Lo mejor era morir cuanto antes. O intentar huir. Escapar de Zigzag y de Harrison, si es que era posible escapar de ambos, y si -pensar esto le helaba la sangre- se trataba de amenazas diferentes.
Porque cada vez estaba más seguro de que Harrison se había vuelto loco.
Y era Zigzag quien lo había enloquecido. 104 segundos.
104 segundos
Se encontraba inquieto, pero no sabía bien por qué.
Había cesado de llover y la luz del sol pintaba el día entre las capas de nubes comenzando, como siempre, por el mar. A la luz le gustaba el mar. A Blanes le gustaban ambas cosas. Aquel espectáculo prodigioso, aquel mundo de ondas y partículas que formaban sonidos y colores, seres y objetos, se le ofrecía de repente ante sus cansados ojos como diciendo: «Contémplame, David Blanes. Mira qué simple es mi secreto».
No, no era simple, y él lo sabía. Se trataba de un enigma profundo y complejo, quizá excesivo para la capacidad de comprensión del cerebro humano. Aquel secreto lo abarcaba todo, desde lo más grande a lo más diminuto o sutil: Orión, los agujeros negros y los cuásares, pero también la intimidad de los átomos, las cuerdas subatómicas y (¿por qué no?) la razón por la que su hermano pequeño, su maestro Albert Grossmann y sus amigos Silberg, Craig, Jacqueline, Sergio y tantos otros habían muerto. Nada podía excluirse de la respuesta: si la física estaba destinada a conocer toda la realidad (él así lo creía), cosas como Zigzag, la muerte de su hermano, y los últimos minutos de Grossmann, Reinhard o Jacqueline, tenían que entrar también en la pregunta, en aquel Gran Acertijo que desde Demócrito a Einstein el ser humano se afanaba por resolver.
El viejo sabio reflexiona frente a la ventana: la ilusoria estampa le hacía sonreír con amargura. Recordó que, en la soledad de su casa de Zurich, acostumbraba meditar asomado a una ventana cerrada. Una vez Marini le había dicho que ese hábito se debía a que vivía demasiado dentro de su cerebro. Quizá tuviera razón, pero ahora las cosas eran distintas. Ahora su tarea no era otra que otear la verja a través del cristal para asegurarse de que Elisa y Víctor no fuesen molestados mientras descifraban la imagen del ordenador.
Todo iba bien por el momento, pero su inquietud no menguaba.
Aquel desasosiego no se parecía a ningún otro que hubiese soportado antes. ¿Quizá lo producía la posibilidad de que Elisa regresara y le dijera que él era Zigzag? No, ya había decidido que se quitaría de en medio en tal caso. Estaba seguro de que su malestar lo causaba algo más leve, un dato que había descuidado en sus reflexiones, una mínima variable que no había tenido en cuenta…
Mínima, pero, de algún modo, vital.
Su memoria se esforzaba en dar con ella. Grossmann llamaba al objetivo de una búsqueda «el trozo de queso». La memoria -aseguraba- era como una rata de laboratorio encerrada en un laberinto, y a veces los datos olvidados solo podían rastrearse con una facultad distinta de la inteligencia o el conocimiento. «Con el olfato, como la rata encuentra el queso en el laberinto.»
El olfato.
La cocina era una habitación pequeña, y el olor a cable quemado no se había desvanecido aún. El ataque de Zigzag a la pobre Jacqueline había carbonizado las conexiones de los electrodomésticos, él mismo lo había comprobado mientras escribía el mensaje para Elisa y Víctor en la servilleta…
Desvió la vista de la ventana y se quedó mirando aquellos cables.
Sí, era eso.
Zigzag había extraído energía de aparatos que no solo no estaban funcionando sino que no recibían electricidad. Carter y él habían desconectado la luz de aquella zona, pero Zigzag había «chupado» la energía como el vacío en un matraz arrastra el gas de un recipiente contiguo. Era la primera vez que hacía eso, que él supiera. Era como absorber energía de una linterna sin baterías.
