Bertoldi lo miró con detenimiento. No estaba seguro de que Buenos Aires aprobara su decisión.
– ¿Ya estuvo refugiado antes?
– Seis o siete veces. Pero eso tiene que ponerlo por escrito, si no después vienen los líos.
Bertoldi le sacó otro cigarrillo y fue a sentarse frente a la máquina.
– ¿Le parece necesario? -dijo, y buscó el papel membretado en un cajón del escritorio.
– No sé a usted, pero-a mí me hace falta una copia. No se olvide que a partir de ahora estoy bajo su protección.
El cónsul lo estudió un instante para saber si estaba burlándose de él.
– Oiga, vamos a ir presos los dos.
– Pero no, hombre, no se asuste. Acá estoy bajo pabellón argentino, ¿no?
Bertoldi dejó el cigarrillo en el borde de la mesa y se levantó a buscar la ginebra. Cuando vió que la botella estaba vacía la arrojó al canasto de los papeles.
– De acuerdo, entonces yo soy el que manda acá. Documentos, por favor.
– Qué necesita.
– Me basta con el pasaporte.
O'Connell recogió el bolso, se lo puso sobre las rodillas y buscó en uno de los compartimentos.
– Quédese con éste que está más viejo.
– Es para anotar el número, nada más.
– No, guárdelo. Cuando uno pide refugio le sacan el documento. Después usted lo tiene que mandar a las Naciones Unidas.
Bertoldi abrió el pasaporte, el cansancio estaba pesándole otra vez.
– Esta foto no es suya.
– Cómo que no es mía.
– Mire, yo no soy de fijarme, pero usted es bizco.
– Es que ahí estoy sin barba.
– No se ofenda, pero la nariz tampoco es.
– Ese es un pasaporte irlandés, embajador. Ahora, vamos a andar discutiendo la calidad de la foto.
– Sí, pero éste no es usted.
– Mister Bertoldi: eso va a las Naciones Unidas.
– Bueno, pero si usted no es el de la foto, ni esto es una embajada, ni yo soy el cónsul, alguien puede empezar a hacerse preguntas.
– Qué importan esos detalles. Acá se viene una muy brava y usted ya demostró de qué lado esta su corazón…
– ¿Y qué es lo que se viene ahora, Mister O'Connell?
– La República Socialista Popular de Bongwutsi.
El cónsul se quedó callado hasta que terminó de colocar el papel en la máquina. Parecía un autómata.
– ¿Me está tomando el pelo?
– ¡Ah!, no se habrá creído que los dos kilos de trotyl eran nada más que para ayudarlo a usted, ¿verdad?
– Yo no creo nada. ¿Por qué no se mete en la embajada rusa y me ahorra un disgusto?
O'Connell sacó otro cigarro del bolso y se lo acercó a la nariz.
– Ya va a ver que tengo una buena explicación para eso. Vamos, escriba.
12
Mientras volvía al hotel, Lauri trataba de darse cuenta si Patik estaba jugando con él. En todo caso, pensó, había unido bien y al día siguiente subiría a un tren escoltado Por dos gendarmes que lo entregarían en la frontera para comenzar con los interrogatorios y las huellas digitales, estaba cansado y no tenía ganas de hablar con nadie. Quería encerrarse y pensar, hallarle un sentido a la vida que había dejado atrás.
Cuando llegó a su habitación encontró la ropa en el suelo y la cama deshecha. La puerta estaba abierta y alguien había dejado un chicle pegado en el espejo. Se quedó un rato parado en el medio de la pieza sin saber qué hacer y sintió que lo invadía un sentimiento de inquietud. Estaba recogiendo la ropa cuando oyó a su espálela una voz conocida.
– Un tipo bien trajeado, pelirrojo -dijo Quomo-. Seguro que va a volver.
Lauri lo estudió un momento.
– ¿Usted lo vio?
– Cuando se iba. ¿Por qué no se viene a mi habitación? Tengo café recién hecho.
– No quisiera molestar.
– Venga, traiga la valija.
Bajaron un piso. En la cama, cubierta con una sábana, dormía la muchacha de pelo anaranjado.
– Pase-Quomo miró a la chica e hizo un gesto de asombro-. Vino a pie desde Holanda para participar enuna marcha contra los misiles. ¿Se da cuenta? De Amsterdam a Zurich caminando… No tiene perdón. Espero que usted no sea de los que les gusta caminar.
