94 segundos.
Un ruido le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta de que el casco del soldado que lo custodiaba había desaparecido de la mirilla. Cuando se incorporó, la puerta de la habitación se abrió y el cañón humeante de una pistola con silenciador apuntó a su cabeza. Vio las botas del soldado caído en el corredor y alzó las manos mirando al individuo que sostenía la pistola.
– ¿Sabes quién soy? Mírame a los ojos, Carter…
Aquella voz deformada y hueca le impresionó mucho más que el arma con que le apuntaba. Casi por primera vez en su vida, Paul Carter no supo qué responder.
– ¿No me reconoces? -dijo aquella voz-. Soy Jurgens.
Tragó saliva. ¿Jurgens? Ató cabos mentalmente a frenética velocidad y creyó comprender lo que sucedía. El hecho de comprenderlo no atenuó su miedo, pero al menos fue capaz de reaccionar. Intentó reunir calma y hablar con tranquilidad. Ante todo, no lo pongas nervioso.
– Oiga, escuche… Baje la pistola y deje que le diga algo…
– Soy tu muerte, Carter.
– Escuche… «Jurgens» es una clave… -Carter trataba por todos los medios de no apresurarse, de pronunciar cada palabra con exquisita claridad y calma-. Por Dios, ¿no lo recuerda? «Jurgens» es la clave que usamos en Eagle para indicar que algo debe ser solucionado por cualquier medio… ¡No es una persona, Harrison, es una clave…!
Pero la horrible mueca que vio en la cara de Harrison le hizo saber que no le escuchaba. Ya no es Harrison: es algo que ha producido Zigzag.
– ¿Es que no me ves? -Harrison gruñó con aquella voz forzada-. ¡Mira mis ojos, Carter…! ¡Mira mis ojos…!
Y disparó.
54 segundos.
Víctor hablaba atropelladamente a su espalda.
– Debe de ser una imagen del pasado… Hay… signos de apertura de cuerdas temporales, ¿verdad?
Se trataba de un paisaje campestre, pero evidentemente no era Nueva Nelson. En el margen derecho parecía discurrir un río pequeño. En la parte superior, sobre unas piedras, al pie de un árbol (pero no cubiertos por éste), había tres pequeñas siluetas blancas y en la inferior una grande y oscura. Pese a las irregularidades producidas por el Tiempo de Planck, Elisa reconoció en la silueta grande a un hombre corpulento, de pie junto a la orilla del riachuelo. En la mano llevaba algo que ella no distinguía (¿un sombrero?, ¿una gorra?), y junto a él, sobre la hierba, una vara larga y una especie de cesta le hicieron pensar en útiles de pesca.
Las otras tres figuras poseían tamaños y complexiones diferentes. Elisa dirigió el zoom hacia ellas y aumentó otro treinta por ciento.
A juzgar por el cabello de una, largo y negro, podía tratarse de una niña. La niña y uno de los niños aparecían en un color sepia uniforme, lo cual indicaba que podían estar desnudos. El otro chico llevaba ropa, pero escasa, quizá camiseta y pantalón corto, Elisa no podía estar segura. Además, no era su vestuario lo que le llamaba la atención, sino su postura: semejaba haber caído sobre las rocas. Tenía los pies más elevados que la cabeza, como si la foto hubiese sido hecha en el momento de caer. Y el gesto de los brazos de su compañero indicaba… Elisa lo comprendió de repente.
– Uno de los chicos parece haber empujado al otro… Debe de ser un recuerdo de Ric.
Sus pensamientos eran un torbellino. De repente las cosas empezaban a encajar con la personalidad del Ric Valente que ella había conocido. Marini se equivocó. Supuso que Ric se había arriesgado, pero en realidad no lo hizo. Ric era ambicioso, pero también cobarde. Tenía miedo de usar los vídeos de gente dormida debido a las consecuencias del desdoblamiento, y optó por otra escena, una de su propio pasado, que consideraría «inocente», trivial… Pero ¿cuál? Llevaba un diario detallado desde niño, me lo dijo… De él pudo sacar los datos de hora y lugar…
– ¿Un recuerdo de…? -murmuró Víctor junto a su oído. El cambio que advirtió en su tono de voz hizo que Elisa dejase un instante de mirar la pantalla para observarle. El rostro de Víctor presentaba una abrumadora palidez. En los sucios cristales de sus gafas se reflejaba la pantalla del ordenador, y Elisa no podía verle los ojos.
