Empezó a pensar que el responsable de aquel montaje no era otro que Valente. Estaba claro que deseaba establecer con ella una relación «especial» (porque ella le resultaba… ¿qué había dicho?, «muy interesante»). Era un tipo muy astuto. Sin duda favorecido por ciertas casualidades, había tramado todo aquel cuento sobre vigilancias para amedrentarla. Curiosamente, Elisa no le tenía ningún miedo.
El viernes entregó su trabajo. Blanes lo aceptó sin decir nada y se despidió de sus alumnos, emplazándolos para el simposio del día siguiente, donde se comentarían «algunos aspectos espinosos de la teoría, como las paradojas del extremo del pasado». No mencionó que tales paradojas pudiesen ser resueltas. Elisa volvió la cabeza y miró a su rival. Éste sonreía sin mirarla.
A la mierda con Valente Sharpe.
De modo que allí estaba, en el simposio, para oír el dictamen de los sabios y conocer el resultado de su exótica apuesta. Sin embargo, las cosas iban a dar un giro que ella ni siquiera sospechaba.
Llevaba horas escuchando la brujería de la física de finales del siglo XX, y todo le resultaba conocido: «branas», universos paralelos, agujeros negros en fusión, espacios de Calabi-Yau, desgarros de la realidad… Hubo referencias a la «secuoya» por parte de casi todos los ponentes, pero ninguna a la posibilidad de identificar las cuerdas de tiempo aisladamente resolviendo la paradoja del extremo «pasado» con variables locales. El físico experimental Sergio Marini, colaborador de Blanes en Zurich, cuya intervención Elisa había esperado con ansiedad, afirmó que era preciso convivir con las contradicciones de la teoría, y citó como ejemplo los resultados infinitos de la cuántica relativista.
De pronto, en un silencio unánime de expectación y respeto, vio deslizarse hacia la tarima la silla eléctrica que transportaba a Stephen Hawking.
Retrepado en su oscuro respaldo, el célebre físico de Cambridge, poseedor de la misma cátedra que Newton había ocupado siglos atrás, apenas parecía otra cosa que un cuerpo enfermo. Pero Elisa sabía la deslumbrante inteligencia que albergaba, así como la abrumadora personalidad -que derrochaba a través de sus ojos sumidos en grandes gafas- y la férrea voluntad que le habían llevado, a pesar de su padecimiento neuronal, a convertirse en uno de los más importantes científicos del mundo. Elisa pensaba que no lo admiraba lo suficiente: Hawking era su demostración personal de que no podía darse nada por perdido en esta vida.
Pulsando los mandos del sintetizador de voz, Hawking convirtió en sonido inteligible el texto previamente escrito. Enseguida se apoderó de la atención de los presentes. Hubo carcajadas ante sus mordaces comentarios, pronunciados en un inglés mecánico y exacto. Sin embargo, para disgusto de Elisa, se limitó a hablar de la posibilidad de recuperar la información perdida en los agujeros negros, y solo al final mencionó como de pasada la teoría de Blanes. Concluyó:
– Las ramas de la secuoya del profesor Blanes crecen hacia el cielo del futuro, mientras que sus raíces se hunden en la tierra del pasado, a la que no podemos descender… -Hubo una pausa en la voz electrónica-. No obstante, mientras permanecemos colgados de una de las ramas, nada nos impide mirar hacia abajo y contemplar esas raíces.
Aquella frase hizo meditar a Elisa. ¿A qué se refería Hawking? ¿Era un simple broche de oro «poético» o estaba intentando sembrar la duda sobre la posibilidad de identificar y abrir las cuerdas de manera aislada? De cualquier forma, resultaba obvio que la «teoría de la secuoya» había perdido mucho gas entre los grandes físicos. Solo quedaba aguardar a la intervención del propio Blanes, pero las expectativas no se le antojaban halagüeñas.
Hubo un receso para comer. Todo el mundo se levantó como una sola persona y las salidas se bloquearon. Elisa se agregó a la hilera de la puerta principal, y en ese momento una voz rozó su oído.
– ¿Preparada para perder?
