– No, gracias, es que… Es solo que… acabo de darme cuenta de que se trata de mi propia ropa.
– Sí, se la trajimos de casa. -El joven le mostró una dentadura tan perfecta que a ella por un instante casi le resultó desagradable.
– Caramba, gracias.
Desde una habitación con las puertas abiertas emergía el laberinto de una música barroca interpretada al piano. Elisa se estremeció.
– A nuestro profesor lo hemos premiado con su hobby favorito… Ya se conocen todos, de modo que no perderemos el tiempo con presentaciones.
Pensó que la afirmación era verdad hasta cierto punto: en aquellas miradas ojerosas y cuerpos fatigados envueltos en bata y pijama o ropa de calle le costaba reconocer a Blanes, Marini, Silberg y Clissot, y supuso que otro tanto sucedería con ella. De hecho, apenas hubo saludos. Solo Blanes (que, por cierto, se había dejado barba) le dirigió una débil sonrisa tras interrumpir el recital.
Dos individuos más entraron mientras ella ocupaba un asiento frente a la larga mesa de centro. Al primero no lo reconoció de inmediato, porque se había afeitado el bigote y su cabello se había quedado completamente blanco. En cambio, al otro lo recordó enseguida: siempre aquel pelo cortado a cepillo, la barbita gris, el cuerpo robusto al que tan mal sentaban los trajes y la mirada de intensa concentración, como si le interesaran muy pocas cosas pero a cada una dedicara una pasión especial.
– Ya conocen a los señores Harrison y Carter, nuestros coordinadores de seguridad -dijo el joven. Los recién llegados saludaron con cabeceos y Elisa les sonrió. Cuando todos se sentaron, el joven hizo una especie de reverencia-. Por mi parte, nada más, salvo que me ha encantado recibirlos aquí. No duden, por favor, en llamarme si necesitan algo antes de marcharse.
Después de que el joven saliera, y tras unos cuantos segundos de miradas y sonrisas, el de pelo blanco se volvió hacia ella.
– Profesora Robledo, me alegra verla de nuevo. Se acuerda de mí, ¿verdad? -Se acordó entonces. Nunca le había resultado simpático aquel hombre, aunque suponía que se trataba de incompatibilidad de caracteres. Le devolvió la sonrisa, pero se abrochó la rebeca sobre la ligera blusa que llevaba y cruzó las piernas-. Bueno, vamos a lo que interesa. Paul, cuando quieras.
Carter parecía traer su discurso en la boca como si fuese agua hirviendo.
– Hoy regresarán a sus domicilios. Lo llamamos «reintegración». Será como si no se hubiesen ausentado: sus facturas han sido pagadas; sus reuniones, pospuestas; sus tareas inmediatas, canceladas sin perjuicio alguno, y sus familiares y amigos, tranquilizados. Las fechas tan especiales en las que se ha desarrollado la operación nos han obligado a utilizar excusas distintas en cada caso. -Repartió un pequeño dossier-. Con esto podrán ponerse al día.
Ella ya sabía que su madre había recibido, dos semanas antes, un mensaje en el contestador en el que ella misma, o al menos «su propia voz», se excusaba por no poder pasar la Nochebuena en Valencia. En el trabajo no había tenido que pedir ningún permiso: contaba con vacaciones legales.
– Desde Eagle Group queremos disculparnos por haberlos hecho pasar las fiestas aquí. -Harrison sonrió como si se tratara de un vendedor pidiendo perdón por un error en la venta-. Espero que sean capaces de comprender nuestros motivos. Aunque sé que han estado recibiendo información durante los últimos días, el señor Carter tendrá mucho gusto en contarles las conclusiones. ¿Paul?
– No hemos encontrado pruebas de que la muerte del profesor Craig se relacione con lo sucedido en Nueva Nelson ni con ustedes -dijo Carter y sacó otros papeles de su cartera-. En cuanto al suicidio de Nadja Petrova, por desgracia, sí creemos que se relaciona directamente con la noticia de la muerte de Craig…
Elisa cerró los ojos. Ya había asimilado aquella horrenda tragedia, pero no podía evitar sentirse afectada cada vez que la rememoraba. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué me llamó y luego hizo eso? Los detalles de aquella llamada no lograba recordarlos bien, pero sí recordaba la angustia de Nadja, lo necesitada que se hallaba de su compañía…
– Por esa razón les advertimos que no se comunicaran entre sí -terció Harrison en tono reprobador, y miró a Jacqueline-. Profesora Clissot, no estoy culpándola de nada. Usted hizo lo que creyó correcto: llamó a la señorita Petrova porque la habían llamado a usted, y quería desahogarse con alguien. Lamentablemente, eligió a la persona equivocada.
