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Por eso la bragueta de Víctor carraspeaba y tosía con las voces de Jacqueline, Elisa y Blanes, y suponía que otro tanto ocurría con sus propios ruidos, por lo que procuró ser silencioso a la hora de quitar los platos (luego tendría que fregarlos con los bidones de agua de mar que Carter había traído de la playa). En ese instante Carter lo llamó.

– Tome una linterna, baje a la despensa y revise las estanterías superiores por si quedara algo aprovechable. Es usted más alto que yo y no tenemos escalera.

Víctor le pidió que repitiera la orden: desde que habían llegado a la isla el interés de Carter en hablar en castellano era nulo, y aunque Víctor se manejaba bien en inglés, el de aquel hombre le resultaba a veces una jerigonza. Cuando por fin entendió, obedeció sumisamente: cogió una linterna y se dirigió a la oscura cámara contigua, donde se hallaba la trampilla abierta en el suelo.

Abierta y negra.

Iluminó el agujero, vio los escalones que descendían y recordó algo. Aquí mató a la mujer mayor. ¿Cuál era su nombre? Cheryl Ross.

Alzó la vista. Carter seguía en la cocina, ocupado en algo. Volvió a mirar la trampilla. ¿Qué pasa? ¿Solo resultas útil para hacer estofados? Respiró hondo y comenzó a bajar los escalones. El transmisor, desde el bolsillo de sus pantalones, le envió la tos de Elisa entre interferencias. ¿Habría escuchado ella la orden de Carter? ¿Sabría lo que él estaba haciendo en aquel; momento?

Cuando el techo de la despensa lo cubrió, alzó la linterna. Vio estanterías metálicas atiborradas de objetos. El suelo era de tierra, aunque por más que lo rastreó no halló las huellas que esperaba (y temía). Hacía fresco allí abajo, incluso un poco de frío, en comparación con el pegajoso ambiente de la cocina.

De repente distinguió, al fondo, una puerta gris metálica sobre cuyo marco habían clavado listones de madera. Recordó que Elisa le había dicho que todo había sucedido en la cámara del fondo.

Tras esa puerta.

Se estremeció. Terminó de bajar los peldaños y decidió concentrarse en su tarea.

Empezó por la estantería de la derecha. Se alzó de puntillas y pasó el haz de luz por la parte superior. Alcanzó a vislumbrar dos cajas que parecían de galletas y latas grandes de algo que, fuera lo que fuese, no era comestible. Se acordó de aquel acertijo en el que un chino le señala a otro una lata queriendo significar «rata». «Grande», para el chino, sería «glande». Desde el transmisor le llegaba una conversación en voz baja, censurada por la estática: Blanes y Elisa se habían puesto a hablar de algo relacionado con el cómputo del TU (Tiempo Universal) y los períodos de energía. El vibrato de la voz de Elisa le acariciaba la ingle.

– Bah, apague esa mierda -oyó de repente las botas de Carter bajando por la escalera-. No sirve para nada, diga lo que diga el sabio.

Víctor no le hizo caso. Ni siquiera se molestó en replicar: siguió recorriendo el altillo con la linterna hasta encontrar nuevas cajas.

De pronto una mano palpó sus genitales. Una mano enorme. Se apartó de un salto, pero no antes de que los gruesos dedos de Carter se introdujesen en el angosto bolsillo de sus vaqueros y apagaran el transmisor.

– ¿Qué… hace? -chilló Víctor.

– Tranquilo, señor cura, no es usted mi tipo. -Carter mostró la dentadura en la oscuridad-. Ya le he dicho que lo de los transmisores es una mierda inútil, y no me gusta que me escuchen.

Víctor ahogó su enfado reanudando la tarea.

– No me llame «señor cura», por favor -dijo-. Soy profesor de física.

– Pensé que estudiaba religión, o teología, o algo.

– ¿Cómo lo sabe? -se extrañó Víctor.

– Anoche, en el aeropuerto de Yemen, le oí decírselo a la profesora francesa. Y le he visto rezar en ocasiones.

Víctor se sorprendió de aquella insospechada faceta de observador que demostraba Carter. Era cierto que había charlado con Jacqueline sobre sus lecturas y que a lo largo del viaje había rezado varias veces (jamás se había sentido tan motivado a hacerlo), pero siempre de manera discreta, apenas el susurro de un padrenuestro. No creía que nadie se hubiese fijado.

