Por eso frunció el ceño cuando comprobó que no la llevaban allí.
Debían de estar a pocos kilómetros al norte (ella había leído «Dübendorf» en uno de los letreros), y aquello parecía una finca con bonitos árboles, césped bien recortado y coches lujosos estacionados en la entrada. La casa del productor. En realidad, van a hacer una película. El chofer le abrió la portezuela y sacó su equipaje. ¿Es aquí donde voy a hospedarme? Pero no le dejaron tiempo para pensar. Un tipo que aparentaba haber visitado la misma sastrería que el chofer (quizá lo había hecho) le pidió que se quitara la cazadora y le hizo cosquillas en las axilas y las perneras de los vaqueros con un detector. Encontró las llaves de su casa, su móvil y su dinero. Se lo devolvió todo en buen estado y la acompañó por un interior silencioso donde el parquet mostraba los reflejos de la luz como si se tratara de un lago de aguas densas, dejándola en manos de otro hombre que dijo llamarse Cassimir.
Si el nombre y el castellano que chapurreaba no lo hubiesen delatado, Cassimir habría dispuesto de otras cualidades para hacerle saber que era cualquier cosa menos español: su complexión de armario empotrado dotado de vida, su pelo dorado, su piel pintada de un blanco anglosajón que contrastaba con el jersey de cuello vuelto negro y los pantalones grises. Cumplía a la perfección su papel de felpudo con la palabra «Bienvenida» grabada encima. ¿Había tenido buen viaje? ¿Había estado antes en Suiza? Al tiempo que le hacía esas y otras preguntas corteses, la hizo pasar a un despacho luminoso y la invitó a sentarse frente a un escritorio de madera de cerezo. Detrás del asiento de Cassimir, una ventana se abría al soleado día suizo, y a la izquierda de Elisa (a la derecha de Cassimir) un largo espejo replicaba la habitación mostrando otra Elisa de ondulado cabello negro, camiseta rosa de tirantes rotulando la piel morena por encima de los tirantes blancos del sujetador (su madre odiaba aquellos contrastes «vulgares»), ceñidos vaqueros y zapatillas deportivas, y otro enorme Cassimir de perfil, las gigantescas manos entrelazadas. Ella sofocó la risa: había recordado un vídeo erótico que se había bajado por Internet cierta vez, en el que una chica era invitada a desnudarse en el despacho de un productor de películas porno mientras era observada desde el otro lado del espejo. Porque detrás de ese espejo hay alguien espiándome, seguro. Esto es una trata de blancas: valoran la mercancía antes de aceptarla.
– El profesor Blanes no se encuentra aquí. -Cassimir había sacado dos clases de papeles, unos blancos y otros azules-. Pero en cuanto usted lea y firme esto se reunirá con él. Son las condiciones generales. Léalas con atención, porque hay cosas que no hemos podido aclarar con usted antes. Y pregúnteme cualquier duda. ¿Quiere café, un refresco…?
– No, gracias.
– ¿Cómo se dice en español: «refresco» o «refresca»? -dudó Cassimir con alegre curiosidad. Y cuando Elisa le aclaró la cuestión, agregó, simpático-: A veces confundo.
Los papeles estaban escritos en perfecto castellano. Los blancos tenían un epígrafe: «Aspectos laborales». Los azules solo una clave: «A6», pero Cassimir le explicó de qué se trataba.
– Los papeles azules son las normas de confidencialidad. ¿Por qué no las lee primero?
Advirtió su nombre en mayúsculas, rodeado por el bosque del texto, y sintió una nueva punzada de inquietud. No había esperado encontrar su nombre escrito con la misma letra que el resto del documento sino un espacio de puntos relleno con bolígrafo. Pero advertir «ELISA ROBLEDO MORANDÉ» impreso como las demás palabras la sobresaltó: era como si el motivo de la existencia de tales palabras fuese ella exclusivamente, como si se hubiesen tomado demasiadas molestias solo por ella.
– ¿Lo entiende todo? -insistió, solícito, Cassimir.
