– Claro, ¿de cuál se trata? -Víctor no había dejado de percibir el especial acento que Elisa había puesto en sus últimas palabras. Sintió que los escalofríos lo visitaban como misteriosos e inesperados seres de otro mundo. ¿Era solo su imaginación o ella estaba intentando decirle algo diferente, algo que solo podía comprender leyendo entre líneas?
– Ese de la pierna humana y la hembra del mono… -Ella soltó una carcajada-. Lo recuerdas, ¿verdad?
– Sí, es…
– Escucha -lo cortó ella-. No es preciso que me digas la solución. Tan solo haz lo que dice esta misma noche. Es urgente. Haz lo que dice en cuanto puedas. Confío en ti. -Y de repente, volvió a sonar su risa-. También confía en ti la madre de ese chaval… Gracias, Víctor. Adiós.
Se oyó un clic, la comunicación se cortó.
El vello en la nuca de Víctor se había erizado como si el auricular le hubiese soltado una descarga eléctrica.
Se había sentido pocas veces así en su vida.
Las manos sudorosas le resbalaban por el volante, el pulso se le aceleraba cada vez más, tenía un dolor en el pecho y le parecía que, por mucho esfuerzo que hiciera, no iba a poder llenar por completo los pulmones de aire. En Víctor, tales sensaciones habían significado casi siempre una cita sexual.
Las raras ocasiones en las que había salido con chicas con las que sabía, o sospechaba, que podía acabar en la misma cama había experimentado una angustia similar. Por desgracia, o por fortuna, ninguna había llegado a insinuarle nada, y las noches habían finalizado con un beso y un «te llamaré».
¿Y ahora? ¿En qué clase de cama podía acabar aquella noche? Su cita esa vez era nada menos que con Elisa Robledo.
Guau.
Él ya había estado en su casa, por supuesto (en realidad, eran amigos, o se consideraban así), pero nunca a esas horas y casi siempre acompañado de otro colega, con el fin de celebrar algo (navidades, final de curso) o preparar algún seminario en común. Llevaba soñando con un momento semejante desde que se habían conocido, hacía diez años, en una inolvidable fiesta en el campus de Alighieri, pero jamás se lo había imaginado de aquella forma.
Y habría jurado que no era sexo precisamente lo que le esperaba en casa de Elisa.
Se rió al pensarlo. La risa le sentó bien, atenuó sus nervios. Imaginó a Elisa en ropa interior abrazándolo al llegar, besándolo y diciéndole sensualmente: «Hola, Víctor. Captaste el mensaje. Pasa». La risa creció en su interior como un globo que alguien inflara en su estómago, hasta que, a modo de estallido, retornó a su seriedad de siempre. Recordó todas las cosas que había hecho, pensado o fantaseado desde que había recibido la extraña llamada casi una hora antes: las dudas, titubeos, tentaciones de telefonearla y pedir una aclaración (pero ella le había dicho que no lo hiciera), el jeroglífico. Este último era, paradójicamente, lo más diáfano de todo. Se acordaba muy bien de la solución, pese a lo cual no había dudado en buscarlo en el álbum de recortes correspondiente. Se había publicado hacía poco, y mostraba una pierna humana con un trayecto venoso, un mono con ostensibles tetas y la sílaba «SA». La pregunta era: «¿Qué quieres que haga?» En su día no había tardado ni cinco minutos en resolverlo. Las palabras «Vena», «Mica» (por hembra del mico, un nombre que había hecho mucha gracia a Elisa) y «Sa» constituían la frase: «VEN A MI CASA».
Eso era fácil. El problema, el temor que sentía, tenía otro origen. Se preguntaba, por ejemplo, por qué Elisa no había podido decirle a las claras que necesitaba que acudiera a su domicilio esa noche. ¿Qué le sucedía? ¿Acaso había alguien con ella (no, por Dios) que la estaba amenazando…?
Existía otra posibilidad. La que más pánico le daba. Elisa está enferma.
