Desde entonces empezaron a encontrarse los viernes en el cementerio. Daisy llegaba un poco más temprano, dejaba una rosa en la tumba de Estela y luego caminaba hasta el panteón de los ingleses. Fingían encontrarse al azar y conversaban paseando entre los sepulcros de los héroes de la colonia. Allí arreglaban las citas nocturnas a orillas del lago y los encuentros en la caballeriza de los australianos. Desde entonces, el cónsul le escribía una carta por semana con la ayuda de un diccionario, describiendo las caricias y las ternuras que le prodigaría en el próximo encuentro.
Convencida de que sus sueños se estaban evaporando con el calor del país y la indiferencia de su marido, Daisy se dejaba llevar por el entusiasmo con que Bertoldi buscaba insuflar aliento a su endurecido corazón. Los arrebatos sobre la hierba le hacían olvidar, aunque más no fuese por unas horas, que iba a cumplir cuarenta y cinco años y que ya no tenía las exultantes ilusiones del tiempo de los Beatles.
Precisamente de eso estaba hablándole a Bertoldi la noche en que extravió el prendedor. Ganada por la nostalgia, recordaba sus escapadas adolescentes a los conciertos de Liverpool y, como cerraba los ojos y el cónsul le besaba los pechos, no advirtió que el broche de diamantes caía entre el pasto, junto a la linterna que despedía una luz temblorosa.
8
Fueron caminando en silencio por la orilla del lago hasta que llegaron a una cervecería con mesas en el jardín. Quomo indicó un lugar bajo la pérgola y se sentó con cautela, como si la silla estuviera ocupada. 1,
– Aquí se encontraban Lenin y Trotsky -dijo, y pidió dos cervezas-.-En ese tiempo éste era un país hospitalario.
– ¿No los obligaban a contar historias?
– Eran blancos… Los negros tenemos que contar cosas de negros.
– ¿Y se las creen?
– Depende. Ayer conseguí colocar a Amos Tutuola, el mecánico del Emperador.
– ¿Hay un Emperador en Bongwutsi?
– Un patán que dejaron los ingleses. El mecánico éste, ni bien supo que el Emperador salía de paseo, le dio una serruchada a la dirección del Bentley, pero con tanta mala suerte que la barra se rompió antes dé entrar en el camino de cornisa… El infeliz tuvo que esconderse en la selva y anduvo caminando sin rumbo seis semanas hasta que llegó a la frontera. Trabajó ocho meses en Tanzania, pero al fin una patrulla lo agarró sin documentos y lo mandó al frente de Ougabutu. Peleó cincuenta y seis días hasta que lo hirieron en la cabeza y cayó en manos del enemigo. Ya sabe cómo tratan en Ougabutu a los prisioneros, así que cuando vieron que Tutuola no era soldado de Tanzania lo tomaron por mercenario. Lo torturaron quince días seguidos y lo mandaron a abrir la ruta transelvática con los condenados a trabajos forzados. Yo conozco eso y le aseguro que es un infierno. Se quedó allí hasta que en una pelea mató a un egipcio de un machetazo y lo sentenciaron a muerte. Ahora vea usted qué cosa: la tarde antes del fusilamiento se descubre que el egipcio planeaba una fuga masiva que se desbarata con su muerte, y el comandante, Como ejemplo, le perdona la vida a Tutuola y lo toma como mandadero. Una noche, algo tomado, se va a dormir con él y después de una semana de verse a escondidas le declara su amor y decide desertar para llevárselo a Europa. A la primera oportunidad suben a un helicóptero de la empresa soviética de cooperación y en el viaje amenazan al piloto y lo obligan a volar hasta el Zaire. Apenas pasan la frontera tienen que bajar para reabastecerse de combustible y allí el piloto les dice que también él quiere pedir asilo en Occidente. Durante diez días vuelan a ras del suelo para no ser detectados por los radares. Cargan combustible en cualquier estación de servicio y así llegan a los suburbios de Rabat. El estúpido del comandante se presenta de inmediato a la policía para pedir asilo político, pero los marroquíes no quieren líos con Ougabutu y lo entregan a la embajada soviética