Fue un llanto terrorífico. Al verla, hasta la imagen de sus pechos se esfumó de la mente de Víctor. Nunca había visto llorar así a un adulto. Se olvidó de todo, también de su propio miedo, y habló con una firmeza de la que él mismo se asombraba:
– Elisa, por favor, tranquilízate… Escúchame: me tienes a mí, siempre me has tenido… Voy a ayudarte… Sea lo que sea lo que te pase, te ayudaré. Te lo juro.
Ella se recobró de repente, pero a él no le pareció que fuera efecto de sus palabras.
– Lamento haberte metido en esto, Víctor, pero no he podido remediarlo. Tengo un miedo espantoso, y el miedo me vuelve rastrera. Me vuelve hija de puta.
– No, Elisa, yo…
– De todas formas -cortó ella y echó su largo pelo hacia atrás- no voy a perder el tiempo disculpándome.
Fue entonces cuando él sé percató del objeto plano, alargado y envuelto en plástico que ella llevaba. Podía tratarse de cualquier cosa, pero la forma en que lo aferraba era intrigante: con la mano derecha cerrada en un extremo, la izquierda apenas rozándolo.
Los dos hombres, recién llegados al aeropuerto de Barajas, no tuvieron que pasar por ningún control ni mostrar identificación alguna. Tampoco utilizaron el mismo túnel de acceso al aeropuerto que el resto de los pasajeros, sino una escalerilla adyacente. Allí los esperaba una furgoneta. El joven que la conducía era educado, cortés, simpático y deseaba practicar un poco su inglés de academia nocturna:
– En Madrid no hay tanto frío, ¿eh? Me refiero en esta época.
– Y que lo diga -respondió de buen humor el mayor de los dos hombres, un tipo alto y delgado de cabellos níveos, escasos en la coronilla, pero con algo de melena-. Me encanta Madrid. Vengo siempre que puedo.
– Por lo visto, en Milán sí que hacía frío -dijo el conductor. Sabía bien de dónde procedía el avión.
– Ciertamente. Pero, sobre todo, mucha lluvia. -Y luego, en un castellano chapurreado, el hombre mayor añadió-: Es agradable volver a buen tiempo español.
Ambos rieron. El conductor no escuchó la risa del otro hombre, el corpulento. Y, a juzgar por el aspecto y la expresión del rostro que había observado cuando subía a la furgoneta, decidió que casi era mejor no escucharla.
Si es que aquel tipo se reía alguna vez.
Empresarios -sospechó el conductor-. O un empresario y su guardaespaldas.
La furgoneta había dado un rodeo por la terminal. En aquel punto aguardaba otro tipo de traje oscuro, que abrió la portezuela y se apartó para dejar paso a los dos hombres. La furgoneta se alejó y el conductor no volvió a verlos.
El Mercedes tenía los cristales opacos. En el momento en que se acomodaron en los amplios asientos de piel, el hombre mayor recibió una llamada en el móvil que acababa de conectar.
– Harrison -dijo-. Sí. Sí. Espere… Necesito más datos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Quién es? -Extrajo del bolsillo del abrigo una pantalla flexible de ordenador, bastante menos gruesa que el propio abrigo, la desplegó sobre las rodillas como un mantel y pulsó en la superficie táctil mientras hablaba-. Sí. Ya. No, sin cambios: seguimos igual. Muy bien.
Pero cuando cortó la comunicación, nada parecía «muy bien». Arrugó los labios formando casi un punto mientras examinaba la pantalla iluminada y flácida sobre sus piernas. El hombre corpulento desvió la vista de la ventanilla y la observó también: mostraba una especie de mapa en color azul con puntos rojos y verdes que se movían.
– Tenemos un problema -dijo el hombre de pelo blanco.
– No sé si nos siguen -observó ella-, pero toma esa desviación y callejea un poco por San Lorenzo. Son calles estrechas. Quizá los confundamos.
Obedeció sin rechistar. Abandonó la autopista a través de un camino paralelo que le llevó a una urbanización laberíntica. Su coche era un Renault Scenic anticuado que carecía de ordenador y GPS, por lo que Víctor no sabía por dónde iba. Leyó los letreros de las calles como en un sueño: Dominicos, Franciscanos… El nerviosismo le llevó a relacionar aquellos nombres con alguna clase de designio divino. De repente un recuerdo asaltó por sorpresa su atribulada conciencia: los días en que llevaba a Elisa a su casa en su antiguo coche, el primero de los que había tenido, al salir de la Universidad Alighieri, cuando asistían al curso de verano de David Blanes. Eran tiempos más felices. Ahora las cosas habían cambiado un poco: tenía un coche mayor, daba clases en una universidad, Elisa estaba loca y, al parecer, armada con un cuchillo y ambos huían a toda leche de un peligro desconocido. Vivir significa esto -supuso-. Que las cosas cambien.