Jacqueline Clissot ocupaba un asiento en el extremo de la mesa. Estaba vestida con un pijama azul celeste y un batín, pese a lo cual y a los años transcurridos, seguía siendo una mujer deslumbrante. Elisa se fijó en un detalle: se había teñido el pelo de negro.
– Lo siento -dijo Jacqueline casi sin voz, bajando los ojos-. Lo siento tanto…
– Oh, no se culpe, repito -dijo Harrison-. Usted no sabía que la señorita Petrova iba a reaccionar de la forma en que lo hizo. Pudo ocurrir con cualquiera. Tan solo recuérdelo para no repetirlo en otra ocasión.
Jacqueline siguió con la cabeza gacha y los hermosos labios temblorosos, como si nada de lo que Harrison pudiera decirle lograra despojarla de la convicción de merecer el mayor de los castigos. Elisa sintió temor: pensó que ella también había hecho mal en hablar con Nadja.
– Hemos reconstruido lo sucedido. -Carter estaba repartiendo más papeles: fotocopias de noticias de periódicos internacionales-. Nadja Petrova habló con la profesora Clissot a las siete de la tarde. Luego llamó a la profesora Robledo cerca de las diez de la noche. A las diez y media se había cortado las venas de ambos brazos. Murió desangrada en el cuarto de baño.
– Después de que usted le propusiera salir a cenar juntas -indicó Harrison en dirección a Elisa. Ella tuvo que esforzarse por no soltar las lágrimas.
– Aquí pueden consultar la información de prensa en ambos casos -señaló Carter, y cedió de nuevo el turno a Harrison, como dos actores que ensayaran juntos.
– Desde luego, no todo se cuenta. Es cierto que nosotros intervinimos, pero les diré por qué. Cuando el profesor Craig fue asesinado, nos intrigamos. Enviamos unidades especiales a casa de Craig y volvimos a vigilarlos a todos ustedes: fue así como escuchamos las llamadas telefónicas que hicieron. La señorita Petrova estaba muy nerviosa, de modo que ordenamos a uno de nuestros agentes que se asegurara de que se hallaba bien. Pero cuando se presentó en su casa, descubrió que se había suicidado. Entonces acordonamos la zona y decidimos traerlos a todos aquí, para evitar otra tragedia…
– El método no fue muy ortodoxo, pero se trataba de una emergencia.
Harrison retomó la frase de Carter:
– El método no fue ortodoxo, pero lo volveremos a hacer, que quede claro, con cualquiera de ustedes o con todos, si fuera preciso. -Los miró por turno. Se detuvo en Elisa, que bajó los ojos. Luego en Jacqueline, que no lo miraba-. ¿Me explico, profesora? Jacqueline se apresuró a contestar:
– Perfectamente.
– Han pasado una temporada aislados por su propia seguridad y la de aquellos que los rodean. Ya lo hemos dicho muchas veces: sufrieron el Impacto. Hasta que no comprendamos mejor qué ocurre con un ser humano que ha contemplado el pasado, tendremos que tomar medidas tajantes cada vez que la situación lo requiera. Supongo que me explico con claridad. -Volvió a mirar a Elisa, que asintió de nuevo. La mirada de Harrison la estremecía, con aquellos ojos azules que casi parecían puntiagudos-. Son ustedes gente culta, una élite de inteligencias… Estoy seguro de que me entienden.
Todos asintieron.
– ¡Pero… barajaban la hipótesis de que un grupo organizado hubiese matado a Colin! -saltó Marini de repente. Su tono llamó la atención de Elisa: como si tal posibilidad le pareciera deseable. Tenía los ojos enrojecidos y un tic le irritaba el párpado izquierdo.