El de la túnica pidió al maquinista que silenciara la locomotora. En un instante sólo quedó el repiqueteo de la lluvia sobre los techos de los vagones. De espaldas al faro, encerrado por una aureola de moscones y mariposas desconcertados por la luz, Quomo se sentó sobre una baliza y empezó a hablar en su idioma. Al principio la voz era amable, casi musical, y Bertoldi, que la escuchaba amplificada por el transistor de los ferroviarios, pensó que explicaba algo, o que hablaba al oído de las mujeres que escuchaban las novelas de trasnoche. Después el tono se hizo más rápido y las consonantes se entrechocaron como piedras. Las pausas eran agónicas y parecía que rogaba y exigía a la vez, que ordenaba y persuadía. Los monos empezaron a bajar del tren, embelesados. Algunos rugían mirando al cielo. El cónsul vio que Quomo se paraba y hacía gestos breves, precisos, como si dirigiera una orquesta ante un auditorio anhelante. El árabe estaba frente a la radio con la boca abierta, como un idiota iluminado. Las caras de los negros se torcían de sorpresa y se enderezaban de felicidad.
Al final, Quomo arrastró las vocales, las retorció, las hizo vibrar con un punteo de respiración acelerada, y levantó el puño con tanto convencimiento que Bertoldi, sin darse cuenta, se enderezó para imitarlo. Alguien vivó al comandante y a la revolución, y los monos empezaron a saltar hasta que los durmientes de las vías temblaron y el pito de la locomotora sacudió la larga noche de Bongwutsi.
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El teniente Tindemann detestaba la voz de Steve Wonder, así que ordenó a Kiko que pusiera cualquier otra cosa. El negro pasó por un radioteatro británico, un noticiero sobre las actividades del Emperador y se detuvo enJacques Brel, que cantaba Comment tuer l'amant de sa femme. O'Connell frunció el ceño frente al fusil que, apuntaba y siguió recapacitando sobre la actitud del ruso que todavía llevaba consigo las cartas de Bertoldi. No creía que lo fusilara por su cuenta, sin consultar primero aQuomo, o al menos al cónsul Bertoldi, que se había puesto a salvo durante el combate. De todos modos le pareció prudente aclarar su situación y decidió entregar al soviético el informe que le había escrito a Quomo antes de salir del consulado. Le pidió atención empujándolo con el codo y señaló el crucifijo hueco que llevaba colgado del cuello. Al principio, Tindemann creyó que el otro quería encomendarse a Dios, pero cuando lo vio abrir la cruz y sacar un papel doblado, pensó que esa noche estaba de parabienes. O'Connell desdobló el documento y lo entregó al representante del Ejército Rojo.
El teniente leyó dificultosamente, pero entendió que un tal O'Connell había quedado al margen de la revolución al ser sorprendido por los soviéticos en la fiesta de la reina Isabel. Allí, el teniente Tindemann interrumpió la lectura, bajó el volumen de la radio y preguntó a su prisionero quién era O'Connell y a qué revolución se refería el papel. El irlandés señaló el nombre de Quomo y entonces el ruso recordó que Moscú ya había prevenido a la embajada sobre un posible rebrote del trotskoanarquismo.
Antes de seguir leyendo, Tindemann quiso saber que clase de droga le habían puesto los búlgaros en el paraguas. Se lo preguntó a O'Connell y le enumeró la de la euforia paralizante, la de la melancolía creativa y la de la angustia movilizadora. El irlandés reflexionó un rato y se decidió con un gesto por la de la angustia movilizadora. Tindemann le señaló, entonces, que de ser así no estaría mudo, sino sordo como una lombriz. Enseguida, para tranquilizarlo, agregó que el efecto desaparecería con el choque de una fuerte decepción amorosa o una intensa emoción política. Fue en ese momento que la voz de Jacques Brel se interrumpió bruscamente y Quomo lanzó su mensaje al proletariado de Bongwutsi.
O'Connell reconoció la voz como si fuera la de su propia madre. Entonces dio un grito tan fuerte que el teniente Tindemann, tornado de sorpresa, apretó el gatillo del fusil y perforó el techo. Para Kiko, que manejaba ensimismado, calculando cómo zafar de una situación tan enojosa, la palabra del comandante fue como un latigazoen la cara. Perdió él control del camión, salió de la ruta y fue a dar contra un cartel de Mobiloil. Los peones que iban en la caja saltaron al pavimento y se encontraron con Kiko que levantaba los brazos y gritaba el nombre de Quomo. El que tenía una oreja de menos propuso fusilar allí mismo al teniente Tindemann, que O'Connell había arrojado fuera de la cabina. En el suelo, maltrecho, el ruso atribuyó la alegría de los otros a su propia derrota, y se resignó a aceptar que los trotskistas siempre se alían con el imperialismo para traicionar al campo popular.
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El cónsul advirtió que si seguía en el tren iba directamente a la catástrofe. Mientras miraba a los monos que volvían a los vagones, pensó que ahora todo Bongwutsi estaba al tanto de que el dictador había retornado y nadie se ocuparía de perseguirlo a él. En el momento del festejo, luego del discurso de Quomo, el blanco más joven había gritado vivas y carajos en español y eso lo intrigaba un poco porque eran los mismos que se escuchaban en las calles de Buenos Aires antes de que Estela y él partieran para el África. Lo vio orinar junto a la locomotora y luego subir detrás de los negros cuando el tren se ponía en marcha, por lo que dedujo que se trataría de un asesor enviado por los cubanos. Ni bien el último vagón dobló la curva, Bertoldi salió de su escondite y caminó hasta la caja del teléfono, que los comunistas habían dejado abierta. El aparato estaba en el suelo, junto a un enredo de cables amarrados entre sí y conectados a un coaxil que colgaba de la torre de cemento. Dejó la maleta junto a la baliza donde se había sentado Quomo y se dijo que tal vez podría llamar a Daisy para avisarle que lo esperara en Zurich. Por el tubo oyó unfondo de música marcial, pero al agitar la horquilla la marcha desapareció y se hizo un silencio profundo como el de una caverna. Sacudió el aparato y obtuvo primero el tono, luego otra vez la música y al fin un silencio similar al que dejaba la BBC cuando finalizaba sus emisiones. De golpe no pudo resistir la tentación de dirigirse al pueblo de Bongwutsi para explicar la posición de la Argentina ante el inminente desembarco de los británicos en las Malvinas.
Aunque no era diestro en materia de discursos, lo alivió pensar que alguien, al fin, le prestaría atención después de haber sido calumniado, despreciado y prácticamente arrojado en brazos de los comunistas. Así lo dijo, de pie, apenas protegido por el panamá y el impermeable roto por todas partes. Anunció que hablaba desde algún lugar del Imperio donde había puesto a salvo el pabellón nacional y, llevado por el ritmo sofocante de su relato, afirmó que ningún inglés pisaría nunca tierra argentina, ni entraría en el reino de los cielos. Sostenía elteléfono como si estuviera en una cabina pública y por momentos su voz se entrecortaba por la emoción, sobre todo cuando evocó el triunfo de Liniers y anunció que la armada argentina hundiría a la flota real como si fuera un cucurucho de papel. Al final le pareció adecuado recordar que su bandera nunca había sido atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra, y antes de colgar el teléfono dio tres vivas a Dios y a la patria amenazada.
Cuando terminó de hablar se encontró otra vez solo en la vía que cortaba la selva, con el estómago vacío y el espíritu decaído. Tomó la valija y se internó por el sendero de un obraje pensando que ahora sí el mundo sabía de él y por lo tanto a nadie se le ocurriría pensar que estaba huyendo.