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O'Connell se acercó a Standford, que vaciaba su penúltima carga de balas, y le dio con una piedra en la cabeza. Inmediatamente agitó los brazos y, ocultándose detrás del árbol, avisó a los que disparaban que el peligro había pasado. El teniente Tindemann bajó el arma y ordenó al enemigo que fuera a colocarse delante de las luces del camión.
Cuando vio salir del bosque al correo del Foreign Office, el soviético pidió a Kiko que pusiera en marcha el Chevrolet. No entendía las señas que hacía el otro y lo único que le importaba era que tenía el paquete de cartas en la mano y no parecía dispuesto a seguir resistiendo.
Kiko dio una vuelta de manija al motor y los dos peones fueron a poner pasto y ramas bajo las ruedas para sacarlo del pantano. El chofer lamentaba que su plan se hubiera arruinado con la aparición de O'Connell y la huida del hombre de las Falkland. Sabía que el regreso de Quomo volvería a meterlo en dificultades, y un poco de dinero para afrontarlas no le hubiera venido mal. Lo que más temía ahora era que los soviéticos volvieran a meterlo en la cárcel, donde había pasado la mayor parte de su vida. La primera vez, en la revolución de la independencia, los ingleses lo habían llevado, a trabajos forzados por negarse a tirar contra una manifestación; más tarde los rusos lo habían condenado por negarse a entregar la bandera roja que Quomo le había confiado en las trincheras del puerto.
El teniente Tindemann mandó que tiraran el cuerpo de Standford en un pantano y condujo a O'Connell hasta la cabina.
– Rápido -dijo al chofer mientras cerraba la puerta -, busque un teléfono.
– No teléfono en ruta -dijo Kiko, y decía la verdad -. Único teléfono en ramal ferroviario.
– ¿Dónde queda eso?
– Caminar por vías tres kilómetros -señaló la dirección por donde había huido Bertoldi.
– ¿Caminar?
– Puesto de señaleros. No poder entrar con camión.
– Vamos directamente a la embajada soviética, entonces. ¿Qué hay en la radio a esta hora?
– Pura música yanqui. Porquerías.
– Póngala igual. Un poco de rock no nos va a venir mal.
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Al ver aparecer el tren en la curva, el cónsul saltó a un costado de las vías y estuvo a punto de rodar por elterraplén, arrastrado por el peso de la valija. Pero enseguida advirtió que la locomotora avanzaba muy lentamente envuelta en el vapor, despidiendo un humo denso que se diluía en la negrura de las nubes. Parado en la oscuridad Bertoldi leyó el cartel amarrado a la trompa dela máquina:
AQUÍ VUELVE EL COMANDANTE QUOMO
PROLETARIOS DEL MUNDO UNIOS
Vio monos asomados por las ventanillas y encima de los techos y pensó que el calor y los disgustos lo hacían ver fantasmas; pero cuando pasó el furgón de cola, cargado de carbón, lo corrió y subió de un salto. Estaba ahogado por el calor y se dejó caer sobre el piso tiznado, pensando obsesivamente que debía llegar a tiempo para alcanzar el ómnibus a Tanzania.
¿Lo sabría la patria? ¿Se enteraría algún día de lo que hacía por ella? ¿Su nombre estaría alguna vez en los libros? Por las dudas, al llegar a Suiza tomaría una secretaria para dictarle sus memorias y luego las enviaría a la cancillería de Buenos Aires.
A través del vidrio vio a un negro desharrapado que se paseaba dando gritos entre los asientos ocupados por los monos y descartó que ese mamarracho pudiera ser el dictador Quomo. Luego cayó en la cuenta de que los gorilas viajaban de la selva hacia la ciudad y no a la inversa, corno sucedía siempre, y esa comprobación lo dejó desconcertado e inquieto.
