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El cónsul aprovechó la confusión para levantar la valija y deslizarse por la escalerilla de un barco cargado con plantas de tabaco que despedían un olor penetrante y dulzón. Mientras se escondía, escuchó los balazos que los guardias tiraban al aire y recordó, por un instante, su entrada triunfal a la zona de exclusión.

Los nativos se desbandaron y corrieron a refugiarse en la oscuridad. Algunos chicos quedaron en medio de la plazoleta, llorando, y las mujeres volvieron a buscarlos. El teniente Tindemann se arrojó al suelo, reptó por los canteros, entre las flores, y antes de esconderse detrás de la base del mástil recogió otro billete que flotaba sobre un charco. Había perdido la gorra y cuando se apartó el mechón de pelo embarrado que le cubría la frente, se dio cuenta de que era la primera vez que se encontraba bajo fuego.

Los guardias lanzaron otra salva de advertencia y los negros que se habían escondido detrás delos árboles se dispersaron por el puerto. El cónsul, oculto entre las hojas de tabaco, contó el tiempo que faltaba para la salida del ómnibus. Calculó que habría perdido tres o cuatro mil dólares para alejar a los negros, pero lo que más le preocupaba era la posibilidad de que se corriera la voz y salieran a buscarlo por toda la ciudad.

Al ver que los guardias de marina volvían a sus puestos, el teniente Tindemann fue a recoger la gorra y el paraguas y se fijó si el cónsul seguía por allí. Sabía que con la valija a cuestas no podía llegar demasiado lejos. Se acercó al farol y sacó del bolsillo todos los billetes que había juntado esa noche. Tanto las libras como los dólares le parecieron falsos, pero bien fabricados, y pensó que quizás no hiciera falta agregarlos a su informe.

Por la ruta de la costa apareció el Austin de Standford y por la avenida un coche de la policía. Ambos se cruzaron en la plaza y el patrullero fue a detenerse frente a la, guardia del arsenal. El teniente se aplastó contra el césped y vio a dos negros de uniforme que bajaban del auto con grandes linternas. Pensó que sería embarazoso para un oficial del Ejército Rojo tener que explicar por qué estaba chapuceando en el barro a esa hora de la noche. Buscó una vía de escape y se deslizó hacia el muelle, donde se topó con la escalerilla de un barco del que llegaba un dulce aroma a tabaco fresco.

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La claridad de la luna recortaba los picos de las montañas e insinuaba los contornos de los bosques. El Boeing volaba a tres mil metros cuando el sultán indicó la proximidad del Kilimanjaro. Quomo lo situó en el radar y giró el timón a la izquierda. Lauri aplastó la cara contra una ventanilla y la cumbre nevada le pareció un gigantesco helado de crema. Un rayo cayó sobre las montañas más bajas. El Katar no se llevaba bien con la computadora, y al caer la noche cerrada habían perdido el curso del Nilo. También él se había quedado absorto con el espectáculo y despertó a Chemir para que no se lo perdiera.

– La otra vez nos estrellamos cerca de ahí -dijo el rengo mientras se despabilaba.

– ¿También vinieron en avión? -preguntó Lauri.

– Con un Cessna chico. Había que bajar por todas partes a cargar combustible. Cuando pasábamos por acá se plantó una turbina y caímos sobre un cafetal. Estuvimos tres meses en la selva.

– Dos -dijo Quomo-; hasta que nos encontró un helicóptero cubano.

– A mí se me hizo más largo -dijo Chemir-. Cuando llegamos, los chinos habían copado la revolución.

– ¿Cómo remontaron eso? -preguntó El Katar.

– Los cubanos nos dieron una mano con la gente que tenían en Angola -dijo Quomo-. En ese tiempo los yanquis apoyaban a los maoístas que nos querían meter la Revolución Cultural a garrotazos. Les leían el Libro Rojo a loscampesinos, pero lo que para ellos es una cosa, para nosotros es otra, y había que discutir cada palabra para saber si quería decir lo que parecía que decía. Eso los desacreditó mucho y les dimos una paliza inolvidable en el norte.

– ¿Usted estuvo en China? -preguntó Lauri.

– Seis meses -dijo Quomo.

