Las lágrimas resbalaban por el rostro de Elisa.
Pensó que la ciencia, la verdadera ciencia, la que cambia de repente y para siempre el curso de la historia, consistía en eso: en llorar al ver una manzana caer de un árbol.
O un vaso de cristal intacto sobre una mesa.
Era el turno de Reinhard Silberg. Al plantarse junto a la pantalla dio la impresión -correcta, según Elisa- de ser inmenso. Vestía una camisa de manga corta y pantalones de algodón con cinturón de piel, y era el único que llevaba corbata, aunque con el nudo flojo. Todo en él imponía, y quizá por eso parecía a veces querer atenuarse a sí mismo con una sonrisa que, en su rostro lampiño y carnoso tras unas gafas de montura dorada, resultaba curiosamente infantil.
En aquel momento, sin embargo, no sonreía. Elisa sospechaba la razón. Quizá le ha tocado a él contar la parte desagradable. Las primeras palabras del historiador y científico alemán le hicieron saber que no se equivocaba.
– Me llamo Reinhard Silberg y mi especialidad es la filosofía de la ciencia. Fui reclutado para el Proyecto Zigzag con el propósito de que los asesore sobre aquello que no es física, pero que posee enorme importancia. -Hizo una pausa y movió un pie, como si ejecutara algún dibujo en el suelo metálico-. Este proyecto, ya lo saben, está calificado como alto secreto. Nadie más conoce que estamos aquí, ni los colegas, ni los amigos, ni nuestras familias, ni siquiera muchos de los directores de Eagle Group. Naturalmente, a la comunidad científica no podemos engañarla, pero les hemos ido brindando, mediante congresos y artículos, algunas zanahorias. Saben que con la «secuoya» se puede hacer madera, valga la expresión, pero no de qué forma. Este proyecto, pues, es único en el mundo, al menos hasta ahora. Hemos sido seleccionados tras un estudio detallado de nuestras vidas, aficiones, amistades e inquietudes. Vamos a trabajar en algo en lo que nadie tiene experiencia previa. Somos pioneros, y necesitamos medidas especiales de seguridad debido a… varias razones.
Hizo otra pausa y volvió a observar los movimientos de su pie.
– En primer lugar, no piensen ni por un momento que van a ver películas en esta pantalla. En el cine contemplamos la escena de la muerte de César, por ejemplo, como si se tratara de la grabación de un videoaficionado de la época romana. Pero las imágenes de las cuerdas de tiempo abiertas no son películas, ni siquiera películas de la vida real: son el pasado. Podemos verlas en una pantalla, como las películas, y grabarlas en DVD, igual que las películas, pero deben recordar siempre que se trata de cuerdas de tiempo abiertas de las que hemos extraído información. Nuestro «asesinato de César» será el suceso en sí, tal como quedó y ha quedado para siempre registrado en las partículas de luz que reflejó la escena real, es decir, en la realidad del pasado. Esto acarrea ciertas consecuencias. Ignoramos qué sucedería, por ejemplo, con personajes o acontecimientos que forman parte de nuestra cultura o nuestros ideales. Se han hecho estudios secretos, y aún no existen conclusiones. Por ejemplo, si viéramos a Jesucristo, Mahoma o Buda… tan solo verlos y saber con certeza que se trata de ellos… No digamos si descubrimos aspectos de la vida de estos fundadores de religiones que se oponen a lo que las iglesias de cada fe han estado haciendo creer a millones de personas durante siglos, incluyendo, probablemente, a varios de nosotros. Todo esto constituye motivo más que de sobra para que el Proyecto Zigzag sea secreto. Pero hay otro motivo. -Hizo una pausa y parpadeó-. Me gustaría explicarlo mostrándoles una nueva imagen. Se trata de la única que hemos conseguido obtener, aparte de la del Vaso Intacto. La mayoría de ustedes no conoce su existencia… Jacqueline, te vas a llevar una sorpresa… Colin, ¿te importaría…?
– Claro.
Craig volvió a teclear. Esta vez, la luz de la sala se apagó. Alguien dijo en la oscuridad (Elisa reconoció la voz de Marini): «Quita los anuncios, Reinhard». Pero no hubo risas en esa ocasión. Se escuchó la voz de Silberg, cuya silueta empezaba a destacar en la penumbra creada por la única luz procedente de la consola del ordenador.
