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Mister Burnett dio un grito para llamar a la guardia y tomó por el sendero de piedra que llevaba a su atelier. Estaba tan abatido que ya no se regocijaba por haber apartado de su vida al commendatore Tacchi. Encendió la luz y contempló con un dejo de tristeza la colección de barriletes de todos los colores que colgaban de las paredes. Había dejado años de su vida construyéndolos, siguiendo minuciosamente todos los cursos por correspondencia, pero nunca había logrado remontar ni uno solo, jamás había detectado una brisa capaz de arrastrar un papel de cigarrillo. El agregado de la Royal Air Force había hecho rastrear cada rincón del país en busca de un poco de viento, pero todo resultó inútil. Cuando Mister Burnett les preguntaba a los nativos, se daba cuenta de que ni siquiera sabían de qué les estaba hablando y tenía que soplar un fósforo para hacerse comprender.

En su juventud, cuando era ayudante de campo del gobernador de las Falkland, había llegado a odiar el viento que no paraba nunca; después, como una manera de desafiarlo, empezó a armar algunos barriletes que la tempestad se llevaba enseguida. Mucho más tarde, cuando el Foreign Office le propuso negociar la independencia con el emperador de Bongwutsi, creyó que se le presentaba una buena oportunidad para desarrollar su vocación y se llevó a Bongwutsi todos los, libros que los chinos habían escrito sobre el lenguaje de las cometas y las estrellas. En ese tiempo no se le hubiera ocurrido que Daisy correría a echarse en brazos de otro hombre mientras él trabajaba con las tijeras y la cola.

Abatido, Mister Burnett se dejó caer en un taburete y miró la pistola que tenía en las manos. Si se suicidara allí mismo, su gesto podría salvar de la vergüenza y el deshonor a la comunidad diplomática, pero, dudó de que los otros europeos estuvieran dispuestos al arrepentirse. Por más que él se sacrificara, el commendatore Tacchi, si salvaba la vida, seguiría siendo socialista y mujeriego, Herr Hoffmann y Mister Fitzgerald continuarían con el contrabando de armas y Monsieur Daladieu con el tráfico de diamantes. De cualquier modo, se no podía pegarse un tiro sin antes escribir una carta contando los motivos que lo llevaban a ese acto irremediable.

Abandonó el atelier y atravesó el parque cabizbajo par no ver lo que ocurría en la cancha de tenis. Oyó algunos gritos alocados y la risa histérica de una mujer. Sentado al borde de la piscina, remojándose los pies, encontró a un soldado que se había quitado el casco y pitaba un charuto. Fingió no verlo y entró al vasto salón donde habían estado cenando. Los nativos habían vaciado las botellas que dejaron los blancos y Mister Burnett recordó, con una sonrisa de compasión, la cara avergonzada del cónsul Bertoldi el día que los guardias lo sorprendieron llevándose un jamón bajo el impermeable.

Se preguntó qué habría sido del argentino y recordó que todavía no había llamado al banco para autorizar el pago de su sueldo. Temió que Bertoldi lo tomara por rencoroso y fue a su despacho a escribirlo en la agenda. Cuando entró, el teléfono estaba llamando.

– Teniente Wilson, señor. Parte de las novedades: el capitán Standford iba detrás del soviético, pero lo perdimos en el puerto. Alguien estuvo repartiendo dinero a montones allí.

– ¿De qué me habla, teniente? ¿Qué estuvo fumando?

– No quisiera equivocarme, señor, pero alguien está agitando a los negros.

– ¿Usted quiere decir un blanco?

– Sí, señor. Las tabernas están llenas y no creo que cierren esta noche. Hay muchos billetes de cien dólares dando vueltas por ahí.

– ¿Quién puede estar regalando plata, teniente?

– Me temo que no la regale, señor. Un francés de la Sureté dice que los comunistas le robaron una valija con un millón de dólares.

– Aja, y después los anduvieron repartiendo por la calle…

– Algo así, señor. Alguien dio una exhibición en el cine. Una persona que estaba allí dice que vio a un blanco cubriendo el piso de billetes.

– Qué me está contando, teniente…

– Se lo estoy pasando por escrito, señor. Tampoco aparecen Standford ni el ruso.

– Por Dios, teniente, qué clase de servicio de informaciones tengo.

– Es una mala noche, Mister Burnett. El francés dice que lo secuestró la guerrilla. Parece que el argentino está al frente de eso.

– Vaya, muchacho, preséntese a su superior.