– Yo fui embajador en Pekín -dijo el sultán-. ¿Qué hacía usted allí?

– Me entrenaba en la Revolución Cultural.

– Acaba de decir que la combatió en Bongwutsi.

– Pero primero aprendí cómo hacerla, en Shangai.

– Usted es desconcertante -dijo el sultán.

– Tal vez. Fíjese si ya retomamos el Nilo.

– No doy pie con bola con la computadora.

– Vea eso usted, Lauri.

El argentino hizo un gesto al sultán para que le hiciera lugar y se agachó frente a la pantalla.

– Si acabamos de pasar el Kilimanjaro tenemos que estar en Tanzania. ¿Cuál es la posición de Bongwutsi respecto de Dar-es-Salaam?

– Unos dos mil trescientos kilómetros al suroeste.

– Acá está la coordenada. No es tan difícil, agregue tres grados y seis minutos.

– Si lo hubiéramos tenido a usted la otra vez, el Cessna no se nos venía abajo, ni los rusos me fusilaban tan fácilmente.

– Al fin me reconoce algo. Olvídese del Nilo. En un rato más vamos a estar sobre el lago Tanganica.

– Ahí ya me ubico -dijo Quomo-. Tengan preparados los morteros y las granadas frente a las puertas de emergencia.

– ¿Seguimos bajando? -preguntó El Katar.

– Hasta doscientos metros. Ajústense los cinturones porque vamos a volar a ras del agua.

49

Pasada la medianoche, cuando todos los invitados estaban borrachos y cundía el desorden, Monsieur Daladieu intentó suspender el lance. Mister Burnett se negó categóricamente y acusó al francés de haberle entregado un arma con el cañón torcido. Los diplomáticos y sus mujeres habían empezado a lanzarse canapés y aceitunas por la cabeza y el embajador de Túnez hizo un escándalo cuando Herr Hoffmann, mientras festejaba una broma, apoyó la mano sobre una pierna de su esposa.

Mister Fitzgerald se empeñaba en destapar todas las botellas de champagne que dejaban los camareros y gozaba apuntando los corchos a la cara de los diplomáticos del Pacto de Varsovia. El coronel Yustinov se apartó cautelosamente del sector más belicoso, pero estaba demasiado borracho para hacer caso a los consejos del agregado cultural de Checoslovaquia y se puso a orinar en una botella vacía, a la vista de todos. El representante de Finlandia lo trató de cosaco grosero, pero las mujeres se desternillaban de risa y la esposa del embajador griego le arrojó un zapato que pasó de largo y fue a caer al jardín.

El teniente Wilson, de la guardia británica, estaba inspeccionando la zona antiargentina cuando el cocinero vino a avisarle que dos blancos y un negro se habían arrojado por una ventana del primer piso. El militar y su adjunto corrieron al salón donde estaban los heridos y comprobaron que faltaba uno de ellos. En su lugar hallaron al ayudante de cocina con la cabeza rota, que apuntaba un dedo hacia la ventana abierta. Quince minutos más tarde, cuando sus hombres terminaron de interrogar a los negros, el teniente se dijo que era hora de informar a Mister Burnett de lo ocurrido.

Mientras cruzaba el jardín rumbo a la cancha de tenis, advirtió que la situación en la tribuna era delicada. A través de los prismáticos pudo ver que el coronel Yustinov se había bajado los pantalones y mostraba las nalgas al resto de los invitados. Los otros embajadores, y con más entusiasmo algunas mujeres, trataban de hacer blanco en el trasero del ruso arrojándole aceitunas, trozos de queso y corchos de botella. Mister Fitzgerald, subido a caballito sobre uno de los camareros, luchaba contra Herr Hoffmann, que montaba al Primer Ministro de Bongwutsi. Al mover los largavistas, el capitán pudo divisar a dos mujeres que se besaban en los labios. Una de ellas había perdido un zapato y tenía la pollera recogida encima de las rodillas. Ajenos a cuanto los rodeaba, Mister Burnett y el commendatore Tacchi seguían disparando y recargando sus pistolas mientras Monsieur Daladieu les hacía señas ampulosas y gritaba en francés.

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