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Obedeciendo a un súbito impulso (qué niña eres, le diría su madre), salió al pasillo sin vestirse. Se detuvo primero en la puerta contigua, la de Nadja, y se asomó a la mirilla. Nadja se encontraba en la cama: su pelo blanco, bajo la luz de los focos del exterior, era tan visible como una señal de carretera. La postura del cuerpo, con las sábanas arrolladas a las piernas, apuntaba a que llevaba cierto rato durmiendo. Parecía un feto encogido en el útero. Elisa sonrió. Recordó una conversación que habían mantenido el fin de semana, en la playa.

– Me gustaría ser madre -había declarado Nadja en uno de sus «arranques» sinceros.

– ¿Qué es eso?

– Algo que nos ocurre a las paleontólogas de vez en cuando. Consiste en criar un embrión en el vientre tras ser fecundadas por un macho.

– Yo he decidido ser zángano -repuso ella, adormilada sobre la toalla.

– ¿En serio no te gustaría tener hijos, Elisa?

La pregunta le pareció increíble. Y le pareció increíble que le pareciera increíble.

– Aún no me lo he planteado -contestó, pero Nadja creyó que bromeaba.

– Oye, que no es un problema matemático. O quieres o no quieres.

Elisa se había mordido el labio, como hacía cuando calculaba.

– No, no quiero -había respondido al fin, tras largo silencio, y Nadja había movido la cabeza, esa suave cabeza de cabellos de ángel que tenía.

– Hazme un favor -le había dicho-: antes de morirte lega tu cráneo a la Universidad de Montpellier. Jacqueline y yo disfrutaremos estudiándolo, te lo juro. No hay muchos ejemplares de fisicus extravagantissimus hembra.

Volvió a la realidad: estaba en el pasillo, de madrugada, vestida tan solo con las bragas, espiando a sus compañeros. Imagínate que se levanten y descubran a la fisicus extravagantissimus hembra en bragas espiándolos por la mirilla. Los pasos ya no se escuchaban. Sin dejar de sonreír, avanzó de puntillas hasta la habitación de Ric Valente. El suelo metálico le ofreció un contraste de frescor en los pies para la calidez que sentía por todo el cuerpo. Se asomó a la mirilla.

Todas sus ideas preconcebidas se esfumaron. Bajo la claridad que penetraba por la ventana distinguió perfectamente la flaca silueta de Valente Sharpe estirada en la cama, su huesuda espalda, la blancura del calzoncillo.

Se quedó mirándolo un instante. Luego se dirigió a la última habitación. Aquel bulto acurrucado bajo las sábanas tenía que ser Rosalyn, incluso creyó ver mechas de su cabello castaño.

Sacudió la cabeza y regresó a su cuarto, preguntándose qué había pretendido contemplar. Mirona. Comprendió que el impresionante esfuerzo exigido por su primer trabajo en la isla estaba cobrándose un precio. En su vida normal sabía cómo resolver aquellas situaciones de desgaste: daba paseos, hacía deporte o, si precisaba llegar más lejos, se entregaba a sus fantasías eróticas a solas. Pero en el mundo de Nueva Nelson, con aquella ausencia de intimidad, se sentía un tanto desorientada. Se acostó boca arriba y respiró hondo. Ya no había pasos.,, No había ruidos. Aguzando el oído podía llegar a escuchar el mar, pero no quería. Tras pensarlo un instante, se metió bajo las sábanas pese al calor que sentía. Pero no buscaba abrigarse.

Volvió a tomar aire, cerró los ojos y dejó que la fantasía la llevara por donde quisiera.

Sospechaba por dónde la llevaría.

Valente seguía pareciéndole Valente Sharpe: un chico estúpido, vacuo, una mente brillante en el cuerpo de un niño enfermizo, un hijo de papá. Sin embargo, de manera irremediable, su fantasía (probablemente también enfermiza, supuso) la arrastraba del pelo hacia él. Era la primera vez que le sucedía, estaba sorprendida.

Fisicus calentissimus.