Y aun había una última, sin duda la mejor, pero tampoco le dejaba indiferente. Se la imaginaba así: él llegaría a su casa, ella le abriría la puerta y tendría lugar una ridícula conversación. «Víctor, ¿qué haces aquí?» «Me dijiste que viniera.» «¿Yo?» «Sí: que hiciera lo que dice el jeroglífico.» «¡No, por favor!», ella se partiría de risa. «¡Te dije que hicieras el jeroglífico, o sea, que lo resolvieras esta noche!» «Pero me dijiste que no te llamase…» «Te lo dije para que no tuvieras que molestarte: yo pensaba llamarte después…» Él, quieto en el umbral, se sentiría estúpido mientras ella seguiría riéndose…
No.
Se equivocaba. Esa posibilidad era absurda.
A Elisa le pasaba algo. Algo terrible. De hecho, él sabía que llevaba pasándole algo terrible desde hacía años.
Siempre lo había sospechado. Como todos los seres reservados, Víctor era un termómetro infalible de las cosas que le interesaban, y pocas cosas le habían interesado más en este mundo que Elisa Robledo Morandé. La veía caminar, hablar, moverse, y pensaba: Le sucede algo. Sus ojos giraban como imanes tras el paso de su atlético cuerpo y su largo pelo negro, y no lo dudaba ni un segundo: Esconde un secreto.
Incluso creía saber de dónde procedía ese secreto. La temporada de Zurich.
Atravesó una rotonda y penetró en la calle Silvano. Aminoró la velocidad y fue buscando un lugar libre para aparcar. No había ninguno. En uno de los coches estacionados descubrió a un hombre tras el volante, pero éste le hizo señas de que no pensaba marcharse.
Cruzó frente al portal de la casa de Elisa y siguió avanzando. De repente advirtió un sitio flamante, espacioso. Frenó y puso la marcha atrás.
En ese instante sucedió todo.
Poco después se preguntó por qué el cerebro tenía aquella forma especial de comportarse en los momentos extremos. Porque lo primero que pensó cuando ella apareció de improviso y golpeó la ventanilla del asiento contiguo no fue en la expresión despavorida de su rostro, tan blanco como un trozo de queso a la luz de la luna; tampoco en la manera que tuvo de entrar, casi saltando, cuando él le abrió la portezuela; ni en el gesto que hizo al mirar atrás mientras le gritaba: «¡Arranca! ¡Rápido, por favor!».
No pensó, igualmente, en el bullicio de bocinas que desató su violenta maniobra, ni en los faros que cegaron su retrovisor, ni en aquel chirrido de neumáticos que escuchó detrás y que le trajo a su memoria -extrañamente- el coche aparcado con las luces apagadas y el hombre sentado al volante. Todo eso lo vivió, pero nada logró superar la barrera de su médula espinal.
Allí, en el cerebro, en el centro de su vida intelectual, solo alcanzaba a concentrarse en una cosa.
Sus pechos.
Elisa llevaba una camiseta escotada bajo la cazadora, una prenda rápida, descuidada, demasiado veraniega para el relente nocturno de marzo. Tras ella, sus redondos y magníficos pechos sobresalían de forma tan visible como si no llevara sujetador. Cuando se inclinó en la ventanilla antes de entrar, él se los miró. Incluso ahora, con ella sentada a su lado, olfateando el olor a cuero de su cazadora y a gel perfumado de su cuerpo y sumido en un vértigo angustioso, no podía dejar de mirarlos de refilón, aquellos dulces y firmes senos.
No le pareció, sin embargo, un mal pensamiento. Sabía que era la única forma que tenía su cerebro de volver a encajar el mundo en sus goznes tras haber sufrido la brutal experiencia de ver a su amiga y colega saltar al coche, agacharse en el asiento y gritarle instrucciones desesperadas. En ciertas ocasiones, un hombre necesita agarrarse a cualquier cosa para conservar la cordura: él se había agarrado a los pechos de Elisa. Corrijo: me baso en ellos para calmarme.
– ¿Nos… nos sigue alguien? -balbució al llegar a Campo de las Naciones.
Ella torcía la cabeza para mirar atrás, y al hacerlo proyectaba aquellos pechos hacia él.
– No lo sé.
– ¿Por dónde voy ahora?
– Carretera de Burgos.
Y de repente ella se encorvó, y sus hombros se agitaron entre espasmos.