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– Parecés un príncipe, Michel -dijo la mujer del monóculo mientras contemplaba a Quomo con una sonrisa fija, llena de arrugas y colorete. Los labios eran tan rojos y los párpados tan azules que el resto de la cara se le esfumaba detrás del lente. Lo que dijo atrajo la atención de un hombre alto y corpulento que tenía la cara como una suela de zapato. Lauri calculó que veinte años atrás había sido una mujer hermosa y terriblemente snob. Inclinaba la cabeza para mirar por el monóculo, como si realmente lo necesitara. El hombre de la cara marrón contemplaba con melancolía la llovizna del atardecer. Cada tanto, como si fuera un tic, levantaba las dos manos a la altura del pecho y se miraba los puños almidonados. Sobre un sillón estaba echado un gato ciego. Era de un gris claro y suave y tenía los ojos entrecerrados. Quomo se agachó frente a él y le tocó los bigotes. El animal se levantó y lo acarició con todo el cuerpo.

– Ah, viejo Saturno -susurró Quomo-, mi buen oráculo, no me guardes rencor.

Luego le pasó la mano por la cabeza y se volvió hacia el argentino.

– Este me siguió en unas cuantas batallas, pero ya no está para esas andadas. Cuando Khomeini nos echó de Teherán fue el último en salir. Mire qué perfil.

– Ya casi no come -dijo la mujer del monóculo.

Quomo le acercó, la cara y contuvo la respiración. El gato se levantó, atento como si contara las gotas de la llovizna sobre el jardín, y le acercó el hocico a una oreja.

– ¿Ves, Florentine? Me dice que volveremos a vernos. Tampoco ésta será la última vez.

– ¿Por qué viniste? Empezaba a olvidarte…

Hablaba con un lejano acento eslavo y Quomo parecía a punto de soltar una lágrima.

– Qué fácil se dice eso, Florentine. Olvidar. ¿Acaso ese infeliz consiguió que me olvides?

El hombre de la cara marrón dejó de mirar a través del vidrio y se movió hacia el negro para mostrar su dignidad herida. Los movimientos eran forzados, como si repitiera una comedia de la que conocía el final. Florentine hizo un gesto imperioso con los dedos y el hombre se detuvo a mitad de camino. Lauri lo vio sacar una cigarrera de oro y lo imaginó tomando Martinis y bronceándose al borde de una piscina.

– ¿En qué sueño vas a meterte ahora, Michel? -dijo ella, compungida, y puso la mano para que el hombre le colocara un cigarrillo entre los dedos. El bronceado le dio fuego y ella besó a Quomo en una mejilla.

– Feliz cumpleaños -susurró, y se le achicaron loa ojos.

– ¿Ves que te acordás? Con lluvia. Dónde sea, pero con lluvia…

– Ya vienen las chicas, Michel.

– No me importan las chicas. No esta vez. Quería verte. Este amigo va a acompañarme en un largo viaje, Florentine.

– ¿Cómo están tus hijos?

– No sé, no he vuelto a verlos. ¿Está abierta la mesa?

– Para una sola bola.

– De acuerdo.

Fueron detrás de la mujer, que caminaba lentamente con la espalda agobiada. Saturno subió las escaleras a los saltos, con la cola levantada. Lauri se volvió a mirar los espejos y los vastos ambientes desolados y tuvo ganas de salir de allí. El hombre de cara marrón corrió la tela que cubría la mesa e hizo girar el disco con un gesto profesional. Tenía la cara tensa y se miraba los puños de la camisa.

– ¿Cuánto, Michel?

– Diez mil dólares.

– Es mucha plata.

– Si la casa no responde.

– Siempre te respondió.

– El dieciocho.

Florentine hizo un gesto y el hombre arrojó la bola. Lauri sintió que la respiración se le aceleraba. Hizo uno pasos silenciosos y se acercó mientras la bola daba los últimos saltos.

– Colorado el dieciocho -dijo el hombre con voz amarga.

Florentine se llevó la mano a la cara con un movimiento interminable y se quitó el monóculo. Tenía la mirada perdida en algún punto de la pared.

– Ojalá te dure la suerte -dijo.