Se lo imaginó entrando en su cuarto en aquel momento. Podía verlo con claridad, ahora que tenía los ojos cerrados. Introdujo las manos bajo las sábanas y se bajó las bragas. Pero a él ese gesto de sumisión le pareció poco. Ella accedió a quitárselas del todo, hizo una bola con ellas y las arrojó al suelo. Imaginó que ni aun así su Valente Sharpe de fantasía quedaría satisfecho. Pero te jodes, porque no pienso apartar la sábana. Se llevó una mano allí abajo, al centro de aquel lugar tórrido y exigente, y comenzó a removerse y jadear. Sospechó lo que él haría: mirarla con absoluto desprecio. Y ella le diría…

En ese instante los pasos sonaron junto a su cama.

El incipiente placer le estalló en el cerebro como una filigrana de cristal pisoteada por un elefante adulto.

Abrió los ojos exhalando un gemido.

No había nadie.

El susto, clavado de aquella forma en mitad de su excitación sexual, había sido de tal naturaleza que casi se alegró de seguir con vida: esa clase de sustos que son como un acceso de fiebres palúdicas y te dejan rígido y helado. En algún sitio había leído, incluso, que podían llegar a matarte de un infarto por joven que fueras y saludables que tuvieras las arterias.

Se incorporó conteniendo el aliento. La puerta de su habitación seguía cerrada. No había oído en ningún momento que se hubiese abierto. Pero los pasos -de eso estaba segura- habían sonado dentro de su habitación. Sin embargo, no había nadie.

– ¿Hola…? -le preguntó a los muertos.

Los muertos respondieron. Con más pasos.

Estaban en el baño.

En aquel momento Elisa pensó que no podía llegar a sentir más miedo del que ya tenía. Que jamás sentiría más miedo que entonces.

Luego comprobó que aquel pensamiento había sido el más erróneo que jamás había tenido hasta entonces.

Pero eso lo supo luego.

– ¿ Sí?

Nadie respondió. Los pasos iban y venían. ¿Se equivocaba? No: sonaban dentro del cuarto de baño. Carecía de lámpara en la mesilla, y de todas formas las luces de las habitaciones recortaban de noche, salvo las de los baños. Tendría que levantarse a oscuras e ir hacia allí para encenderla.

Ahora ya no los oía: habían vuelto a detenerse.

De repente le pareció que era una completa idiota. ¿Quién demonios podía haberse metido en su cuarto de baño? ¿Y quién aguardaría allí sin luz, sin hablar, pero moviéndose? No cabía duda de que los pasos procedían de otro lugar del barracón y reverberaban en las paredes.

Pese a aquella conclusión «tranquilizadora», el proceso de apartar la sábana, levantarse (ni soñar con perder tiempo en ponerte las bragas, además, si se trata de un muerto, ¿qué coño te importa estar en pelotas?) y caminar hasta el baño le pareció poco menos que una misión astronáutica. Descubrió que la puerta del baño, que no podía ver desde la cama, estaba cerrada y la mirilla se hallaba completamente negra. Tendría que abrirla y encender, a su vez, la luz del interior.

Movió el picaporte.

Mientras abría la puerta con terrible lentitud, revelando porciones crecientes de la negrura interior, se escuchaba a sí misma jadear. Jadeaba como si aún siguiera en la cama con su fantasía privada… No, qué más quisiera ella: jadeaba como un tren a vapor. Ríete de como había jadeado antes, mientras se hacía una de sus pajas-de-salir-del-paso. Ríete, fisicus extravagantissimus

Abrió la puerta del todo.

Lo supo incluso antes de encender la luz. Estaba vacío, claro.

Respiró aliviada, sin saber qué había esperado encontrar. Volvió a oír los pasos, pero esa vez claramente remotos, quizá en el ala de los dormitorios de profesores.

Por un instante se quedó allí de pie, desnuda, en el umbral del baño iluminado, preguntándose cómo era posible que hubiesen sonado junto a su cama momentos antes. Sabía que sus sentidos no la habían engañado, y no iba a poder dormir hasta encontrar una solución lógica para aquel enigma, aunque solo fuera por el deseo de no parecer idiota.

Al fin dio con una posible causa: se agachó y apoyó la oreja en el suelo de metal. Creyó escuchar los pasos con más intensidad y dedujo que no se equivocaba.

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