De pronto ella misma creyó recordar una remota conversación. ¿No me contó Víctor algo semejante hace años…? La pelea por aquella chica inglesa de la que se había enamorado… Ric lo empujó y…
Volvió a mirar a la pantalla y se fijó en otra cosa: la imagen del chico caído sobre las rocas era menos nítida que las demás. Parecía haber sombras rodeándola.
Sombras.
Notaba la boca seca, y pulsaciones febriles en las sienes. Sus ojos se dilataron.
Se volvió lentamente, pero Víctor ya no estaba junto a ella: había retrocedido temblando hacia la pared y la expresión de su rostro era la de aquel que comprueba, de manera inequívoca, que no hay otra vida más allá de la tumba.
– Mátame, Elisa -sollozó-. Te lo suplico… Yo no… no podría hacerlo. Mátame tú, por favor…
– No…
Víctor dejó de implorar para lanzar un grito donde se mezclaban el terror y la decisión:
– ¡Elisa! ¡Hazlo antes de que eso vuelva…!
Ella siguió negando con la cabeza sin decir nada, solo negando.
En ese instante la puerta se abrió.
Al principio Elisa no reconoció a Harrison: tenía sangre en las manos y la ropa y su rostro se hallaba desencajado, rojizo, con los ojos fuera de las órbitas.
– Míralo… -Apuntaba a Víctor con la pistola, pero se dirigía a ella. En las comisuras de sus labios destellaba la espuma-. Míralo morir, puta.
– ¡No! -gritó Elisa, al tiempo que otra voz en su interior gritaba, desesperada: ¡Mátalo! ¡Mátalo!
Su grito quedó sofocado por el repentino zumbido de los aparatos a su alrededor. El suelo pareció vibrar como ante la llegada de un seísmo. De la pantalla de los ordenadores saltaron chispas y un olor acre llenó el aire.
Tras unos cuantos segundos de sorpresa, Harrison disparó.
Y todo cesó.
? segundos.
Fue como si se quedara sorda. Sin embargo, lanzó un grito y se oyó a sí misma. También sentía la silla junto a sus nalgas, y palpaba la mesa y el teclado.
Víctor y Harrison seguían en la misma posición, el primero aguardando la bala y el segundo apuntándole, pero sus figuras habían cambiado: un corte longitudinal atravesaba las mejillas de Víctor de lado a lado y todo su vientre era un hueco rojizo por el que se vislumbraba la columna vertebral; Harrison había perdido parte de un brazo y las facciones.
Y en medio de ambos, casi en el punto central, un insecto paralizado. Elisa lo contempló horrorizada. La bala. No ha llegado a tiempo, Dios mío.
Retrocedió y empujó la silla sin lograr moverla. Al apoyar los dedos en las teclas del ordenador ninguna se hundió, como si se tratara de rugosidades simétricas labradas en una piedra. Algo en ella también era distinto: estaba desnuda por completo.
El sudor le cubrió la cara.
Sabía dónde se encontraba. Sabía en manos de quién.
Seguía estando en la sala de control, pero con ciertas diferencias. Era como una habitación decorada por algún artista del surrealismo. En la pared de su derecha habían aparecido extrañas aberturas en forma de elipse a través de las cuales podían divisarse las alambradas y la playa. De allí venía la luz. Todo lo demás era oscuridad.
Y sentía algo más. No hubiese sabido decir cómo, porque no lo veía, pero lo percibía de alguna forma.
Zigzag. El cazador.
Su mente, abrumada por el pánico, se disgregó: parte de sus pensamientos racionales flotaron hacia la superficie y se mantuvieron coherentes y observadores; el resto se hundió en las profundidades de su ser más indefenso, en el recuerdo de sus terrores y fantasías de los últimos años.
Se acercó a la pared que daba al exterior mientras lo miraba todo con aquel sentimiento dual de horror maravillado. Puedo pensar, sentir, moverme. Soy yo, pero estoy en otro lugar. Recordó que días antes, o un milenio antes (no lograba concretarlo) había hablado a sus alumnos de Alighieri acerca de la posibilidad de contacto entre distintas dimensiones (puse una moneda en la transparencia). Ahora se hallaba metida en el ejemplo práctico más inconcebible que hubiese podido imaginar.