Hizo un gesto al hombre bronceado y éste abrió la caja fuerte. Contó una pila de francos franceses y se los alcanzó a Lauri, que los guardó en un bolsillo del saco. Florentine caminó alrededor de la mesa y extendió un brazo, Quomo la tomó de la mano y fueron hacia la escalera. Ella recostó la cabeza sobre el hombro del negro y bajaron muy despacio, sin hablarse. Lauri se demoró un momento para tomar distancia. El otro cerró al cofre e hizo girar de nuevo el tambor de la ruleta.

– No lo envidio -dijo, y se mordió los labios

– ¿Hace mucho que lo conoce?

– Viene cada dos o tres años a remover las heridas. Alguna vez pensé en matarlo, pero no vale la pena; otro se encargará de hacerlo. Trate de estar lejos, porque no van a tirarle con un simple revólver. ¿De dónde sacó la plata?

– No sé, no soy de preguntar.

Cuando volvieron al salón de los espejos los encontraron abrazados. Quomo le acariciaba los cabellos y hablaba en voz muy baja. Saturno había vuelto a su sillón.

– Ahora tengo que irme, Florentine -dijo Quomo y la acarició con dulzura. Ella esbozó una sonrisa apenada.

– Un día voy a ganarte -dijo-. Entonces vas a estar viejo y cansado y voy a ponerte tres o cuatro chicas que no te dejen salir de la cama. A cierta edad el único sitio posible es una buena cama, Michel.

– Prometido -dijo Quomo. Después tomó el gato en sus brazos y lo llevó hasta la puerta.

– A veces me pregunto por qué lo sabe todo – dijo, y lo dejó en el suelo. Florentine lo besó en los labios mientras el otro hombre espiaba desde la escalera.

– Pareces un príncipe -repitió ella y cerró la puerta lentamente, como si temiera perderlo del todo.

17

El día del atentado, a la hora de la cena, Daisy se sentó a la larga mesa del comedor y encontró, dentro del plato de porcelana, el prendedor que había perdido en la caballeriza y la foto en que el commendatore Tacchi la tomaba en sus brazos.

Mister Burnett llegó un momento después, la besó en la frente y se sentó a la otra lejana cabecera. Daisy dejó la foto sobre la mesa y envolvió el prendedor en el pañuelo. Después comieron en silencio. El teniente Wilson se presentó en medio de la cena y anunció que un gorila había entrado al parque de la embajada. Luego de aplastar las flores de los jardines y arrancar las frutas de la huerta para arrojarlas contra la guardia, el animal había destrozado las reposeras y las sombrillas y se había arrojado a la piscina. Ahora estaba atrapado en una red y la guardia esperaba órdenes.

Mister Burnett dejó la servilleta sobre la mesa y salió con el oficial. Los reflectores enceguecían al mono, que se debatía sobre el césped. Los negros se divertían mirando cómo los soldados se esforzaban por sujetar la red, pero corrían a resguardarse cada vez que el gorila intentaba levantarse sobre las patas.

Un jardinero afimó que se trataba de un animal viejo que bajaba a la ciudad por primera vez. Un soldado avisó que el furgón municipal estaba en la puerta y esperaba autorización para recoger al gorila. La señora Burnett había subido a su habitación del primer piso y seguía la escena desde el balcón. Cuando el animal gritó una larga letanía y levantó la cara y los brazos hacia el cielo tratando de ver más allá de las luces, Daisy creyó encontrar su mirada furiosa y desesperada. Sintió que su pecho se vaciaba, que no tenía piernas, ni brazos, ni lengua para gritar. Oyó a su marido vociferar sobre los rugidos del animal y vio que la gente vacilaba, inquieta. Los soldados bajaban las cabezas y los negros retrocedían a pasos cortos, cautelosos. Mister Burnett, inflamado de ira, le gritó al teniente Wilson; éste le gritó a su vez a un sargento de pantalón corto y los soldados corrieron a buscar sus fusiles. El gorila, enmarañado en la red, resbaló y cayó boca abajo. Estaba empapado y de sus labios brotaba una es puma macilenta. Había dejado de chillar y su cuerpo se estremecía con espasmos epilépticos. Dos soldados volvieron con las armas y Mister Burnett dio la orden de fuego. Hubo cuatro disparos, y luego una larga pausa en la que todos miraron en silencio la sangre que iba a teñir el agua de la piscina. Entonces Daisy aulló hasta quedar sin fuerzas. Dos mucamas corrieron a su habitación. Cuando abrieron la puerta, Daisy les pidió, casi sin voz que le prepararan una maleta de viaje.

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