– Pierda cuidado.
– Siéntese en la cama nomás; no hay nada que pueda despertarla. Pasamos una noche bastante pobre, pero qué le voy a reprochar si tenía los pies llenos de ampollas.
Sacó dos tazas del ropero y sirvió café de un termo.
– El tipo que le desarregló la pieza es un profesional. Estuvo sentado en la escalera hasta la medianoche. Cuando el reloj de la catedral dio las doce, se paró y se fue. No le importaba que lo vieran. Cuando fui a buscar el café me lo llevé por delante y el hombre se disculpó como un caballero. En fin, usted sabrá.
– ¿Se disculpó en alemán?
– En inglés. Una disculpa de Cambridge. De eso entiendo.
– En una de esas me confunden con otro.
– Esa gente vuelve siempre, así que si lo quiere agarrar de sorpresa quédese acá y vigile. De paso me hace un favor.
– ¿Qué favor?
– ¿Usted estuvo en Cuba?
– ¿Por…?
– Necesito un tipo con puntería y que sea de confianza. Usted me dijo que había manejado armas.
– Sí, pero…
– Entonces es la persona indicada. Venga, mire.
Lauri lo siguió hasta la ventana. Era noche cerrada y sólo se veían las luces de la ciudad y las lanchas en el lago. Quomo abrió el vidrio.
– ¿Ve el campanario de la catedral, allá?
– Está medio nublado.
– Allá, allá; siga mi dedo, entre el águila iluminada y el cartel de Coca Cola.
– Ah, ya veo.
– ¿Distingue la campana?
– Más o menos… Ahora sí, en verde.
– Es el efecto de la luz. Bueno, mire, necesito que haga blanco en la caja amarilla que hay al lado. Con la mira telescópica la va a ver.
– ¡Usted está loco!
– Qué le pasa… Nadie va a escuchar el tiro.
– No, ya tengo bastantes líos…
– ¡Hágame el favor!
– No insista, hoy los negros me tienen cansado.
– Eso no me lo esperaba… ¡Un revolucionario racista!
– Discúlpeme, pero hoy no entiendo nada… Primero me zamarrean en un restaurante, después un tipo me revisa la pieza y ahora usted me pide que dispare contra un campanario.
– No lo va a hacer gratis, le aclaro.
– ¿Ah, sí? Es la segunda vez en la noche que me proponen plata.
– Quién le propuso, si no es indiscreción.
– Su amigo Patik. Me invitó a cenar.
– ¡Me hubiera dicho! Esa persona no es seria.
Lauri miró la cama, adonde la muchacha se tapaba los ojos con un brazo.
– En Suiza no se puede disparar contra las catedrales, Quomo.
– ¿Quién dijo que no se puede? El ángulo de tiro es bueno y el arma es de precisión. Si tuviera buena vista lo hacía yo mismo y lo mandaba a usted a buscar el paquete.
– ¿Qué paquete?
– El paquete con la plata. Hay una cita nocturna en el muelle y alguien tratará de robar el dinero, como en las películas.
– ¿Termina bien?
– Depende de usted.
– Yo me voy mañana y no quiero problemas.
– ¿Tiene plata?
– Poco más de doscientos dólares.
– Yo le ofrezco irse con veinte mil.
– No me diga. Patik paga cincuenta.
– Está bien, pero déjeme decirle que su lenguaje se parece mucho al de un mercenario.
– ¿Dónde está la plata?
– Voy a buscarla mientras usted dispara.
– No creerá que soy tan estúpido.
– Ese es mi problema, no sé cómo convencerlo de mi honestidad. Es más: tengo que llevarme la valija y recién voy a poder darle la plata mañana en París. A usted lo van a mandar a Francia, ¿no?
– Espero que sí.
– ¿Qué le parece si almorzamos en el Procope? No se come mal, Robespierre y Dantón iban allí. Rué de l'Ancienne Comedie, ¿lo ubica?
– Suponiendo que dé en el blanco, ¿qué hago con la chica y con el tipo que me sigue?
– Ese es problema suyo. A ella puede llevarla a la estación. Si todo sale bien deshágase del fusil y preséntese en la prefectura. Esto va a ser un infierno y Patik va a venir con su gente. El perjudicado es él.