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También Lenin había ido en tren hacia la revolución. Lauri lo estaba pensando mientras Quomo abría las puertas de los vagones, iba y venía hablándoles a los monos, sacudiéndolos cuando se dormían o se ponían a arrancarse los parásitos con aire distraído. Chemir y el sultán vigilaban al maquinista y al fogonero para que no los llevaran por una vía muerta: tenían orden de detenerse en el puesto de los señaleros donde había un teléfono de campaña. Lauri, colgado del pasamanos, miraba hacia la flaca luz de la locomotora y trataba de adivinar las siluetas que se desvanecían entre las sombras. Por un instante le pareció ver a un hombre con una valija que cruzaba los rieles, pero lo atribuyó al cansancio que le excitaba la imaginación. Justo antes de una curva, distinguió un poste con una caja pintada de rojo y dio la voz de alerta. El maquinista frenó despacio, como si temiera que el tren se desarmara en pedazos. El sultán saltó al terraplén y corrió como si llegara a un oasis. Quomo y Lauri se acercaron con una linterna y lo encontraron golpeando la caja con una piedra.
– Abra eso o me quedo sin discurso -dijo Quomo.
El argentino apartó al sultán y miró su reloj. Trataba de calcular qué hora sería en Buenos Aires. Pidió alambre y una pinza al fogonero y trabajó cinco minutos mientras los otros seguían sus movimientos con ansiedad. Por fin la cerradura cedió y un aparato negro y antiguo apareció a la vista de todos. El sultán se abalanzó sobre el tubo, se lo llevó a la oreja y sacudió la horquilla con una mueca de disgusto.
– Mudo -dijo, y se lo pasó a Quomo.
– ¿Puede arreglar esa cosa también? -preguntó el comandante con una sonrisa de complicidad.
Lauri dijo que lo intentaría y pidió un destornillador. Todos se quedaron mirándolo como si esperaran un milagro. Sin advertirlo, habían formado una cola disciplinada, como si esperaran frente a una cabina pública.
Al rato, el argentino avisó que la operadora estaba en línea. El Katar le arrebató el teléfono y pidió un largo número de Trípoli mientras les hacía señas de que lo dejaran solo. De repente, su cara se iluminó y empezó a hablar en árabe, bajando la voz, mirando furtivamente a su alrededor.
Quomo se alejó por la vía y señaló a Lauri una torre cemento más allá de la curva.
– Ahí están las antenas de radio y televisión -dijo-Vamos a tirar el cable del teléfono hasta allá.
– ¿Qué hubiera hecho si no se tropezaba conmigo?
– Me hubiera casado con Florentine y andaría por los casinos del mundo.
– ¿Sabe que usted se parece a Lenin?
– Trato de serle fiel. Ahora conecte ese cable y va a ver cómo este país salta de la cama y sale a cambiar la historia.
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El cónsul Bertoldi, que se había despertado al frenar el tren, se asomó por la ventanilla y observó al grupo. Salvo los dos ferroviarios, los otros vestían andrajos empapados y parecían espectros. Temió que se demoraran, pues vio que el más viejo de los negros tendía un cable largo mientras el joven blanco trepaba por una torre de cemento. Los monos sacaban las cabezas por las ventanas y parecían inquietos. Bertoldi se fijó en el que daba las órdenes. Nunca pensó que vería de cerca a Michel Quomo, de quien los blancos decían que había estropeado para siempre la paz del África. Se dijo que ese encuentro con el dictador enriquecería sus memorias y salió de entre el carbón para no perderse ningún detalle. De pronto le pareció oír que desde lo alto de la torre llegaba una puteada en español y luego un carajo, o algo así. Se ocultó, intrigado, y vio que el tren se movía para permitir que la luz de la máquina iluminara a los hombres que estaban trabajando. Sobre la torre había varias antenas y el blanco saltaba de una a otra con un rollo de cable al hombro. Oyó que gritaba "pruebe ahora" y concluyó que se trataba de un extranjero. Quomo se paseaba por las vías sosteniendo el teléfono en una mano, como un micrófono, y decía frases cortas que el cónsul no alcanzaba a comprender. Desde la locomotora, uno de los ferroviarios gritó " ¡se escucha, comandante, se escucha!", y el otro blanco, que tenía la túnica puesta como un poncho, salió corriendo a contraluz, levantando pedregullo, bendiciendo a Dios. El cónsul no entendía bien lo que estaba sucediendo, pero cuando los negros levantaron el volumen de la radio y la voz de Quomo se entrelazó con los bramidos de Steve Wonder y con las baterías de The Police, se dio cuenta de que el dictador estaba entrando en cadena por todas las emisoras de Bongwutsi.