verdad se trataba de parte de las provisiones que Carter había reunido en Sanaa: latas de conserva y paquetes de pasta italiana, así como baterías de distintos tamaños para las linternas, radios, municiones y botellas de agua. Estas últimas eran especialmente importantes, ya que el depósito del almacén había quedado destruido y Carter ignoraba si habían instalado otro. Elisa, Blanes y Jacqueline se acercaron y repartieron el resto del equipaje.

Víctor avanzaba hacia el barracón tambaleándose como un borracho. La caja pesaba endemoniadamente. Vio cómo Elisa y Jacqueline le adelantaban, la primera llevando incluso dos cajas, puede que menos pesadas que la suya, pero dos. Se sintió desanimado e inútil. Recordó cuánto le costaba realizar los ejercicios físicos en el colegio y la humillación que sufría cuando una chica lo superaba en cuestión de músculos. De alguna manera, la idea de que una mujer, sobre todo si era tan atractiva como Elisa o Jacqueline, tenía que ser más débil que él seguía muy arraigada en su interior. Se trataba de una idea ridícula, lo admitía, pero no podía quitársela de encima.

Mientras hacía muecas intentando llegar oyó a su espalda la voz de Carter despidiéndose a gritos del piloto. Como coordinador de la seguridad en Nueva Nelson, Carter no había tenido ningún problema en conseguir que los guardacostas mirasen para otro lado. Tampoco era de temer, por el momento -según había explicado-, que Eagle se enterara de que estaban allí, ya que los vigilantes eran hombres de confianza. Pero les había advertido que el helicóptero se marcharía de inmediato: no quería arriesgarse a que un avión militar advirtiese su presencia durante un vuelo rutinario. Iban a quedarse solos. Y si alguna prueba necesitaba Víctor de ello, escuchó cómo se aceleraba el ritmo de las aspas y alzó la cabeza justo a tiempo de ver el helicóptero girar en el aire lanzando chispazos del sol de poniente antes de alejarse. Solos en el paraíso, pensó.

Quizá fue ese pensamiento lo que le aturdió, porque la caja se le resbaló de las manos. La sujetó antes de que se cayera del todo, pero no pudo evitar que una esquina le golpeara el pie derecho. El agudo dolor le hizo trizas cualquier idea de paraíso.

Por fortuna, nadie había percibido su torpeza. Se hallaban congregados frente a la puerta del tercer barracón, sin duda esperando a que Carter la abriera.

– ¿Necesita ayuda? -dijo Carter rebasándolo.

– No, gracias… Ya…

Colorado como un tomate y resoplando, Víctor reanudó la marcha por la arena cojeando, con las piernas separadas. Carter se había reunido con los demás y sostenía unas tenazas tan largas como sus brazos. El ruido que produjo al cortar la cadena de la puerta semejó un disparo.

– La casa estaba vacía y nadie ha venido a barrer -dijo como si fuera el estribillo de una canción, deteniéndose para apartar con la bota unos escombros.

Eran las 18.50, hora de la isla, del viernes 13 de marzo de 2015.

Viernes trece. Víctor se preguntó si eso traería mala suerte.

– Ahora me parece pequeñísima -dijo Elisa.

Se hallaba de pie en el umbral, moviendo el haz de la linterna por el interior de la que había sido su habitación en Nueva Nelson.

Él empezaba a pensar que, en efecto, aquello era un infierno.

No había visto lugar más deprimente en toda su vida. Las paredes y el suelo de chapa albergaban tanto calor como las piezas de un horno desconectado hacía solo unos segundos tras pasar varias horas a doscientos grados. Todo tenía un aspecto lóbrego, no había ventilación y olía a rayos fritos. Y, desde luego, los barracones eran mucho más pequeños de lo que la narración de Elisa le había hecho imaginar: un pobre comedor, una pobre cocina, dormitorios desnudos. La cama solo era el armazón, el baño apenas contaba con el mobiliario indispensable y estaba cubierto de polvo. Nada semejante al lugar de ensueño donde Cheryl Ross la había recibido a ella diez años atrás. A los ojos de Elisa asomaron lágrimas y sonrió sorprendida: dijo que no creía sufrir ninguna nostalgia. Quizá se hallaba extenuada por el viaje.

La sala de proyección impresionó más a Víctor, pese a que era un lugar igualmente pequeño y hacía un calor espantoso. Sin embargo, al contemplar la oscura pantalla no pudo evitar estremecerse. ¿Era posible que hubiesen vislumbrado en ella la ciudad de Jerusalén en tiempos de Cristo?

Pero fue en la sala de control donde se quedó boquiabierto.

Con sus casi treinta metros de anchura por cuarenta de largo y sus paredes de cemento, era la cámara más grande y fresca de todas. Aún no había luz (Carter había ido a examinar los generadores), pero, bajo el débil resplandor que penetraba por las ventanas, Víctor contempló, alelado, el dorso relampagueante de SUSAN. Él era físico, y nada de lo que había visto u oído hasta entonces podía compararse a aquel aparato. Reaccionó como un cazador que, habiendo oído historias de increíbles piezas cobradas, contempla al fin la fantástica arma que ha servido para capturarlas y ya no duda de la veracidad del resto. Un estrépito lo sobresaltó. Se encendieron los fluorescentes del techo haciendo que todos parpadearan. Víctor miró a sus compañeros como si los viera por primera vez, y de improviso fue consciente de que iba a vivir con ellos allí. Pero no le parecía mal, al menos en el caso de Elisa y Jacqueline. Blanes tampoco le resultaba una compañía desagradable. Solo Carter, que en ese momento apareció por una pequeña puerta a la derecha del acelerador, seguía sin encajar en su amplio universo.

– Bueno, tendrán luz para jugar con ordenadores y calentar comida. -Se había quitado la cazadora, los vellos canosos del tórax le sobresalían de la camiseta y los bíceps le abultaban las mangas-. Lo malo es que no hay agua. Y no debemos usar la climatización si queremos que lo demás funcione. No me fío del generador auxiliar, el otro sigue estropeado. Eso significa pasar calor -agregó sonriendo. Pero su rostro no mostraba ni una gota de sudor, mientras que Víctor se percató de que ellos estaban empapados de pies a cabeza. Oyéndolo hablar, nunca sabía con certeza si Carter se burlaba o quería ayudarlos de verdad. Puede que ambas cosas, decidió.

– Hay otro motivo por el que debemos ahorrar luz -dijo Blanes-. Hasta ahora hemos razonado lo opuesto: evitar la oscuridad todo lo posible. Pero está claro que Zigzag usa la energía que encuentra a su disposición… Las luces y los aparatos conectados son como comida para él.

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