Estuvo tentada de replicarle de mala manera. Algo como: «Tengo veintitrés años, Víctor. Ya sé cuidarme, gracias». Pero de repente comprendió que Lopera, a diferencia de su madre, no pretendía darle lecciones de nada: era sincero, y creía estar ayudándola al hablarle así. Tampoco quiso preguntarle qué más le había contado Valente sobre la conversación que habían mantenido. A esas alturas ya no le importaba lo que el gran Cuatro-Centésimas-Menos pudiera hacer o decir.
– Valente y yo no somos amigos, Víctor -insistió, muy seria-. Y, por lo que a mí respecta, no tengo ninguna intención de hacer nada que no me guste.
Víctor no pareció feliz, como si intuyera que el único que había quedado en mala posición tras aquellas palabras era él. Abrió la boca, luego la cerró y sacudió la cabeza.
– Claro -asintió-. Ha sido una gilipollez por mi parte…
– No, te agradezco el consejo. De verdad.
Los interrumpió la llamada que anunciaba la reanudación de las ponencias.
Elisa pasó las horas siguientes completamente absorta, pensando a medias en las pueriles advertencias de Víctor y en las palabras de los conferenciantes. De pronto olvidó todo lo relacionado con Víctor, y hasta con Valente, y se enderezó en el asiento.
David Blanes subía hacia la tarima. Si aquello hubiera sido un juicio, el silencio con que fue recibido habría indicado que se trataba del acusado.
Blanes retomó la ironía sobre el árbol en el punto donde la había dejado Hawking.
– La secuoya es frondosa -comenzó diciendo-, pero no da frutos.
En menos de diez minutos Elisa supo que había perdido.
Blanes aún habló otros treinta minutos, pero se dedicó a decir que confiaba en que las generaciones de nuevos físicos encontrarían formas «aún insospechadas» de resolver los problemas planteados por el extremo «pasado» de las cuerdas. Mencionó posibles soluciones, incluyendo la de variables locales y otra -que a Elisa no se le había ocurrido- con números imaginarios, pero las tildó de «elegantes e inútiles, como vestir de frac en el desierto». Se le notaba deprimido, cansado, quizá harto de defenderse contra los ataques de sus adversarios. A pesar de los aplausos, Elisa estuvo segura de que su conferencia había defraudado. Sintió desprecio por su otrora admirado ídolo. No quieres luchar por tus ideas. Pues yo sí.
La última conferencia del día era la de Blanes, pero aún quedaba una mesa redonda tras un nuevo descanso. Elisa se levantó y se situó en la cola para salir. Oyó la voz a su espalda, en una exacta repetición de lo sucedido al mediodía.
– Vete al baño de caballeros y aguarda allí.
– No he perdido aún -dijo ella volviéndose con rapidez.
Al verle alejarse de nuevo, Elisa tendió la mano y lo aferró de la camisa. Esta vez no te vas.
– No he perdido -recalcó.
Valente se apartó, pero no pudo escapar. Caminaron juntos hasta la salida y se encararon en el vestíbulo. El aspecto de él, como siempre, hizo pensar a Elisa que llevaba sobre los hombros un letrero de neón anunciando «Aquí está Valente Sharpe»: camisa vaquera rojo fuego de manga larga cerrada hasta el último botón, cinturón y pantalones rojo burdeos, botas de piel rojizas y un aderezo de collar y pendientes dorados. La tarjeta de asistente al congreso (que Elisa había guardado en el bolsillo) colgaba de su camisa a la altura de la tetilla proclamando su nombre entre reflejos. Tenía todo el flequillo rubio y húmedo cuidadosamente colocado sobre su ojo derecho. Su tono de voz reveló cierto disgusto.
– Te he dado la primera orden: ve al baño de caballeros.
– No pienso ir.
Un destello asomó a la mirada de él, como si por dentro se burlara, aunque sus angulosas facciones seguían rígidas.
– Me parece muy cobarde por tu parte que ahora te eches atrás, señorita Robledo.
– No me echo atrás, señor Valente. Pagaré cuando pierda.
– Está claro que has perdido. Blanes ha dicho que tus variables de tiempo local son como caca de perro en la suela del zapato.
– Se trata de una opinión -objetó ella-. No ha demostrado nada, solo ha expresado su opinión. Pero la física no es cuestión de opiniones.