Su mente se deslizó frenética, como un esquiador experto, por una ladera de cálculos. Si había aprendido a utilizar la energía potencial de máquinas desconectadas, entonces…
Cuatro helicópteros. Dos generadores. Rifles, pistolas. Radios, transmisores, teléfonos, ordenadores. Equipos militares…
Dios mío.
Un sudor helado lo bañó por completo. Si no se equivocaba, se encontraban en una trampa mortal. Toda la isla era una trampa. Zigzag podía extraer energía de casi cualquier cosa, así que ¿qué lo detendría? Su aparición se haría cada vez más frecuente y su área se extendería cada vez más, quizá a kilómetros de distancia, lo cual, a su vez, requeriría un mayor aporte de energía… ¿De dónde la sacaría entonces?
Los cuerpos. Los seres vivos. Cada ser vivo es una batería. Producimos energía. Zigzag la usará cuando su área se extienda y debilite. Eso significa…
Significaba que el siguiente ataque podía producirse en escasos minutos. Le tocaría a Elisa, Carter o él, pero el resto de los seres vivos de la isla perecería. De pronto aquella posibilidad matemática le parecía muy real. Si tenía razón, no solo ellos sino todos los que en aquel momento se encontraban en Nueva Nelson estaban en peligro. Debía avisar a Elisa, pero también tendría que hablar con Harrison. Debía…
– Profesor. -Una voz desconocida, cavernosa.
Se volvió y contempló la muerte en el rostro del individuo que lo encañonaba con la pistola con silenciador. No, ahora no. Antes debe saber…
– ¡Escuche…! -exclamó alzando las manos-. ¡Escuche, tiene que…!
A Blanes le alegró recibir la bala en el pecho. Ello le permitió pensar un instante más. Olvidó el dolor y el miedo, cerró los ojos y vio, aguardándolo en los confines de la negrura, a su hermanito. Se dirigió hacia él apresuradamente, sabiendo que sus labios le ofrecerían la respuesta a la Gran Pregunta de la vida.
100 segundos.
– La resolución ya es aceptable -dijo Elisa, y cargó la primera imagen.
Víctor, de pie tras ella, inclinado sobre su hombro, observaba la pantalla. Cada uno oía la respiración del otro y la suya propia formando un tenso dúo de jadeos. En la pantalla apareció con bastante nitidez la silueta de Ric sentado al ordenador, mutilada por el Tiempo de Planck.
– Dios mío -dijo Víctor tras ella.
Los objetos resaltaban también con claridad. Y aquel detalle… El pormenor que no lograba concretar -y que tanto la irritaba- se hallaba más presente que nunca.
De repente creyó saber qué era.
– Los controles… -Señaló la pantalla-. Mira esa hilera de luces. En nuestra consola están apagadas, ¿ves? -Indicó una serie de pequeños rectángulos en el teclado-. Son los detectores de recepción de imágenes telemétricas… Eso fue lo que noté antes. Ric hizo algo distinto de las otras veces: usó una transmisión por satélite…
– ¿De Nueva Nelson? ¿Por qué?
– Ni idea.
Era absurdo, pensaba Elisa. ¿Por qué complicarse la vida con una imagen telemétrica de la isla para abrir cuerdas del pasado reciente, cuando tenía a su disposición una decena de vídeos en directo? Solo había una posible explicación.
La imagen que le interesaba no procedía de Nueva Nelson.
Pero, entonces, ¿de dónde?
Por un instante el pánico la inmovilizó. Las posibilidades de época y lugar eran casi infinitas dentro del área del pasado reciente, y ello significaba que la persona que había dado origen a Zigzag podía encontrarse en cualquier sitio del planeta.
En la pantalla, la imagen había saltado a la siguiente cuerda abierta: Ric y Rosalyn aparecían de pie, a la izquierda, y lo que él había estado contemplando quedaba ahora despejado y nítido. Elisa abrió el zoom y lo centró en la pequeña área del ordenador de Ric. Contuvo el aliento mientras se definían los contornos. La nueva imagen apareció encuadrada en la pantalla.
La más inesperada de todas.