– Ha sido obtenida con el sistema que Colin les ha contado antes: un satélite envió las imágenes, calculamos la energía necesaria para abrir las cuerdas de tiempo y la procesamos…
La pantalla se iluminó. Aparecieron formas de desvaída tonalidad rojiza.
– El color se debe a que el extremo «pasado» de la cuerda se halla en un lugar tridimensional equivalente, en términos espaciales, a casi un millón de años luz de nosotros, y sigue alejándose -explicó Silberg-, así que sufre una desviación al rojo similar a la de otros objetos celestes. Pero en realidad, pertenece a la Tierra…
Se trataba de un paisaje. La cámara sobrevolaba una cordillera. Las montañas semejaban ser accesibles, casi pequeñas, y entre ellas destacaban valles circulares y rocas esféricas. Todo parecía haber sido recubierto por algún repostero famoso con un cargamento de nata montada.
– Dios mío… -Se oyó, trémula, la voz de Jacqueline Clissot.
Elisa, inclinada hacia delante, descruzó las piernas. Experimentaba una rara sensación. No podía definir su origen exacto, aunque sabía que procedía de la imagen que estaba contemplando. Era como un soplo de inquietud.
Una vaga amenaza.
Pero ¿dónde radicaba esa amenaza?
– Glaciares de piedemonte inmensos… -murmuraba, absorta, Clissot-. Glaciares de erosión y en U… Mira esos circos y nunataks… ¿Te fijas, Nadja? ¿A qué te suena? Tú eres la experta en paleogeología…
– Esos depósitos son drumlins… -repuso Nadja con un hilo de voz-. Pero de un tamaño increíble. Y esas morrenas a los lados… Parece como si hubiesen arrastrado sedimentos enormes desde mucha distancia…
¿Qué me pasa? Una risa nerviosa afloró a los labios de Elisa. Era absurdo, pero no podía evitar pensarlo: en aquellas cúspides de nieve teñida de rojo existía una cosa que la perturbaba enormemente. Creyó que se había vuelto loca.
Vio temblar a Nadja. Se preguntó si se trataba solo de la emoción ante los hallazgos o bien de algo similar a lo que le estaba sucediendo a ella. Valente parecía también afectado. Se oyó a alguien tomar aliento.
Es ridículo.
No, no lo era: en aquel paisaje había algo extraño.
– Parece haber signos de agua de fusión en los crevasses… -murmuró Nadja, alterada.
– ¡Por Dios, es una glaciación en fase de deshielo…! -exclamó Clissot.
La voz de Silberg, convertido en una sombra junto a la pantalla, llegó clara y firme, pero con no menos ansiedad:
– Son las islas Británicas. Hace unos ochocientos mil años.
– Glaciación de Günz… -dijo Clissot.
– Exacto. Pleistoceno. Período Cuaternario.
– ¡Oh, Dios! -gemía Clissot-. ¡Oh, Dios, Dios, santo Dios…!
Náuseas. Es nauseabundo.
Pero ¿qué?
Cuando las luces se encendieron, Elisa descubrió que había estado abrazándose a sí misma, como si hubiese sido obligada a mostrarse desnuda en público.
– Éste es el segundo motivo por el que el Proyecto Zigzag debe seguir siendo secreto. Ignoramos qué lo produce: lo llamamos «Impacto». -Silberg escribió la palabra en inglés en una pequeña pizarra blanca colgada de la pared junto a la pantalla-. Lo escribimos siempre así, «Impacto», con i mayúscula. Todos lo sufrimos en mayor o menor medida, aunque existen personas más sensibles que otras… Se trata de una reacción especial ante las imágenes del pasado. Puedo aventurar una teoría para explicarlo: quizá Jung tenía razón, y poseamos un inconsciente colectivo repleto de arquetipos, algo así como una memoria genética de la especie, y las imágenes de las cuerdas de tiempo abiertas, de alguna manera, la perturban. Piensen que esa zona de nuestro inconsciente ha permanecido inviolada durante generaciones, y de repente, por primera vez, la puerta se abre y penetra la luz en esa oscuridad…