– Aquí dice que no podré publicar ningún trabajo…
– Durante un tiempo, en efecto, pero solo en relación con la investigación que lleva a cabo el profesor Blanes. Lea más abajo… La cláusula «5C»… Esta prohibición solo afectará a dicha investigación durante un plazo no inferior a dos años, pero ello no impide que usted publique trabajos con el profesor Blanes, o cualquier otro profesor, en relación con otros temas. Y mire la cláusula siguiente. Se le ofrece la oportunidad de hacer la tesis doctoral con el profesor Blanes, siempre sobre un tema no relativo a este período… Si lee los papeles blancos, donde pone «Cuantía de la beca»… Como verá, es sustanciosa… Y no incluye el alojamiento, que es gratis: solo gastos de comida, personales… La cobrará cada mes, como un sueldo, hasta diciembre de este año inclusive.
Otra voz, mucho más fría, le hablaba desde los papeles azules con encabezamientos que apenas entendía: «Normas relativas a la investigación científica y la seguridad de los estados de la Unión Europea», «Normas de confidencialidad poscontractuales», «Aspectos penales de la revelación de secretos de Estado y material clasificado»… Pero no eran esas expresiones lo que le parecía más inquietante sino la amable insistencia de Cassimir, su preocupación por conseguir que ella no se preocupara: el interés que ponía en cortarle cada pedacito a un tamaño asequible para que pudiera tragarse todo el plato sin rechistar.
– Si quiere que la deje sola y lo lee todo con calma…
Alzó la vista y parpadeó, porque la luz golpeaba la ventana. Se percató de algo que no había notado -absurdamente- hasta ese instante: Cassimir usaba gafas. ¿Cuándo se las había puesto? ¿Las llevaba desde el principio? Su mente giraba en torno a aquella y otras preguntas, sumida en la confusión.
– ¿En qué consiste el trabajo?
– En ayudar al profesor Blanes.
– Pero ¿en qué?
– En su investigación.
Reprimió un risa cruel. Desde el espejo, la otra Elisa la miraba con cara de mala.
– Lo que quiero saber es qué clase de investigación voy a hacer con el profesor Blanes.
– Oh, lo ignoro por completo. -Cassimir sonrió-. No soy físico.
– Pues yo quiero saber lo que voy a hacer, si no le importa.
– Lo sabrá enseguida. En cuanto acepte las condiciones, lo pondremos todo en marcha ahora «misma»… ¿«Misma»? -Titubeó y se corrigió-: «Mismo»
Elisa ya no le acompañó en la simpatía.
– ¿Qué condiciones?
– Oh, en cuanto firme, quiero decir.
Esto es un diálogo de sordos. Pensó que si su madre la hubiese visto en aquel momento, habría detectado la Sonrisa de Mala Leche Número Uno de Elisa Robledo. Pero el señor Casimir no era su madre, y sonrió también.
– Verá, no pienso firmar nada si antes no sé lo que voy a hacer.
Como un dócil espejo (o un eco de sus actitudes), Cassimir aparentó irritación.
– Ya se lo he dicho: ayudar en la investigación del profesor Blanes…
– ¿Qué es «EG SECURITY»? -Cambió ella de táctica señalando una línea en el papel blanco-. Está por todas partes. ¿Qué es?
– Oh, la empresa principal que financia el proyecto. Es un consorcio de varias empresas de investigación…
– ¿«E G» significa «Eagle Group»?
– Son las iniciales. Pero yo no trabajo para ellos y no lo sé…
Oh, qué gran astucia la suya, señor Oh. Elisa optó por olvidar la caballerosidad y descerrajarle al señor «Oh» un tiro de postas en mitad de la cara.
– ¿Son ustedes los que me han estado vigilando las últimas semanas? ¿Los que colocaron un transmisor en mi teléfono móvil y me hicieron responder un cuestionario de medio centenar de preguntas?
Le gustó ver cómo la sonrisa y la calma del tipo se borraban por completo de su rostro, y la expresión de desconcierto que las sustituyó. Era obvio que Cassimir había recibido instrucciones para atender a clientes más dóciles, o quizá la había subestimado pensando qué, siendo una mujer joven, resultaría más manipulable.
– Perdone, pero…
– No, perdóneme usted a mí. Creo que ya saben mucho, sobre mi humilde persona. Ahora me toca el turno de pedir explicaciones.