acusándolo de haber robado un helicóptero. El agregado militar ruso, que se ve venir una maraña de trámites y papeleos, lo hace fusilar en el sótano y Tutuola se queda sin protector. Entre tanto, el piloto se mete en la embajada de Canadá y dicen que ahora tiene un criadero de pollos cerca de Winnipeg. El pobre Tutuola vagabundea por las calles de Rabat hasta que conoce a una joven suiza que se apiada de él y le compra ropas de blanco y un buen reloj y lo aloja en el Hilton. Esta muchacha estaba de amores con un militante del Frente Polisario, así que le consigue un pasaporte de la República Popular de Benín que tiene grabados la hoz y el martillo sobre fondo rojo. Entonces Tutuola corre a la embajada de Alemania Federal, dice que se presenta a elegir la libertad, y enseguida le dan buena comida y un dormitorio para él solo. Pero claro, los alemanes son desconfiados y lo mandan a Bonn para ver si no se trata de un agente comunista. Entonces Tutuola sube a un tren a una hora de mucho tráfico y llega a Zurich con una carta de su protectora que atestigua haberlo conocido en situación difícil. Por un tiempo trabaja clandestinamente como peón de mudanzas, hasta que me encuentra a mí. Entonces en un par de días armamos el discurso; él va a la oficina donde estuvo usted, les cuenta la historia y los deja con la boca abierta. Le otorgaron una beca para estudiar informática o algo así.
– ¿Le dieron refugio con esa historia?
– Naturalmente. Tiene la herida en la cabeza, tiene fotocopia del pasaporte de Benin, tiene una amiga suiza que dice haberle comprado ropa en Rabat. Pero sobre todas las cosas es un tipo convincente. En cambio, esa mujer que me vino con el reclamo no lo era. La historia que le di era mejor que la de Tutuola, pero no supo contarla.
– ¿Y usted qué gana con esto?
– Plata, nada. Retomo el contacto con la gente que me puede apoyar cuando vuelva a tomar el poder.
– ¿Va a hacer una revolución en Bongwutsi?
– Sí, pero no acepto más consejos. La otra vez confié los rusos y me equivoqué.
– Es lo que le reprochaba anoche su amigo.
– ¡Amigo! ¡Un oportunista! ¡Una marioneta de la CIA! Pensar que los rusos no me dejaron fusilarlo…
Lauri hizo un gesto para pedir otra cerveza. En la mesa vecina había una muchacha con la mirada perdida que limpiaba los anteojos con un pañuelo. Tenía el pelo muy corto, teñido de distintos tonos de naranja y unos pechos en punta que se le veían por el escote.
– ¿Tuvo la oportunidad de hacerlo fusilar? -preguntó Lauri. Quomo sonrió y miró a la muchacha.
– Claro que la tuve. Ese imbécil estaba casado con la hija del Emperador y cuando estaba borracho la golpeaba como un salvaje. Varias veces le llamé la atención, y el propio Emperador me pidió que lo matara, pero los rusos decían que había que aguantárselo porque era el contacto con los servicios franceses. Ahora anda metido con ellos en un golpe de Estado y me quiere embarcar a mí. Pero lo que yo quiero es levantar a las masas y terminar de una buena vez con la farsa.
– ¿Y cómo piensa hacerlo?
– Está todo planeado -se puso un dedo sobre la frente-. Lo tengo aquí, paso a paso.
Terminó el segundo porrón de cerveza y miró el lago que iba cambiando de color mientras avanzaba la tarde.
– ¿Va a ir a pelear? -preguntó-. Parece que los ingleses mandan la flota.
Lauri sonrió y pinchó la última salchicha.
– No, ésa no es mi guerra. Ahora busco un rincón para pasar un tiempo tranquilo. Ya me echaron de Holanda, Alemania y Bélgica.
– ¿Ha usado armas?
– Alguna vez.
– ¿Se lo dijo a la comisión?
– No.
– Hizo mal. A esta gente le gustan las emociones fuertes. Siempre que no se trate de un árabe, yo recomiendo ¡una historia con levantamiento popular. Sobre todo para África y América latina. Nunca juegue al intelectual disidente. Eso está reservado para los que vienen del Este, que lo tienen bien masticado. El año pasado yo coloqué un checoslovaco en Francia y un polaco en Bélgica.