Esperaba algo parecido y no tardó en replicar, al tiempo que volvía la cabeza:
– ¿Y tú? -Pero Ric Valente se había esfumado usando al público como pantalla. Elisa se encogió de hombros y meditó en la posible respuesta a aquel desafío. ¿Estaba preparada? Tal vez no.
Pero aún no había perdido.
Víctor Lopera le propuso que almorzaran juntos durante el descanso. Ella aceptó de buen grado, ya que le apetecía su compañía. Pese a su obsesión por el resbaladizo tema de la religión en la física, que a veces le hacía hablar más de la cuenta, Lopera era buen conversador y una persona entrañable y amena. Regresar a casa en su coche se había convertido en una grata costumbre para ambos.
Compraron sándwiches vegetales en el autoservicio del bar del Palacio de Congresos. El de Víctor tenía ración doble de mayonesa. Elisa sospechaba que solo la mayonesa podía conseguir que su compañero dejara por un instante el tema de Teilhard de Chardin o de cuando el abad Lemaître descubrió que el universo se expandía y Einstein no le creyó: se entregaba a devorarla sin importarle mancharse los labios y luego exhibía su larga lengua y se limpiaba como un gato.
No encontraron una mesa libre, y comieron de pie mientras charlaban sobre las ponencias -a él le había encantado la de Reinhard Silberg- y saludaban a profesores y compañeros (el lugar era poco menos que un escaparate donde cada cinco segundos Elisa tenía que sonreírle a alguien). En un momento dado, de forma inesperada, él la alabó, enrojeciendo: «Estás muy guapa». Ella se lo agradeció, pero no con total sinceridad. Aquel sábado había decidido, por primera vez en toda una semana de desaseo, lavarse la cabeza y peinarse un poco, así como ponerse una blusa azul celeste y un pantalón de algodón azul marino, no sus vaqueros rotos de costumbre, que hubiesen podido «marcharse y regresar solos de la calle», como decía su madre. No le gustó que Víctor se fijara en esos detalles para celebrarla.
Sin embargo, se percató pronto de que el interés de Víctor por ella, en aquella ocasión, era especial. Lo supo antes de que él sacara el tema, por las miradas fugaces que le dedicaba. Imaginó que Lopera no tendría futuro como criminal: era la persona más transparente que había conocido.
Tras el último bocado a su sándwich, con la lengua barriendo los restos de mayonesa, Víctor dijo, en tono de calculada intrascendencia:
– El otro día hablé con Ric. -Ella vio cómo la nuez de su garganta se movía arriba y abajo-. Parece que… os habéis hecho amigos.
– No, no es cierto -replicó Elisa-. ¿Él te ha dicho eso?
Víctor sonrió como si le pidiera disculpas por haber interpretado mal su relación con Valente, pero enseguida volvió a la seriedad del principio.
– No, eso lo he deducido yo. Él me dijo que le caías bien, y que… había hecho contigo cierta apuesta.
Elisa se quedó mirándolo.
– Tengo mi propia opinión sobre la teoría de Blanes -dijo al fin-. Él tiene la suya. Hemos apostado a ver quién de los dos tiene razón.
Víctor agitaba la mano, como quitando importancia al tema.
– No creas que me interesa lo que os traéis entre manos. -Y agregó en voz tan baja que Elisa tuvo que inclinarse para escucharle debido al ruido de la cafetería-: Solo quería advertirte que… no lo hagas.
– ¿Que no haga qué?
– Lo que sea que él te diga. Para él no es ningún juego. Lo conozco bien. Hemos sido muy amigos… Siempre fue… Es un tío bastante perverso.
– ¿A qué te refieres?
– Sería difícil que ahora te explicara… -La miró de refilón y cambió de tono-. Hombre, tampoco quiero exagerar. No digo que sea…, que esté loco ni nada parecido… Quiero decir que no tiene mucho respeto por las chicas. Estoy seguro de que eso es lo que a algunas les gusta, precisamente… No quiero decir que a todas, pero… -Su rostro se había puesto grana-. Bueno, me siento mal diciéndote esto. Es que te aprecio, y quería… Puedes hacer lo que quieras, claro, solo que… yo ignoraba que habíais hablado… Pensé que tenía que avisarte.