– Soy católico -dijo. Tendió la mano e inclinó una de las cajas para ver su contenido. Más latas. Sacó una. Alubias.

– Para mí es igual, científico o cura. -Carter se había puesto a sacar las cajas de la estantería izquierda-. Son las peores castas de la sociedad que conozco. Unos crean las armas y los otros las bendicen.

– Y los soldados las disparan -replicó Víctor sin ganas de discutir, pero con cierta intención. Buscó la fecha de caducidad en la lata de alubias y descubrió que había expirado cuatro años antes. La devolvió a la caja y dirigió la linterna hacia la siguiente. Envases de cartón. Metió la mano e intentó sacar uno.

– Dígame una cosa -pidió Carter a su espalda-. ¿Qué es Dios para usted?

– ¿Dios?

– Sí, ¿qué es para usted?

– Esperanza -dijo Víctor tras una pausa-. ¿Y para usted?

– Depende del día.

El envase estaba atascado. Víctor sacudió la caja con violencia. De pronto una sombra ágil y negra emergió a cinco centímetros de sus dedos y trepó por la pared.

– Dios… -gimió Víctor en castellano, y retrocedió asqueado.

– No, eso sí que no es «Dios». -Carter repitió la palabra en castellano mientras enfocaba al techo-. Es una cucaracha. Es grande, pero no hay que exagerar…

– Es enorme… -Víctor sentía náuseas. El estofado se le removió en el estómago.

– Es una cucaracha tropical, sin conservantes ni colorantes. Yo he estado en sitios donde se te hacía la boca agua viendo a una de ésas. Sitios donde verlas pasar era como ver pasar a un ciervo.

– No estoy seguro de que me gustara estar en esos sitios.

La risa del ex militar fue breve y ronca.

– Está ya en uno de esos sitios, señor cura. Si quiere, le quito las tablas a la puerta y se lo enseño.

Víctor se volvió hacia la puerta, luego hacia Carter. Los ojos de Carter y la puerta tenían el mismo color a la luz de su linterna.

– No puedo decir que sea lo peor que he visto en mi vida, porque después vi a Craig, Petrova y Marini. Pero lo que vi tras esa puerta fue lo peor que había visto en mi vida hasta entonces. Y le juro que ya había visto unas cuantas cosas. -El aliento de Carter, en la frialdad de la despensa, formaba un ligero vaho. La linterna hacía brillar sus ojos. Era como si ardiera por dentro-. Buenos soldados, como Stevenson o Bergetti, gente acostumbrada a vivir de pie, como digo yo, se quedaron tocados del ala cuando bajaron a esta despensa… Incluso el tipo que nos está buscando, Harrison, el hombre de Eagle, se ha vuelto loco de remate: ha visto más víctimas que nadie, y está como una chota. Le dan ataques, crisis, cosas así. Y no es un hombre a quien yo calificaría de sensible.

Víctor movió la nuez en su garganta en un inútil intento de tragar. Carter se ladeó un poco mientras hablaba, como si ya no se dirigiera a él sino a las sombras que los rodeaban.

– Voy a contarle algo. A miles de kilómetros de aquí, en una casa de Ciudad del Cabo, viven mi mujer y mi hija. Son negras. Tengo una bonita, bonita niña negra de diez años de edad con preciosos rizos y ojos enormes. Su sonrisa es tan dulce que podría estar mirándola toda la vida hasta que no me quedara baba que derramar. Mi mujer se llama Kamaria, que en swahili significa «como la luna». Es alta y hermosa, lo mejor de su raza, un cuerpo de ébano firme. Las amo con locura. Y desde hace un par de años no pasa una sola noche que no sueñe que las encierro en esta despensa y las destrozo. Les hago las mismas cosas que eso le hizo a Cheryl Ross. No puedo evitarlo: él aparece, me las ordena y yo obedezco. A mi hija le arranco los ojos y me los como.

Quedó un rato en silencio, respirando. Luego se volvió hacia Víctor con una mirada tranquila, indiferente.

– Tengo miedo, señor cura. Más miedo que un niño en un cuarto oscuro. Desde que todo esto empezó, puedo ponerme a chillar si un amigo me da un susto, o me cago en los pantalones si me quedo solo por las noches. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida… Sé que, si Dios existe, como usted cree, él… o eso… es un Antidios. La Antiesperanza. El Anticristo, ¿no se dice así?

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