Entonces oyó el ruido del plástico y advirtió que ella había sacado a medias el cuchillo de la envoltura. Las luces de la calle arrancaban chispas de la hoja de acero inoxidable.
Sintió que el corazón le daba un vuelco. Peor: que se derretía o estiraba como un chicle empapado de saliva, aurículas y ventrículos formando una sola masa. Está loca -le vociferó el sentido común-. Y tú has dejado que entre en tu coche y te obligue a llevarla a donde quiera. Al día siguiente su automóvil aparecería en una cuneta, y él estaría dentro. ¿Qué le habría hecho ella? Quizá decapitarlo, a juzgar por el tamaño del arma. Le cortaría el cuello, aunque puede que antes lo besara. «Siempre te amé, Víctor, pero nunca te lo dije.» Y rrrrrrizzzzzsss, él oiría (antes de sentirlo realmente) el ruido del tajo en su carótida, el filo rebanando su gaznate con la precisión inesperada de una hoja de papel cortando la yema de un dedo.
Aun así, si está enferma, debo intentar ayudarla.
Giró por otra calle. Dominicos de nuevo. Estaban dando vueltas, como sus pensamientos.
– ¿Y ahora?
– Creo que ya podemos regresar a la autopista -dijo ella-. Dirección Burgos. Si aún nos siguen, me da igual. Solo necesito un poco de tiempo. -¿Para qué?, se preguntó él. ¿Para matarme? Pero ella se lo dijo de repente-: Para contártelo todo. -Hizo una pausa y agregó-: Víctor, ¿crees en el mal?
– ¿En el mal?
– Sí, tú que eres teólogo, ¿crees en el mal?
– No soy teólogo -murmuró Víctor, algo ofendido-. Leo cosas, tan solo.
Era cierto que al principio había querido matricularse oficialmente en alguna universidad y estudiar teología, pero luego había descartado la idea y decidido hacerlo por su cuenta. Leía a Barth, Bonhoeffer y Küng. Se lo había comentado a Elisa, y en otras circunstancias le habría halagado que ella sacara el tema. Pero en aquel momento lo único que pensaba era que la hipótesis de la locura estaba ganando puntos.
– Sea como sea -insistió ella-, ¿crees que hay algo maligno que va más allá de lo que pueda conocer la ciencia?
Víctor meditó la respuesta.
– Nada hay más allá de lo que pueda conocer la ciencia, salvo la fe. ¿Me estás preguntando por el diablo?
Ella no contestó. Víctor se detuvo en un cruce y volvió a girar hacia la autopista mientras pensaba a mucha más velocidad de la que imprimía a su vehículo.
– Soy católico, Elisa -añadió-. Creo que… existe un poder maligno y sobrenatural que la ciencia jamás podrá explicar.
Esperó cualquier clase de reacción preguntándose si habría metido la pata. ¿Quién podía saber lo que deseaba oír una persona trastornada? Pero la respuesta de ella le dejó desconcertado:
– Me alegra oírte decir eso, porque así creerás con más facilidad lo que voy a contarte. No sé si tiene que ver con el diablo, pero es un mal. Un mal espantoso, inconcebible, que la ciencia no puede explicar… -Por un instante pareció como si fuese a llorar de nuevo-. No tienes idea… No puedes comprender qué clase de mal, Víctor… No se lo he contado a nadie, juré no hacerlo… Pero ahora ya no puedo soportarlo más. Necesito que alguien lo sepa y te he elegido a ti…
A él le hubiese gustado responder como un héroe de película: «¡Hiciste lo correcto!». Aunque no le gustaban las películas, en aquel momento se sentía viviendo en una de terror. Pero lo cierto era que no podía hablar. Temblaba. No era nada figurado, ningún escalofrío interior, ningún tipo de hormigueo: temblaba, literalmente. Aferraba el volante con las dos manos, pero notaba que sus brazos se sacudían como si estuviese desnudo en medio de la Antártida. De repente le entraban dudas sobre la locura de Elisa. Ella hablaba con tanta seguridad que le horrorizaba oírla. Descubrió que era peor, mucho peor, que no estuviese loca. La locura de Elisa resultaba temible, pero su cordura era algo que Víctor aún no sabía si sería capaz de afrontar.