– Es el capitán Standford, señor. Perdimos contacto con él.

– ¿Usted vio lo que está pasando en mi casa, teniente?

– Afirmativo, señor.

– Bien, ya que usted es el jefe de la guardia, quisiera conocer su opinión.

– Sin comentarios, señor.

– Adelante, hijo, hable.

– Bien, no me parece lo más adecuado para el cumpleaños de Su Majestad, señor. ¿Puedo saber si usted mandó seguir a un blanco durante la cena?

Mister Burnett hizo memoria un instante y anotó en la agenda: "ordenar que le paguen al argentino".

– Sí, a un tipo que se hacía pasar por paraguayo. Lo trajo el embajador de Italia.

– Encontramos a nuestro hombre con la cabeza rota, señor. Lo tiraron por una ventana.

– Bien, ¿qué quiere que le haga, teniente? ¿Sabe que acabo de matar a un hombre? Cuando usted llamó así, sin avisar, yo estaba por suicidarme.

– Lo siento, embajador. El commendatore Tacchi sólo tiene una herida en la pierna.

– No diga disparates, si le di en pleno corazón. Vamos, vaya a dormir un rato.

– Necesito algunos reflectores, señor. Es posible que Michel Quomo haya regresado a Bongwutsi.

– Mande encender los fuegos artificiales, entonces. Los nuestros deben estar desembarcando en las Falkland y merecen el homenaje.

– ¿Alguna otra orden, señor?

– Cumpla con su deber y déjeme tranquilo, teniente. Ahora cuelgue, que estoy esperando una llamada de Londres.

53

La tropa del Boeing se inclinó hacia el río como si hiciera una reverencia. Quomo se afirmó en el comando y lo movió hasta que consiguió corregir el ángulo de aterrizaje. A la distancia vio dos luces solitarias y tuvo el presentimiento de que se trataba de una balsa de troncos que bajaba por el río. Apuntó la nariz del avión en dirección de los destellos y lo dejó planear. El sultán estabilizó el timón de cola y vio desfilar por el visor los primeros árboles. La confianza en la victoria y el silbido de las turbinas le daban una sensación de paz y beatitud.

El choque de un ala contra el agua lo sacó del asiento y le hizo dar la cabeza contra el vidrio. La mole de acero crujió y todo el instrumental se despegó del fuselaje como el revoque de una pared. Quomo quiso aferrarse al comando, pero salió despedido con el resto del tablero. El avión zigzagueó un rato y luego se puso a brincar sobre el río como una piedra arrojada desde la costa. El agua se sacudió como desbaratada por un ciclón y el primer remolino se tragó la balsa de las luces y los cocodrilos que dormían en las orillas. En la bodega, Lauri dejó de pensar en el desembarco del Gramma y trató depermanecer encogido entre dos cajones de armas que se habían trabado contra el paragolpes del Rolls Royce. Chemir hacía volteretas aferrado a una ametralladora checoslovaca y no atinaba a protegerse de los golpes.

Cuando empezó a salir humo del techo, Quomo mojó un pañuelo y se lo acercó a la nariz como lo había hecho en tantos otros incendios. El sultán se golpeó la cabeza varias veces y en la rodada perdió el turbante con la piedra preciosa. En los cursos para emergencias no le habían dado una sola lección que hubiera podido serle útil esa noche. Recordó que antes de interrumpir las reuniones para retirarse a orar, el coronel Kadafi solía decir que la fe movía montañas siempre y cuando los hombres empujaran con todas sus fuerzas. Sintió, entonces, que había cumplido con su deber y no le importó perder el avión, ni se preocupó de cubrirse la cabeza maltrecha. Por momentos pensaba que debía encontrar una manera de comunicarse con Trípoli y pedir nuevas instrucciones. En el enredo de cuerpos, cables y restos de la computadora, Quomo alcanzó a ver que el sultán sonreía y movía los labios como si dijera una plegaria. El Boeing, enloquecido, estrelló un ala en las rocas de la orilla, se incendió y salió catapultado contra la corriente. Entonces Quomo ordenó abandonar el aparato antes de que lo ganaran las llamas, y buscó algún objeto capaz de romper el parabrisas. Había perdido la pistola, pero cuando vio que El Katar recuperaba la suya se dijo que no les sería difícil salir. Estaba seguro de que Chemir y Lauri estarían en sus puestos junto a las ametralladoras, pero no tenía idea de si el avión se detendría frente al arsenal, como él esperaba.

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