Tocó la pared: era sólida. Por allí no había salida. Pero una de las aberturas era muy amplia y se hallaba casi a ras del suelo. Tendió la mano sin notar nada.
Durante un instante titubeó. La idea de escapar atravesando uno de aquellos agujeros se le hacía, en cierto modo, nauseabunda, como caminar bajo tierra.
Entonces se fijó en la abertura de la cámara del generador. Era un agujero enorme y elíptico en mitad de la puerta. Comprendió que, gracias a él, Rosalyn había penetrado en la cámara huyendo de Zigzag y tocado el generador, recibiendo la descarga después de que Zigzag la atacara. Si Rosalyn había pasado al otro lado a través de uno de aquellos agujeros, ella también podía intentarlo.
Fuera como fuese, no iba a quedarse allí dentro aguardando a que él decidiera atacar.
Alzó una pierna, luego la otra. Procuró no apoyarse en los bordes del agujero, pese a que eran completamente lisos. Salió afuera.
No oía el mar, ni el viento, ni siquiera sus propios pasos. Tampoco sentía la tibieza del sol sobre su piel, aunque estaba desnuda. Eva en el paraíso. Era como caminar por un decorado, una naturaleza virtual. La luz del sol, sin embargo, seguía alcanzando sus retinas con normalidad. Supuso que la explicación residía en la teoría de la relatividad, que afirmaba que la velocidad de la luz era una de las constantes absolutas del universo físico. Incluso en la cuerda de tiempo la luz se desplazaba de la misma forma inalterable.
En su camino se extendía un agujero de materia en el suelo, de gran tamaño, un foso de paredes poliédricas pero limpias, con la tierra perfectamente aglomerada por capas. Mientras lo rodeaba miró hacia abajo.
Y se detuvo.
En el fondo, a unos diez metros de la superficie, yacía una figura.
Lo reconoció de inmediato. Olvidándose de todo, incluso de su propio miedo, se agachó en el borde. Veía su cabeza, su rostro anguloso mezclado con la tierra, enhebrado con ella, fosilizado, convertido en materia porosa, como la raíz de un árbol. Un tubérculo blancuzco encerrado en la oscuridad de una prisión eterna. Ha estado en la isla todo este tiempo. Cayó por un agujero de materia al intentar escapar de Zigzag esa noche. Pero ya había muerto, o así parecía. Así lo deseó ella, por su bien.
No fue culpable.
Ric Valente la miraba desde el abismo con sus órbitas huecas. De pronto, una brutal sensación de alarma le hizo volver la cabeza.
Zigzag se hallaba tras ella.
Tan solo el hecho de verlo la dejó aturdida. Los años de terror, las pesadillas, el nido de repugnantes alimañas que había ido creciendo en su subconsciente, todo se quebró en su interior y el contenido rebosó hasta anegarla.
Solo una cosa le impidió enloquecer en ese momento: el dolor lancinante que experimentó en el muslo izquierdo. Se retorció en el suelo chillando como una niña y contempló cinco surcos simétricos y paralelos en la parte central del muslo. No sangraban. Su sangre aún no había tenido tiempo de brotar, pero parecían cortes profundos.
Zigzag ni siquiera había necesitado tocarla: ahora comprendía lo dueño que era de la situación. Todo lo que le rodeaba no representaba ni el más mínimo obstáculo para él. Era capaz de destrozarla a voluntad. El tormento que sentía le hizo pensar cómo sería morir a manos de aquella criatura.
Se puso en pie y trastabilló, volvió a caer, apoyó las manos y se incorporó otra vez. Corrió sin mirar atrás, cojeando. Intuyó que eso era lo que él deseaba. Quiere que siga huyendo. El pensamiento de que Zigzag no quería atraparla aún la horrorizaba.
Cruzó la verja y continuó hacia la playa sin que sus pies descalzos dejaran huella alguna en la arena. Esquivó sin demasiada dificultad los agujeros de materia en el suelo. La idea de caer en alguno y quedar atrapada (¿dónde?, ¿a cuántos kilómetros de profundidad antes de que los átomos regresaran a rellenar el vacío?) le daba pánico.
Al llegar a la playa abrió la boca.