– Oh, vamos…
– Hay mucho en juego. Quiero asegurarme de que tú tienes razón y yo no. ¿O es que eres tú quien tiene miedo de perder?
Valente la miraba sin pestañear. Ella le devolvía la mirada íntegramente. Al rato, él respiró hondo.
– ¿Qué propones?
– No voy a enzarzarme en una discusión con Blanes durante el turno de preguntas, desde luego. Pero hagamos algo. Todo el mundo sabe que Blanes decidirá a quién reclutará para Zurich en función de los trabajos que le hemos entregado. Estoy segura de que si mi idea le parece digna de estudio, me llamará a mí. Si, por el contrario, piensa que es estúpida, me rechazará. Propongo que esperemos hasta ese momento.
– Me elegirá a mí -dijo Valente con suavidad-. Ve asumiéndolo, querida.
– Mejor para ti. Pero ni siquiera tendría que hacerlo. Solo con que me descarte a mí, pagaré.
– ¿A qué te refieres con «pagaré»?
Elisa tomó aliento.
– Iré a donde digas y haré lo que digas.
– No te creo. Encontrarás otra excusa.
– Te lo juro -dijo ella-. Te doy mi palabra. Haré lo que quieras si me rechaza.
– Estás mintiendo.
Ella lo miró con ojos brillantes.
– Me tomo esto más en serio de lo que tú te crees.
– ¿El qué? ¿Mi apuesta?
– Mis ideas. Tu apuesta me parece una chorrada, como todo lo que me contaste en tu casa la otra noche. Nadie nos está «estudiando», nadie nos vigila. Lo del móvil fue una casualidad: me lo devolvieron el otro día. Creo que quieres hacerte el interesante conmigo. Pues te voy a decir una cosa. -Elisa mostró la dentadura en una amplia sonrisa blanca-. Ten cuidado, señor Valente, porque has despertado mi interés.
Valente la observaba con extraña expresión.
– Eres una tía muy especial -dijo en voz baja, como para sí mismo.
– Tú, en cambio, con detalles como el del «baño de caballeros», cada vez pareces más del montón.
– La forma de pago la decide quien gana.
– Estoy de acuerdo -convino Elisa.
De repente él se echó a reír. Era como si llevara reprimiendo aquella risa durante toda la conversación.
– ¡Eres la hostia! -Durante un rato solo repitió esa frase mientras se frotaba los ojos-. ¡Eres, literalmente, la hostia! Quería probarte, a ver qué hacías. Te juro que me habría mondado si hubieses ido al baño de caballeros… -Entonces la miró con algo similar a la seriedad-. Pero acepto tu desafío. Estoy totalmente seguro de que me van a elegir a mí. De hecho, diría que ya me han elegido, querida. Y cuando eso ocurra, te llamaré al móvil. Una sola llamada. Te diré dónde tendrás que ir y cómo, qué podrás llevar encima y qué no, y tú obedecerás cada palabra como una perrita de concurso… Y eso solo será el comienzo. Voy a disfrutar como nunca, te lo juro… Ya te lo he dicho: me resultas interesante, aún más con ese carácter que tienes, y será curioso saber hasta dónde estás dispuesta a llegar… O bien comprobaré lo que ya sospecho: que eres una mentirosa, una cobarde sin palabra…
Elisa aguantó el chaparrón mirándolo con calma, pero por dentro su corazón latía aceleradamente y la boca se le había secado.
– ¿Quieres echarte atrás? -preguntó él con seriedad fingida, mirándola con el ojo izquierdo (el derecho cubierto por un parche de pelo)-. Es tu última oportunidad.
– Ya hice mi apuesta. -Elisa se obligó a sonreír-. Si quieres retirarte tú…
La expresión de Valente era la de un niño que hubiera descubierto un juguete insospechado.
– Genial -dijo-. Voy a pasármela en grande contigo.
– Ya veremos. Y ahora, si me perdonas…
– Espera -pidió Valente, y miró a su alrededor-. Ya te he dicho que estoy seguro de que voy a ganar, pero quiero ser totalmente honesto contigo. Te diré que hay detalles en este congreso que me hacen pensar que no todo es como lo pintan… Blanes y Marini parecen demasiado interesados en demostrar que su «secuoya» se ha convertido en un bonsái, pero he notado algo extraño… -Le hizo señas mientras se alejaba-. Ven si quieres verlo.