Le pareció estar viendo a Dios.
El mar se hallaba inmóvil. Su tiempo había cesado en el instante de volcar una ola hacia la orilla. La ola formaba una trinchera oblonga de ladrillo verde coronada por una alambrada de nieve y horadada de incontables grutas. Otra ola había quedado petrificada en el momento de retirarse.
¿Adónde iría ahora? Se detuvo y reunió fuerzas para mirar atrás.
No vio a Zigzag.
Pese a ello, siguió avanzando: pisó la ola y no notó especial diferencia con la arena. Caminó por ella sorteando un agujero de materia y llegó hasta la pared curva de la ola levantada. Tocó la espuma que se alzaba hasta su pecho pero tuvo que retirar la mano con una mueca de dolor. Advirtió pinchazos en la palma. También sentía dolor en la planta de los pies. Razonó que, al aglomerarse en espacios más reducidos que en la materia sólida, los átomos otorgaban al agua una textura de vidrio roto. El mar, en el mundo de Zigzag, podía desangrarla.
La ola no tenía mucha altura, pero intentar escalarla sería como introducirse desnuda en un zarzal. Además, ¿adónde iría? En el horizonte advertía fosas de diámetro enorme. Le pareció atisbar una tan grande como la propia isla, y en su superficie, colgados del vacío, cuerpos de criaturas negras (¿delfines?, ¿tiburones?) disecadas en medio de la natación. A su alrededor se extendía la rugosidad del océano paralizado, con aquellas crestas que cortarían su carne como navajas de afeitar. Jadeando, retrocedió hacia la orilla y comprobó que la arena tampoco era segura. No se deformaba bajo sus pies: era como pisar una lámina de acero arrugada. Las dunas la herían con su delgado filo. En el cielo, las nubes eran aros de humo blanco o puntos dispersos, y la línea esmeralda de la selva semejaba un ejercicio de papiroflexia mal recortado. Comprendió lo que ocurría. El área de la cuerda de tiempo se ha ampliado. Pero eso requiere mucha energía. Quizá se debilite.
No sabía adónde dirigirse, y tampoco si merecía la pena dirigirse a algún sitio. Cayó de rodillas en aquella arena de acero, gimiendo de dolor debido a la herida en el muslo. Esperó. ¿Aguardaría su llegada? ¿O bien existía alguna forma de librarse de él, o de abreviar su propio final?
Sabía cuál era la única posibilidad que le quedaba, pero le repugnaba desearla.
Acurrucada sobre la arena, intentaba pensar frenéticamente. El área se ha expandido tanto que necesitará más energía para sostenerse… Quizá la extraiga de los seres vivos. Sintió una leve esperanza: Cuando consuma toda la energía a su alrededor tendrá que parar, aunque sea un instante, y entonces la bala…
Pero no se atrevía a desear salvarse a costa de eso…
Y sin embargo, mientras lo pensaba, lo estaba deseando.
Alzó la vista y supo que ya era demasiado tarde: llegaba su turno.
Zigzag se movía con ligereza. No parecía caminar sino ser impulsado por un viento imperceptible. Elisa lo contempló con la fascinación con que se contemplan las cosas que van a causar la muerte.
Se preguntó si tendría conciencia, si sentía algo, si experimentaba alguna emoción o era capaz de reaccionar con inteligencia ante las situaciones. Concluyó de repente que no era así. Ni siquiera creía que fuese capaz de obtener placer ante la satisfacción de sus deseos de destrucción, o siquiera de poseer tales deseos, o algo similar a un deseo. Viéndolo, Elisa tuvo la certeza de que Zigzag se hallaba más allá de la frontera entre lo vivo y lo inanimado. No era un objeto, pero desde luego tampoco una criatura. Hasta su mero movimiento le pareció una ilusión. Decidió que no era cierto que estuviese «acercándose» de ninguna forma a ella. Eso era lo que sus ojos le hacían creer, pero Zigzag no se desplazaba: estaba ya allí, con ella, frente a ella, solos e inmóviles los dos en el interior de la cuerda. En cuanto a su voluntad, tenía la misma que podía tener un imán frente a una plancha de hierro. No se trataba de voluntad, sino de un fenómeno físico.